Texto Latino: edición crítica de Amand Boon; Pachomiana Latina, Louvain, 1932 pp.109-147. Traducción de Martín de Elizalde.
Introducción. Invitación a escuchar.
Escucha, Israel, los preceptos de vida; atiendan tus oídos y aprende la prudencia. ¿Por qué te encuentras, Israel, en tierra enemiga? Envejeciste en tierra extraña, te manchaste con los muertos, te asemejaste a los que están en el infierno. Abandonaste la fuente de la sabiduría. Si hubieras marchado por el camino de Dios, habitarías en paz. Conoce, dice, dónde está la ciencia, dónde está la fortaleza de la gloria y el poder, dónde está la inteligencia, dónde la luz de los ojos y la paz. ¿Quién encontró su lugar? ¿Quién penetró en su tesoro? (Bar. 3,9-15). Así hablaba Baruc a propósito de los que fueron llevados cautivos a Babilonia, a la tierra de sus enemigos, porque no quisieron recibir las palabras de los profetas y olvidaron la ley de Dios, dada por Moisés. Por lo que Dios hizo venir penas y suplicios sobre ellos, y los humilló con el yugo de la cautividad: los enseñó como se enseña a algo propio, como un padre corrige a sus hijos, pues no quiso que perecieran los que corregía, sino que se salvaran por la penitencia (Cf. Ez 18,11).
Por lo tanto, también nosotros debemos recordar las palabras del Apóstol: Si no perdonó a las ramas naturales, tampoco nos perdonar a nosotros (Rom 11,21), que no cumplimos los mandamientos de Dios. Esto les sucedía para que sirviera de ejemplo, y fue escrito para corrección nuestra, en quienes llega el fin de los siglos (1 Cor 10,11). Ellos fueron trasladados desde Judea hasta la ciudad de los caldeos, cambiando de país; y nosotros, si Dios nos encuentra negligentes, perderemos nuestra ciudad en la vida futura y seremos entregados a la esclavitud de los tormentos, dejaremos la alegría, perderemos el gozo eterno que nuestros padres y hermanos obtuvieron con el trabajo incesante.
No sobrevenga, pues, el olvido, ni creamos que la paciencia de Dios es ignorancia, porque nos tolera y demora el juicio, esperando que nos convirtamos a una vida mejor y no debamos ser echados a los suplicios. Si pecamos, no pensemos que Dios consiente a nuestros pecados, porque no se venga de inmediato; pensemos, más bien, que apenas salidos de esta vida, seremos separados para siempre de nuestros padres y hermanos, que poseen el lugar reservado a los vencedores. Nosotros llegaremos igualmente a ese lugar si seguimos sus huellas, y si consideramos que el apóstol Pablo también separa a los santos de los pecadores, y entrega a los que faltaron a la muerte de la carne para que se salve el espíritu (1 Cor 5,5). Feliz el hombre que teme al Señor (Sal 1,1), y aquel a quien éste castiga para su corrección y le enseña la ley (Sal 93,12) para que cumpla sus mandamientos todos los días de su vida (Cf. Deut 6,2); el cual no murmura por su pecado (Lam 3,39).
Invitación a examinar la conciencia.
Indaguemos también nosotros en nuestros caminos, y atendamos a nuestros pasos. Volvamos al Señor, levantemos nuestro corazón a lo alto, hasta el cielo (Lam 3,40-41), para que El nos ayude en el día del juicio (1 Jn 4,17) y no seamos confundidos cuando hablamos con nuestros enemigos en las puertas (cf. 126,5), sino que seamos dignos de escuchar aquello: Abrid las puertas para que entre el pueblo que guarda la justicia y la verdad (Is 26,2). El que posee la sinceridad del corazón y tiene la paz, puede decir: En ti esperamos, Señor, por toda la eternidad (cf. S 51,10). Recordemos al Señor, y pongamos a Jerusalén muy alto en nuestro corazón, y no olvidemos a aquél de quien se halla escrito: Feliz el hombre que confía en el Señor y que pone en Él su esperanza; se asemeja a un árbol plantado junto a las aguas y cuyas raíces tienden hacia las corrientes; no temer la llegada del verano, sus ramas estarán cubiertas de verdor, y en el tiempo de sequía no temerá, y dará sus frutos. El corazón es malvado e inescrutable, ¿quién puede penetrar en él? Yo, el Señor, investigo los corazones y pruebo los riñones, para dar a cada cual según sus obras (Jer 17,7-10).
Acordémonos de nosotros mismos, y no olvidemos los pecados que cometimos. Repasemos con ánimo solícito los mandatos de nuestro Padre y de los que nos enseñaron[1]; de manera que no sólo seamos creyentes en Cristo, sino también padezcamos por El, conociendo el misterio, según está escrito: El soplo de nuestra nariz, el Señor, el Ungido (Lam 4,20); y también: Tu ley es una lámpara para mis pies y luz en mis caminos (Sal 118,105); y nuevamente: La palabra del Señor me dio la vida (Sal 118,50), e Inmaculada es la ley del Señor y convierte las almas; el mandamiento luminoso del Señor ilumina los ojos (Sal 18,8-9). Por su parte, el Apóstol dice: La ley es santa, y el mandato es santo, justo y bueno (Rom 7,12). Si comprendemos esto seremos dignos de escuchar la palabra: Si el justo cae no perecer, pues el Señor lo sostiene con su mano (Sal 36, 24), y otra vez: Siete veces cae el justo, y se levanta (Prov. 24,16).
