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Jesús es sepultado: Una historia que no termina

«Después de descolgarlo, lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro excavado en la roca, en el que nadie había sido enterrado todavía»

Lc 23, 53

Ilusiones, anhelos y sueños mueven nuestra vida todos los días. Estamos buscando constantemente en quien poner nuestra felicidad. Poder tener algo que valga la pena, un porqué entregar la vida es algo difícil de encontrar. Jesús tuvo siempre esa capacidad, lograr que las personas pudieran volver a soñar y tener alguien en quien colocar sus esperanzas. Para darle sentido a la vida de quienes lo seguían, los hizo pescadores de hombres (Mt 4,19), les prometió que si pedían algo en su nombre lo haría (Jn 14,13), que incluso con la fe del tamaño de un grano de mostaza podrían mover montañas (Mt 17,20). Pero vaya sorpresa, aquel que había dicho que destruyeran el templo y Él lo reconstruiría en tres días, yacía ahora en un sepulcro porque no había sido capaz siquiera de salvar su vida.

Volver al terrible cotidiano de la vida.

Sus discípulos habían dejado todo por Él. Algunos habían dejado atrás, incluso, su esposa como Pedro. Todos lo habían seguido porque pensaron que habían encontrado aquello que les cambiaría la vida. Con este deseo, muchos de nosotros hemos emprendido riesgos y aventuras porque hemos sentido en nuestro corazón que no nos basta conformarnos con una vida normal. Pero al igual que los discípulos de Jesús, nos han sucedido acontecimientos que hubiéramos imaginado imposibles. Los discípulos, aunque ya Jesús les había anunciado su muerte varias veces (Jn 12, 31; Mt 16, 21; Mc 8,31), no habían comprendido el misterio de su entrega; ellos, bajo el velo de la ilusión de un cambio de vida verdaderamente radical, lo habían seguido. Pero para sorpresa de ellos la persona que les iba a cambiar la vida lo habían asesinado. La esperanza de un Reino había sido sepultada. Y es en estas mismas circunstancias en la cuales nos pudiéramos encontrar también nosotros el día de hoy. Son muchas las personas que la llegada del Covid-19 les cambió los planes, los sueños y las ilusiones que habían construido como un cambio de vida radical.

Como sacerdote, he tenido que acompañar la ilusión de muchas personas que, buscando mejorar su estilo de vida han viajado al exterior; unas de ellas se han devuelto y otras han tenido que quedarse recluidas en aquellos lugares como exiliados o expatriados en contra de su voluntad. Otros han visto morir lentamente sus pequeñas o grandes empresa. Alguno que habían iniciado un pequeño negocio, local o contrato, lo han visto morir como vieron los discípulos morir a su Señor, y así, como si no pasara nada, han tenido que volver al terrible cotidiano de la vida con las manos vacías, mirando hacia el cielo esperando encontrar una respuesta que no se sabe si llegará o no.

Hoy son muchos los sueños, anhelos, ilusiones y metas que se están viendo colocadas en un sepulcro. La ambición, la fama y la vanidad, las han acompañado. Incruentamente, hemos visto como nuestras esperanzas de vida están siendo colocadas en un sepulcro, en el cual ya todo parece perdido.

La esperanza en silencio.

Entonces, ¿a quién acudir? ¿A quién podrían ir sus discípulos ya de ahora en adelante? Aquel a quien le entregaron su vida, a quien tanto amaron, a la persona que creían que les daría lo necesario para vivir, y en quien ellos habían puesto su fe, ha muerto como cualquier otro criminal. El Covid-19 se ha llevado también a muchos de nuestros seres queridos. Y con sus muertes quizás nuestro proyecto de vida. Han muertos esposos recién casados, hijos apenas en escuela, padres que aun veían por su hogar y hermanos que estaban apenas terminando la universidad. En Jesús se encuentra hoy reflejado el drama de la humanidad. Su sepulcro es el cúmulo de todos lo sepulcros que están siendo abiertos el día de hoy, en cementerios o no.

María, como muchas madres hoy, tuvo que ver a su Hijo partir. La mujer que escuchó de boca del ángel que concebiría un hijo que sería el Hijo del Altísimo, que tendría el trono de David su padre y reinaría sobre la casa de Jacob sin fin (Lc 1, 26ss); había tenido que verlo morir y sepultar. Esta mujer que fue llamada bienaventurada, a quien le profetizaron que su Hijo sería luz de las naciones, pudo también verse volcada a la infelicidad.

Pero María no se dejó dominar por la tristeza. El dolor no fue más fuerte que lo que ella había experimentado en su corazón. Una vez Jesús es puesto en el sepulcro, las mujeres que lo seguían fueron a visitarlo y, entre ellas no estaba su madre (Mt 28,1; Mc, 16,1; Lc 24, 1 y Jn 20,1). María no sabía que iba a continuar, pero ella sabía que allí no había terminado todo. María sabía que la muerte nunca triunfa sobre la obra de Dios, ella, su madre, tenía una fe que iba por encima de la de los demás discípulos. María no va al sepulcro porque ella sabe que su esperanza superaba toda adversidad.

Hoy la fe de nuestra madre, la santísima virgen María, acompaña nuestro dolor. Ella sabe lo que es la pérdida, ella ha tenido que vaciarse totalmente de sí. Ella sabía que su proyecto de vida no había terminado. Hoy es necesario volvernos a ella. La iglesia acompaña en este día el dolor de esta madre divina, y en ella pone a todos los hijos de la iglesia que también han sido masacrados por el virus o la violencia. Su amor nos anima y su ejemplo nos enseña a no volvernos atrás. Si María sabía que su Hijo iba a resucitar no lo sabemos, los evangelistas no nos dicen nada al respecto, pero lo que sí es claro es que ella nuca se cansó de esperar porque entendió que todas aquellas promesas que dio a los discípulos no quedarían atadas al sepulcro. Dios pronto se manifestaría.

Si bien el día de hoy es un día para la meditación, el silencio y el recogimiento a la espera de la Pascua, no es el momento para la angustia, el miedo, la desolación y la melancolía. Que nuestra espera hoy sábado de dolores, en medio de la pandemia mundial, sea verdaderamente un morir a todo aquello que desdice de nuestra autenticidad. Dejemos que el silencio del sepulcro, en donde estamos alojados con Jesús, nos interpele y purifique, para así poder lograr, como Jesús, sacar nuestra mejor versión. Hoy entramos al sepulcro de la pandemia, para mañana evolucionar con esperanza a nuestra mejor versión de sí mismos, una de resurrección.

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