El pueblo que andaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en tierra de sombras una luz brillante los cubrió
Isaías 9,2
Hoy, las sombras y el silencio se han apoderado de las naciones; multitudes enteras se han resguardado tras los portales de sus hogares por miedo a un enemigo desconocido, a una amenaza que trae la enfermedad y la muerte, a un visitante inesperado que ha paralizado todo movimiento, que ha congelado toda actividad y que ha estado sembrando nerviosismo, desazón y desconfianza.
La crisis que hoy vivimos como humanidad es parecida a aquellas tinieblas y a aquellas sombras de las que nos comenta Isaías; la muerte aflora a lo largo y ancho del planeta, la enfermedad se esparce sigilosa y la esperanza tambalea desde sus cimientos, y es, en este panorama, que los católicos festejamos la Pascua de este año, una Pascua que marcará la existencia, una Pascua que colmará la vida, una Pascua que incluso puede llegar a lo más profundo de cada quien y brindarle el consuelo que necesita.
Pero ¿cómo puede consolar esta Pascua? ¿Cómo puede festejarse esta semana de júbilo desde los hogares y no en los templos? ¿Cómo puede haber esperanza en un mundo desconcertado y sumido en la preocupación, el miedo y la muerte?
Una pascua que es promesa (Gn 15)
La incertidumbre y la duda son propias de nuestra naturaleza; la necesidad de sentir que estamos a salvo o que aquello que anhelamos lo están, nos convierte en seres que estamos atentos al más mínimo indicio de peligro, a fin de que, conociéndolo a tiempo, podamos tomar las medidas que aseguren un futuro más prometedor. La vivencia de esta crisis ha sido esto, una incesante lucha para evitar que el peligro nos alcance, para evitar que la vida entre en colapso o que incluso la podamos perder, para evitar que el dolor, el miedo y la enfermedad nos impidan ver el cumplimiento de nuestros anhelos, sueños y proyectos. Algo parecido le sucedió al patriarca Abraham. Viejo y sin heredad, Abraham temía no ver asegurada su descendencia, su familia y que su nombre se perdiera, para él, en las oscuridades del tiempo y el espacio, temía, dudaba, estaba frágil; las promesas de aquel que le llamó desde Caldea parecían fenecer con su propio aliento.
Pero no fue así. En una noche lejana a nuestro tiempo, pero presente en nuestros corazones, Dios le habló a Abraham, le prometió, le juró sobre sí mismo que sus miedos, que sus preocupaciones no se harían realidad, y ante su duda, le llevó fuera y le invitó a contar los astros del cielo. No pudo, le desbordaron. Cuando la luz del día está en su cenit, estamos confiados, porque podemos ver todo lo que nos rodea, pero en la noche, solo podemos estar seguros de los astros que cuelgan del firmamento, infinitos, estáticos, inmóviles, y, además, eternos.
Aquella noche, a las afueras de aquella probable tienda de campaña, sigue resonando en la historia para el creyente, pues, más allá de las dudas y los temores, la Pascua es un momento para vislumbrar que las promesas de Dios son eternas, y que incluso, en el manto oscuro y tenebroso de las noches, la luz puede brillar aun con mayor fuerza.
Una pascua que es libertad (Ex 12)
Tiempo después de Abraham, el miedo y la muerte pasaron de nuevo por la vida de sus descendientes. Esclavizado por siglos en Egipto, el pueblo de la promesa contempló los prodigios de un Dios que les quería liberar, que les quería desatar de sus dificultades y sus luchas, que quería tenerlos junto a Él y para Él. Una noche, el camino a la libertad vino acompañado por la oscuridad y el dolor; en una noche, la muerte llamó a los umbrales de los hogares, esperando arrebatarle la existencia a cualesquiera que pretendiera separarse de los suyos. Algo similar está sucediendo ahora. Nos hallamos en una situación en la que estamos confinados a nuestras casas, rodeados por los que amamos, esperando que la muerte y la enfermedad pasen de largo y continúen su marcha sin afectar a ninguno de los que nos rodean. Ha sido en nuestros hogares donde hemos encontrado, a pesar de las densas tinieblas de afuera, el consuelo y la fuerza para seguir confiando y luchando.
