La pandemia es para nuestros corazones como el sonido de las campanas que suenan cada mañana anunciando la misa, pues nos ayudó a despertar del egoísmo, la indiferencia, el afán en el que nos sumergió la economía del consumo. Despertamos para recordar nuestra humanidad y el propósito para el cual fuimos creados: amar y ser amados; para comenzar a ser por encima de ser útiles, para voltear la mirada de nosotros mismos y descubrir al otro que es reflejo de Dios.
Cuando encontramos a Dios en el prójimo, somos capaces de sentirlo como hermano, por un hermano salimos de nosotros mismos, hacemos todo por esa persona que nos importa y nos duele. Ahí, surge una pregunta, la misma que le hace Dios a Caín: ¿dónde está tu hermano?, ¿dónde está tu hermana? Nuestra respuesta no será ya desde la indiferencia y el individualismo, será desde el amor, nuestra esencia, porque reconoceremos que sí somos el guardián del otro (Gen 4,9).
Asumir con responsabilidad la cuarentena, lavarnos las manos, quedarnos en casa es un acto de amor, no lo hago por mí, lo hago al considerar a mis hermanos, cuidándolos, en especial a aquellos más vulnerables al virus. Ser el guardián del otro es ser conscientes de que no estamos solos, de que nuestras acciones -aun cuando estamos aislados- pueden ayudar a otros, pueden salvar una vida y esto cuenta, hace la diferencia.
Es más fácil ahora sentir compasión, esa misma que sentía Cristo cuando se le acercaba el leproso, la viuda, el ciego, la mujer pecadora o el paralítico porque estamos en los mismos zapatos, viviendo la «pasión», el dolor causado por el Covid-19 como experiencia de unidad y fraternidad. San Pablo le escribe a los Corintios: «si sufre un miembro, todos los demás sufren con él; si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su alegría» (1 Co 12, 26).
Hoy, no solo unimos el sufrimiento al cuerpo de Cristo, sino que también participamos de la comunión en Él a través de la oración, pues cada día nos sostiene la certeza de que alguien está orando y ofreciéndole a Dios pequeños sacrificios por ti, por mí, por la humanidad; con la oración es posible encender una luz para ese anciano que se siente solo, darle aliento a alguien que está en la UCI esforzándose por respirar, acompañar en el turno a un médico o a una enfermera que son misioneros de esperanza.
El Papa Francisco en la Vigilia Pascual nos decía: «La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien». Debemos caminar en la Pascua con la seguridad de que estamos llamados a dejar que nuestro corazón se vuelva de carne, a ser guardianes del otro, a permanecer en la oración y de esta manera Dios hará que la cruz florezca en medio del Covid-19 o después de ella.