Ahora pues, hermanos, contando con la paciencia de Dios que nos llama a la penitencia, despertemos de nuestro pesado sueño (Rom 13,11), pues el demonio, nuestro enemigo, busca como león rugiente a quien devorar, y debemos resistirle con fortaleza, sabiendo que nuestros mayores sufrieron las mismas pruebas (1 Pe 5,8-9). No dejemos de esforzarnos y de sembrar las semillas de las virtudes, para poder cosechar alegrías en el futuro. Escuchemos a Pablo, que nos enseña: Tú, que conservaste mi doctrina, mis enseñanzas, mi esfuerzo, mi paciencia, mis persecuciones (2 Tim 3,10). Siguiendo los ejemplos de los santos perseveremos en lo que comenzamos, teniendo como principio y fin a Jesús. Comprendamos qué cosa es el cabello de nuestra cabeza, para que haya ungüento en nuestra barba y llegue al borde del vestido (cf. S 132,2), y podamos cumplir todo lo que está escrito.
Recomendaciones a los superiores.
Por eso, oh jefes y prepósitos de los monasterios y casas, a quien están confiados los hombres, y junto a quienes están K e I y E y A[2], para decirlo así, en general; vosotros, a quienes están confiados los hombres en sus grupos respectivos, esperad la venida del Salvador y preparad ante su presencia al ejército con sus armas. No deis (a vuestros hombres) el reposo corporal, omitiendo darles los alimentos espirituales; ni les enseñéis tampoco las cosas espirituales, sin darles igualmente las corporales: los alimentos y el vestido. Dad parejamente lo espiritual y lo material, y no les deis ocasión de ser negligentes. ¿Qué clase de justicia es ésta, que probamos a los hermanos con el trabajo y nosotros nos entregamos al ocio? ¿O que le hacemos llevar un yugo que nosotros no podemos soportar? Leemos en el Evangelio: Como midáis, seréis medidos (Mt 7,2; Mc 4,24; Lc 6,38). Así pues, tengamos el mismo trabajo y descanso que ellos, y no consideremos a los discípulos como servidores. No nos alegremos con su tristeza, para que la palabra evangélica no tenga que reprendernos como a los fariseos: Pobres de vosotros, maestros de la ley, que hacéis pesos insoportables y los dais a llevar a los hombres, y vosotros ni siquiera os animáis a tocarlos con un dedo (cf. Mt 23,4; Lc 11,46).
Los superiores no deben despreocuparse de los hermanos.
Hay algunos que se esfuerzan por vivir de acuerdo a la ley de Dios, pero se dicen: ¿Qué tengo que ver con los demás? Me esfuerzo para servir a Dios y cumplir su ley, y no tengo por qué inmiscuirme en lo que los demás hacen. A estos tales los increpa Ezequiel, diciendo: ¡Pastores de Israel! ¿Acaso los pastores se apacientan a sí mismos? ¿No deben más bien cuidar las ovejas? Bebéis la leche y os cubrís con la lana; sacrificasteis las ovejas que estaban bien y no confortasteis a las débiles, no vendisteis las quebradas ni hicisteis volver a las que se habían alejado, ni buscasteis a las que se habían perdido. A las fuertes, las agotasteis con sufrimientos. Desparramasteis mis ovejas, que estaban sin pastor (Ez 34,2-5). Por eso el Señor llamar a juicio a los ancianos y jefes (Is 3,14), y se cumplir en nosotros lo que está escrito: Vuestros dirigentes os devastan y os hacen errar (Is 3,12). Y la tierra estéril escuchar: Feliz la tierra cuyo rey es hijo de noble, cuyos príncipes comen para ganar fuerzas: no serán confundidos (Eclo 10,17).