La dificultad por la que hoy estamos atravesando no es un castigo divino, pero ha de tomarse como un signo hacia Él. El creyente, durante estos días de Pascua, ha de reflexionar sobre la importancia de aquellos que están consigo en estos momentos de incertidumbre, ellos, son el consuelo de Dios y la fortaleza de su amor para cada uno. Tras sus puertas, el creyente a de rememorar como el Señor mantuvo en pie a su pueblo a costa de su propio sacrificio: sólo una vida puede tomar el lugar de otra; la sangre del cordero de la Pascua ha sido una prefiguración del sacrificio definitivo, la entrega de una vida que se transforma en el rescate de muchas, y eso, esa entrega, ese sacrificio, es lo que es la Pascua; justo ahora, miles de hombres y mujeres viven ese paso, miles de especialistas de la salud, voluntarios, fuerza pública, etc., viven la Pascua sin apenas saberlo; pues hoy, ellos son la figura de una entrega abnegada que desea la libertad de aquellos que hoy sufren y que no hallan paz, ellos son la figura palpable de un Dios que ama sin reservas y que desea llevar a sus hijos a la libertad.
Más allá de las flores, los olores o las grandes decoraciones, la promesa vuelve a cumplirse de nuevo: en medio del dolor y de la muerte, Dios sigue presente en las familias unidas, los corazones dispuestos a la entrega por el otro y en la esperanza de que brille por fin la luz de la vida.
Una Pascua que es luz
La noche de la Vigilia, a puerta cerrada, desde lugares diferentes, familias y sacerdotes encenderemos la luz de la Pascua. Será una Pascua diferente para nosotros, una llevada a cabo, gracias a los medios de comunicación que hoy poseemos. Pero debe ser diferente, totalmente diferente a todas las Pascuas que hemos vivido. Aquella noche, igual que la gran Noche de hace más de dos mil años, la tierra estará cubierta por la sombra de la muerte y el miedo, a lo largo y ancho del mundo seguirá tocando al portal el enemigo fatídico y silencioso, y será allí, en ese momento, en que fijemos nuestras miradas en la pequeña llama que hayamos encendido, y allí, cerca, elevaremos una plegaria por el fin de esta crisis, por aquellos que luchas a riesgo de sus propias vida contra ella, por aquellos que tienen que tomar decisiones, por aquellos que se sienten solos y angustiados en esta hora de incertidumbre, por aquellos que se encuentran en manos de la enfermedad, por aquellos que ya han partido de nuestro lado, por aquellos que están solos y sin recursos para afrontar las dificultades, por aquellos que se han encerrado no solo en sus hogares sino también en sus corazones, por aquellos que se aprovechan de la situación que vivimos, por aquellos que buscan el medio de ayudar a quienes no pueden por sí mismos, por aquellos que han abandonado toda esperanza y por los que aún se levantan para brindarla, por aquellos que buscan consuelo y por aquellos que lo dan, por quienes están solos y por quienes están con sus familias, por el mundo y para que sepamos valorarlo, por aquellos que nos han llamado, hablado, por aquellos que han dado tanto y por aquellos que no han puesto nada, por aquellos que esperan cuando incluso sienten que no hay nada que esperar.
En aquella noche de Pascua, descubriremos, fijos en aquella luz, signo de Cristo resucitado, que es allí, en las tinieblas más densas, que la luz puede brillar con mayor esplendor, que la esperanza puede vencer al miedo, que las promesas son inagotables, que la libertad es también una entrega, que el amor, la alegría y la fe pueden vencer a la soledad, la tristeza y el miedo.
Aquella noche, la noche de la luz esplendorosa, sentiremos en nuestro corazón, aun en medio de esta crisis, que brilla aun el anhelo de un nuevo día en Cristo, luz de los pueblos y esperanza de todo corazón.