Por lo tanto, oh hombre, no dejes de aconsejar y de enseñar lo que es santo hasta a la más pequeña de las almas a ti confiadas. Muéstrate tú mismo como ejemplo de las buenas obras, y sobre todo cuida de no amar a uno y odiar a otro; muestra a todos el mismo aprecio, no sea que ames al que Dios odia y odies al que Dios ama. No consientas con el que yerra, por la amistad que le tienes, y no oprimas a uno y exaltes a otro, para que tu esfuerzo no sea vano. Si los prepósitos de las casas se sientan en los lugares más humildes, en los cuales nuestro Padre mandó que no se sentaran (cf. Pachom. Praec. et Inst. 18; p. 58), cuiden, no sea que uno de los hermanos falte contra un prepósito, y éste, airado, lo condene y le diga: ¿Qué me importa a mí un hombre que desprecia? Puede hacer lo que quiera, no es cosa mía; no lo aconsejo, no corrijo al que peca; que se salve o que perezca, no es cosa mía. Hombre que así hablas comprende que te dejaste llevar por la indignación, y que el odio ha ocupado tu corazón, de modo que el hermano perece al fin por tu culpa más que por su propio pecado. Debes perdonarlo y recibirlo a la penitencia, para poder decir aquella palabra evangélica: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,12). Si quieres que Dios perdone tus pecados, perdona también tú a tu hermano, cualquiera que haya sido la ofensa que te hizo, recordando el precepto: No odies a tu hermano en tu corazón (Lev 19,17), y la advertencia de Salomón: Levanta a tu hombre, por el cual te comprometiste (Prov. 6,3), y otra vez: No dejes de enseñar al niño; si lo castigas con la vara no morir (Prov. 23,13). Escucha también a Moisés, quien dice: Corrige a tu prójimo para no llevar su pecado (Lev 19,17), y para que no suceda lo que advierte Salomón: El que no dice a su hijo que se cuide de la perdición, perecer pronto (cf. Prov. 24,23).
La venida del Señor y el Tribunal de Cristo.
Todos los que tienen hermanos a su cargo, prepárense para la Venida del Salvador, y para presentarse ante su terrible tribunal. Si dar razón de los propios actos es ya algo difícil, cuanto peor es sufrir el castigo por el pecado de otro, y caer en las manos del Dios viviente (Heb 10,31). Entonces no podremos aducir ignorancia, pues está escrito: Dios traer a su juicio todas las acciones y todas las omisiones, lo bueno y lo malo (Eccl 12,14). En el Apóstol leemos: Todos hemos de presentarnos en el tribunal de Cristo, para recibir según lo que obramos, bueno o malo (2 Cor 5,10). Isaías dice que hay señalado un día, en el cual Dios juzgar a toda la tierra con justicia: Viene el día del Señor implacable, día de furor y de ira, para convertir la tierra en desierto y hacer desaparecer de ella a los pecadores (Is 13,9).
Sabemos por lo que se halla escrito en la ley y predijeron los profetas (cf. Rom 15,4), y nos enseñó nuestro Padre, que seremos llamados para dar razón de todo, por lo que no hicimos o hicimos con negligencia (cf. Pachom. Praec. et Inst. 13; p. 57; p. 58). Dice pues aquél que recibió todo juicio del Padre (cf. Jn 5,22) – y la Verdad es veraz (cf. Jn 16,13) -: No creáis que soy yo el que os acusa ante el Padre; el que os acusa es Moisés, en quien vosotros esperáis. Si hubierais creído a Moisés, me creeríais, pues él escribió sobre mí (cf. Jn 5,45-46).
Por todos esos testimonios se nos dice que un día nos encontraremos ante el tribunal de Cristo, y que seremos juzgados, no solo por los actos, sino también por los pensamientos; y que después de dar razón de nuestra vida, hemos de dar razón también de los que nos fueron confiados. No creáis que esto se aplica a los prepósitos, tan solo, sino que vale para los superiores y para todos los hermanos que son tenidos en algo entre los demás, porque todos deben llevar su peso, para cumplir la ley de Cristo (cf. Gal 6,2). Escuchad lo que el Apóstol escribe a Timoteo: Timoteo, guarda el depósito de la fe, evitando las novedades profanas y la profesión de una ciencia falsa (1 Tim 6,20). Nosotros recibimos de Dios un depósito, la vida de los hermanos; esforzándonos por ellos esperemos alcanzar los premios futuros, para que no se nos diga: Deja a este pueblo, que se marche (Ex 5,1; 7,16; 8, 1,20; 9,1; etc.), y a los que abandonaron las enseñanzas de nuestro Padre: Los que tienen mi ley no me conocieron, los pastores obraron impíamente conmigo (Jer 2,8). Por lo que a otros reprocha, diciendo: Puse mi heredad en tu mano, tú no tuviste piedad para con ella e hiciste más pesado el yugo de los ancianos (Is 47,6). No solo debemos escuchar todas estas cosas, sino también comprender su significado, pues el que ignora ser ignorado (1 Cor 14,38); y en otro lugar está escrito: Porque rechazaste la sabiduría, yo te rechazaré a ti, para que no seas mi sacerdote (Os 4,6).
Perseverar en la vida monástica.
Hermanos muy amados, que seguís la vida y la disciplina del cenobio, manteneos en el propósito que abrazasteis y cumplid la obra de Dios[3]. Para que el Padre, que instituyó, el primero, los cenobios, pueda decir al Señor, gozándose en nosotros: Como les enseñé, viven[4]. Lo mismo que el Apóstol, cuando estaba todavía entre los hombres, decía: Os alabo, porque en todo os acordasteis de mí, y guardasteis mis enseñanzas, como os dejé establecido (1 Cor 11,2).
Solicitud de los superiores.
También vosotros, superiores de los monasterios, sed solícitos y poned toda vuestra preocupación en los hermanos, con justicia y temor de Dios. No abuséis del poder con soberbia; dad el ejemplo a todos y al rebaño que os está sometido, como nuestro Señor se hizo ejemplo en todas las cosas, El, que hizo a las familias como ovejas (S 106,41). Apiadaos del rebaño que se os confió, y recordad el dicho del Apóstol: No retrocedí, para no dejar de anunciaros la voluntad de Dios (Hch 20,20); y también: No dejé de exhortar a cada uno y de enseñar públicamente (cf. Hch 20,31; Hch 20,20). Mirad cuánta compasión y misericordia había en el hombre de Dios, que no solo se preocupaba por las iglesias, sino que estaba enfermo con los enfermos y compartía los sufrimientos de todos (cf. 2 Cor 11,28-29). Evitemos que alguno sufra escándalo por nuestra negligencia, y caiga. No olvidemos las palabras del Señor Salvador, que dice en el Evangelio: Padre, no perdí a ninguno de los que me diste (Jn 18,9). No despreciemos a nadie, no sea que alguno perezca por nuestra dureza. Si alguno muere por nuestra culpa, nuestra alma lleva el crimen de la que murió. Esto nos lo inculcaba sin descanso nuestro Padre (cf. Pachom. Praec. et Inst. 13; p.57), y amonestaba a que no realicemos nosotros aquella palabra: Cada cual oprime a su prójimo (cf. Cele 16,28), y también: Si entre vosotros os mordéis y devoráis, cuidad de no aniquilaros unos a otros (Gal 5,15). Por lo que se ve claramente que el que cuida del alma ajena, es guardián de la suya propia.
También vosotros, segundos de los monasterios, mostraos los primeros en las virtudes. Que ninguno perezca por culpa vuestra. No caigáis en el oprobio del que comió y bebió con los ebrios, y no dio el alimento a sus consiervos en el momento oportuno; vendrá el Señor en el día en que no se lo espera, en la hora que ignora, lo separar y lo pondrá aparte, con los hipócritas, donde habrá llantos y gemidos (Mt 24, 49-51). Que no caiga sobre nosotros semejante castigo, sino que, cuando llegue el momento del reposo, merezcamos oír: Servidor bueno y fiel, porque fuiste honesto en lo poco, te pondré a cargo de mucho; entra en la alegría de tu Señor (Mt 25, 21, 23).
Vosotros también, prepósitos de cada una de las casas, estad preparados para responder a todos los que os piden razón de vuestra fe (1 Pe 3,15). Amonestad a los indisciplinados, consolad a los tímidos, sostened a los débiles, sed pacientes con todos (I Tes 5,14). Escuchad al Apóstol que dice: Padres, no provoquéis vuestros hijos a la ira, sino educadlos en la disciplina y la enseñanza que vienen del Señor (Ef 6,4). Sabed que a quienes se ha dado más, más se les pide; y a quien se le ha confiado más, se le exige más (Lc 12,48). No penséis tanto en lo que os conviene a vosotros, sino en lo que conviene a los demás (cf. 1 Cor 10,33). Para que no se realice en vosotros la Escritura que dice: Porque buscáis cada cual lo útil para su casa, el cielo contendrá su rocío y la tierra no dar fruto (Ag 1,9-10), porque dirigisteis contra mí vuestras palabras. En otra parte dice: Porque no lo hicisteis para uno de estos pequeños, y tampoco lo hicisteis para mí (Mt 25,45).
Lo digo de nuevo, y no dejaré de repetirlo: Cuidaos de amar a unos y odiar a otros (cf. supra 9). No apoyéis a éste y olvidéis a aquél, para que vuestro trabajo no sea hallado inútil, y todo vuestro esfuerzo perezca. Cuidad, no suceda que, al salir de este cuerpo, liberados del torbellino del mundo presente, cuando os creíais llegados al puerto de la tranquilidad, os acontezca el naufragio de la injusticia, y seáis medidos con la medida que habíais medido (Mt 7,2; Mc 4,24; Lc 6,38) por aquél que no hace acepción de personas al dar su juicio (cf. 1 Pe 1,17; Deut 10,17; etc.). Si en las casas se hubiera cometido una falta mortal o un hecho torpe por negligencia de los prepósitos, el prepósito ser considerado reo de ese crimen, además de los propios. Todo esto nos lo solía enseñar nuestro Padre, de santa memoria (cf. Pachom. Praec. et Inst. 13; p.57; 17; p.58).
Los superiores son pastores del rebaño.
Por eso, guarde cada uno el rebaño que le ha sido confiado con toda cautela y solicitud. Imiten a los pastores de que habla el Evangelio, a los cuales no encontró dormidos sino despiertos el ángel de Dios que les anunció la venida del Salvador (cf. Lc 2,8). Este, por su parte, dice: El buen pastor da su vida por las ovejas; el que es mercenario, y no es el pastor, el dueño de las ovejas, ve venir al lobo y huye, abandonando el rebaño. El lobo las ataca y las devora, porque es un mercenario, y no le importan las ovejas (Jn 10,11-13). El Evangelio de Lucas dice de los buenos pastores: Estaban despiertos, velando durante la noche, atendiendo a su rebaño. El ángel del Señor se les apareció y los rodeó la gloria de Dios, y tuvieron miedo. El ángel les dijo: No temáis. Os anuncio una gran alegría, que lo ser para todo el pueblo: hoy ha nacido un Salvador, que es el Señor, el Ungido, en la ciudad de David. Y la señal de que tal cosa ha sucedido ser que veréis un niño, envuelto en pañales y reclinado en un pesebre (Lc 2,8-12). ¿Acaso eran ellos los únicos que estaban apacentando las ovejas en ese momento y seguían a su rebaño por los desiertos? Pero eran los únicos solícitos, y no hacían caso del sueño de la noche, que es una necesidad natural, por miedo de los lobos que estaban en asecho. Por ello merecieron oír los primeros lo que había sucedido cerca de donde se encontraban, mientras Jerusalén dormida lo ignoraba. Es por eso que David dice: No dormir el que custodia a Israel (S 120,4). Del mismo modo, estad vosotros en vela con temor y temblor, obrando vuestra salvación (Fil 2,12), y sabiendo que el Señor del Universo, de quien todos los hombres recibirón lo que les corresponde según sus obras (2 Cor 5,10), se apareció después de la Resurrección solamente a los apóstoles, y dijo al primero de ellos, Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Respondió: Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: “Apacienta mis ovejas”. Después le dijo nuevamente: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis ovejas (Jn 21,15-16). Por tercera vez le mandó que apacentara las ovejas, y con ello nos ordenó a todos nosotros que ejerciéramos este oficio, para que, apacentando con diligencia las ovejas del Señor, recibiéramos en el día de su visita, por nuestro trabajo y vigilancia, lo que nos prometió en el Evangelio, cuando dijo Padre, deseo que donde yo estoy, ellos estén conmigo (Jn 17,24), y otra vez dijo: Donde estoy yo, allí estar mi servidor (Jn 12,26). Pensemos en las promesas y en el premio, realicemos con fe nuestro trabajo, marchando como lo hizo el mismo Señor, que es quien prometió los premios.
Obediencia de los segundos de los monasterios.
Vosotros que sois los segundos de las casas, practicad la humildad y la modestia, y considerad las órdenes de los mayores como la norma de la vida común, para que, al conservarlas, salvéis vuestras almas y seáis semejantes al que dijo: Mi alma está siempre en mis manos (S 118,109). Glorifique el hijo a su padre, y os alegraréis en vuestros frutos: porque sin obras (cf. Stgo 2,24) y frutos nadie gozar de la compañía del Señor. Cuando tengáis frutos en el Señor, tendréis a Él como heredero y coheredero (cf. Rom 8,17).
Obediencia de los hermanos.
También vosotros, hermanos todos, que estáis sometidos en el orden de la espontánea servidumbre, llevad ceñidas vuestras espaldas y tened lámparas encendidas en las manos, como los servidores que esperan a su señor cuando llega de las bodas; para abrirle sin demora cuando llama. Felices aquellos servidores cuyo señor los encuentra despiertos a su llegada (Lc 12,35-37). Así ser para vosotros, si el prolongado esfuerzo no produce en vosotros el cansancio: seréis invitados al banquete celestial y os servirán los ángeles. Estas son las promesas que aguardan a los que cumplen los mandamientos de Dios, estos son los premios futuros. Alegraos en el Señor, nuevamente os digo, alegraos (Fil 4,4). Estad sometidos a los padres con toda obediencia (cf. 1 Pe 2,13), sin murmuración ni variedad de pensamientos, alcanzando la simplicidad del alma para obrar bien (Rom 13,5), para que, llenos de las virtudes y del temor de Dios, seáis dignos de su adopción (cf. Rom 8,23; Gal 4,5). Tomad el escudo de la fe, para rechazar con él las flechas ardientes del diablo, y empuñad la espada del espíritu, que es la palabra de Dios (Ef 6,16-17). Sed prudentes como serpientes y simples como palomas (Mt 10,16). Escuchad a Pablo que dice: Hijos, obedeced a vuestros padres (Col 3,20), y alcanzad la salvación de vuestras almas por aquellos que han sido puestos sobre vosotros. En otro lugar está escrito: Someteos a vuestros jefes, porque ellos velan por vuestras almas, y dan cuenta de vosotros (Heb 13,17). Temed siempre aquello de que habla el mismo Pablo: Sois el templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita en vosotros. Si alguien viola el templo de Dios, Dios lo perder (1 Cor 3,16-17). En otro lugar dice: No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el que habéis sido marcados en el día de la redención por el justo juicio de Dios (Ef 4,30).
La castidad.
Conservad la pureza de vuestro cuerpo, para que seáis un jardín cerrado, una fuente sellada (Cant 4,12). Pues el que nació de Dios, no peca: su descendencia permanece con El. El mismo Juan dice: Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y vencisteis al Maligno (1 Jn 2,14). Cuando vosotros también hayáis vencido al enemigo, contando con la ayuda de Dios, él os dirá: Los sacaré del infierno y los librar de la muerte. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? (Os 13,14; 1 Cor 15,55). Si devoramos a la muerte, la vencemos, y nos ser dicho: No los dominar la muerte (Rom 6,9), pues la muerte, con la cual hemos muerto una vez al pecado, ha muerto en nosotros, y viviremos para siempre con la vida, con la que vivimos en Cristo (cf. Rom 5,12; 1 Cor 15,22). Pues el que muere según la carne, ser justificado de pecado (Rom 6,7). No vivamos ya para satisfacer los deseos de los hombres, pasemos más bien lo que nos resta de vida realizando la voluntad de Dios (1 Pe 4,2). Los que teméis al Señor, armaos con la castidad, para merecer oír aquello: Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu (Rom 8,9). Sabed que a los perfectos se les da lo que es perfecto, y a los inútiles lo que es inútil, según la palabra del Evangelio: Al que tiene se le dará más, y tendrá en abundancia; al que no tiene se le quitará hasta lo que creía tener (Mt 25,29; Lc 8,18). Imitemos a las vírgenes prudentes, que merecieron llegar hasta la cámara del esposo, porque tenían en sus recipientes y en sus lámparas el aceite de las obras buenas. Por ello, las vírgenes necias encontraron cerradas la puerta de la cámara nupcial, porque no habían querido preparar el aceite antes de las bodas (cf. Mt 25,4-12). Estas cosas les sucedían a ellos en figura, pues fueron escritas para nuestra enseñanza (1 Cor 10,11), para que evitemos las cosas vetustas y guardemos los mandatos del Sabio, quien dice: Hijo, si tu corazón fuera prudente, me alegrarías; mis labios repetirían tus palabras, si ellas fueran rectas (Prov. 23,15-16). Y también: No envidies a los pecadores, esfuérzate más bien por permanecer en el temor de Dios (Prov. 23,17), y observa perseverantemente el culto de Dios (cf. Num 3,7).
La renuncia al mundo.
Vigilemos con mayor atención y tengamos presente la grande gracia que el Señor nos hizo por medio de nuestro padre Pacomio, cuando renunciamos al mundo (cf. Pachom. Praec. 49; p.25), y (si así hiciéramos) consideraríamos a las preocupaciones del mundo y el cuidado de las cosas seculares como una nada. ¿Acaso nos queda ocasión de tener algo propio, una soga o la correa del calzado, cuando tenemos prepósitos que se ocupan de nosotros con temor y temblor, tanto de la comida (cf. Pachom. Praec. 38; p.22; 41; p.23; 43; p.24; 53; p. 28) como del vestido (cf. Pachom. Praec. 42; p.23; 81; p. 37), y en la enfermedad del cuerpo, si aconteciera, (cf. Pachom. Praec. 40; p.23; 105; p.42), para que temamos y perdamos por culpa de la carne la ganancia del alma? Somos libres, hemos sacudido el yugo de la servidumbre del mundo, ¿por qué queremos volver a nuestro vómito (cf. Prov. 26,11) y tener algo de qué preocuparnos y que temamos perder? ¿Para qué usar capas superfluas (cf. Pachom. Praec. 81; p. 37) o (tener) comidas más finas (cf. Pachom. Praec. et Inst. 18; p. 61), o un lecho mejor (cf. Pachom. Praec. 87; p. 38)? Todo ha sido preparado en común, y no hay nada más duro que la cruz de Cristo. Viviendo de acuerdo a ella nuestros padres nos edificaron sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, y en la disciplina de los evangelios, que está contenida en la piedra angular que es el Señor Jesucristo (cf. Ef 2,20), siguiendo a quien descendimos de la elevación que conduce a la muerte hasta la humildad que da la vida, cambiando las riquezas por la pobreza y las delicias por un alimento simple[5].
Os conjuro que no olvidéis el propósito que habéis hecho. Consideremos el legado de nuestro Padre como una escala que conduce al reino celestial (cf. Gen 28,12). No deseéis ahora lo que antes abandonasteis. Nos basta tener lo que es suficiente para un hombre: dos hábitos y además uno usado, una capa de tela, dos capuchas, un cinturón de tela, sandalias, una piel y un bastón (cf. Pachom. Praec. 81; p. 37). Si a alguien se le confía un ministerio y un servicio en el monasterio, y se aprovecha de ello, considérese como crimen y sacrilegio: por cualquier cosa que separe y se conceda a sí mismo, despreciando a los que no tienen nada y son ricos en una pobreza feliz, porque no sólo perece él, sino que provoca a los demás a la muerte (con su ejemplo). Los que doblaron su frente y agradaron a Dios con humildad y compunción, gimiendo y llorando, cuando salgan de este cuerpo, serán llevados a la compañía de los santos Patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, de los profetas y apóstoles, y gozarán de una digna consolación, como la que tuvo Lázaro en el seno de Abraham (cf. Lc 16,23). En cambio, los que vivieron en los cenobios y sacaron algo de los bienes comunes en provecho propio, ¡pobres de ellos cuando salgan de este cuerpo! Pues se les dirá: Acordaos que recibisteis los bienes en vida (Lc 16,25), mientras los hermanos se esforzaban en ayunos y en la continencia, y en el trabajo perseverante. Vedlos pues a ellos en el gozo y en la alegría, como que dejaron la vida presente para adquirir la futura; vosotros, en cambio, os encontráis en la estrechez y los tormentos, porque no quisisteis oír las palabras del Evangelio (cf. Mt 19,21; Lc 12,33; 18,22), y despreciasteis lo que dice Isaías: Mis servidores comerán, vosotros pasaréis hambre; mis servidores beberán, vosotros tendréis sed; mis servidores se alegrarán, vosotros gritaréis a causa del dolor de vuestro corazón y por las angustias de vuestra alma aullaréis (Is 65,13-14). Oísteis las promesas de las Escrituras, y no quisisteis recibir la disciplina (cf. Prov. 19,20).
Igualdad y caridad entre los hermanos.
Por ello, hermanos, seamos todos iguales, desde el menor hasta el mayor, tanto el rico como el pobre. Seamos perfectos en la humildad, para que pueda decirse de nosotros: El rico no tuvo en abundancia ni el pobre pasó necesidad (cf. II Cor 8,15). Ninguno provea a sus propias delicias, si ve a un hermano en la pobreza y la angustia (cf. 1 Jn 3,17; Deut 15,7), para que no se le reproche: ¿Acaso no os creó el mismo Dios? ¿No tenéis acaso el mismo padre? ¿Por qué abandonasteis cada cual a su hermano, olvidando la herencia que os dejaron vuestros padres? Judá está abandonada, pero en Israel se ha cometido la abominación (Mal 2,10-11). Por eso, obrad según lo que el Señor y Salvador mandó a los apóstoles, cuando dijo: Os doy un nuevo mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado; y en esto se conocer que sois verdaderamente mis discípulos (Jn 13,34-35). Debemos amarnos unos a otros y mostrar que somos en verdad servidores del Señor Jesucristo e hijos de Pacomio y discípulos de los cenobios.
La corrección de los hermanos.
Si el prepósito de una casa reprende a uno de los hermanos que le están sujetos, enseñándole con temor de Dios y deseando corregirlo de su error, y otro hermano desea intervenir por él y defenderlo (cf. Pachom. Praec. atque Iud. 16; p. 69), revolucionando su espíritu; el que así obra, peca contra su alma, pues alborota al que hubiera podido corregirse, y echa por tierra al que estaba por levantarse; engaña con una mala seguridad al que tendía a algo mejor, y al hacer esto, erra él y hace errar a los demás. A éste se le aplica aquel dicho: Pobre del que hace beber a su prójimo una bebida turbia y revuelta para embriagarlo (Hab 2,15) ¡Hay del que hace errar a un ciego en el camino! (Deut 27,18). El que escandalizare a uno de estos que creen en Dios, más le valiera a él atarse una piedra de molino al cuello y echarse al mar (Mt 18,6). Todo esto, porque hizo caer al que se estaba levantando, e hizo ensoberbecerse al que estaba por obedecer, y llevó a la amargura al que hubiera podido marchar en la dulzura de la caridad. Porque corrompió con sus malos consejos al que estaba sometido a las leyes del monasterio; e hizo que odiara y se entristeciera contra el que le enseñaba la disciplina del Señor (cf. Pachom. Praec. ac Leges 14; p 74), sembrando luchas entre los hermanos (cf. Pachom. Praec. atque Iud. 10; p. 67) y discordias, sin temer lo que está escrito: ¿Quién eres tú para juzgar al servidor ajeno? Es para su señor que permanece de pie o cae. Quedar de pie, pues el Señor es poderoso para sostenerlo (Rom 14,4). Ten en cuenta lo que está escrito: Es poderoso el Señor para sostenerlo, pero no es poderoso el que olvida las palabras del Señor.
Evitemos con sumo cuidado volver el espíritu de alguno contra su maestro y doctor. Recordemos la Escritura, que dice: Libra tu corazón de toda maldad para ser salvo (Jer 4,14); y no sembremos en nuestros corazones la soberbia y la contumacia, en lugar de la obediencia. El que teme al Señor, si ve errar y caer a su hermano, debe mostrarle las cosas santas y el camino recto, para que, progresando con toda pureza y temor de Dios, cumpla la palabra de Salomón: Libra a los que son llevados a la muerte y no ceses de librar de la perdición (Prov. 24,11). No digas: No lo conozco. Pues debes saber que el Señor conoce los corazones de todos (Lc 16,15; Hch 15,8; etc.) Judas dice en su Carta: Salvad a unos del fuego y alzadlos con respeto, aún la túnica manchada por su carne (Jud 23). Temamos ese vestido y revistamos más bien, la armadura de Dios, para resistir contra las insidias del diablo. No luchamos contra la carne y la sangre, sino contra los jefes y las fuerzas, contra los espíritus de las tinieblas y del aire (Ef 6,11-12).
La pobreza.
Especialmente debemos precavernos que nadie mande u ordene algo en otra casa o en la celda de otro, y obre contra la disciplina del monasterio (cf. Pachom. Praec. 98; p. 40; 113; p. 43; Praec. ac Leges 7; p. 72). El que obra así no es de entre los hermanos, sino un mercenario y advenedizo, y no debe comer la Pascua del Señor entre los santificados, pues se ha convertido en piedra de escándalo en el monasterio y puede decirse de él: Arrojad las piedras de mi camino (Jer 50,26). Porque si no nos es permitido conservar nuestros hábitos hasta la tarde, cuando los hemos lavado y aun no se encuentran, secos, sino que los entregamos a nuestro prepósito, a quien hemos sido confiados, o al encargado del depósito, para que los lleve al lugar donde se guardan las ropas de todos, y la mañana siguiente nos son entregados para que los extendamos otra vez al sol; igualmente, cuando están secas no las guardamos nosotros, sino que las entregamos para ser guardadas en común, según lo mandaron los ancianos (cf. Pachom. Praec. 70; p. 34; Praec. ac Leges 15; p. 74[6]; (si en eso está prohibido ejercer acto alguno de propiedad) cuanto más, si lo que te parece que tienes en propiedad, lo encomiendas a otro o lo consideras tuyo, pecas contra la disciplina del monasterio (cf. Pachom. Praec. 113; p. 43) y no escuchas a Pablo, que te dice: Vosotros fuisteis llamados con libertad; pero no abuséis de esta libertad para provecho de la carne, sino servíos unos a otros con caridad (Gal 5,13). Y también: El Señor está cerca. No tengáis preocupación; perseverad más bien en la oración y en las súplicas (Fil 4,5-6). Sepa también aquel que recibe algo de otro y cree hacer obra buena regalándolo a su hermano, que peca contra su alma y contraviene las reglas del monasterio (cf. Pachom. Praec. 113; p. 43). Necio, tu alma se halla a cargo del prepósito, ¿y el que cuida de tu alma y de tu cuerpo sería indigno de conservar lo que perece? Amemos la justicia para ser salvos. Leemos en efecto: Reciben la misericordia los que obran la verdad (cf. S 84,11).
También debéis observar lo siguiente: que ninguno diga en su interior, engañado por un necio pensamiento o, lo que es peor, apresado por las redes del diablo: Cuando muera, donaré a los hermanos lo que posea entonces. ¡Eres el más necio de los hombres! ¿Dónde hallaste escrito que podías obrar así? ¿No es más bien lo contrario: como que todos los santos y servidores de Dios dejaron de una vez el peso del mundo? ¿No llevaron, en los Hechos de los Apóstoles, todo lo que poseían a los pies de los Apóstoles (cf. Hch 4,34)? ¿Cómo podrías revestir cuando mueras el hábito de justicia (cf. Is 61,10) que no mereciste llevar en vida? ¿Cómo olvidaste lo que está escrito: Lo que el hombre ha sembrado, eso recoger (cf. Gal 6,8) y: Cada uno recibir según sus obras (Mt 16,27; Rom 2,6); y otra vez: Yo el Señor, que escudriño los corazones y pruebo el interior, para dar a cada cual según su conducta y según sus obras (Jer 17,10)? Mientras estás en esta vida y en este cuerpo, ¿por qué no escuchas lo que dice David: Atesora, y no sabe para quién lo guarda (S 38,7)? Y también la palabra del Evangelio que reprende al rico avaro: Esta noche te pedirán, ¿para quién ser lo que has reunido (Lc 12,20)? Y también: En aquel día perecer n todos sus pensamientos (S 145,4). ¿Por qué no quieres oír la exhortación del Señor: Ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres; toma tu cruz y sígueme (Mt 19,21; cf. 16,24; Mc 10,21; Lc 18,24)? El joven, al escuchar estas palabras, se volvió atrás; no era recto su corazón y por ello no pudo abandonar las riquezas. Sin embargo, tenía el deseo de la vida perfecta, como lo atestigua la Escritura (cf. Mc 10,21), y el esplendor de sus virtudes merecía la alabanza, pero las riquezas lo detenían en su carrera, y no podía oír la enseñanza del Salvador pues aun pensaba en las delicias del mundo. Por eso dice el Salvador: Es difícil para los ricos entrar en el reino de los cielos (Mt 19,23; Mc 10,23; Lc 18,24); y también: Nadie puede servir a dos señores: o despreciar a uno y amar al otro, u obedecer a uno y desobedecer al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (Mt 6,24; Lc 16,13). Los fariseos, que eran avaros, oían esto y se burlaban (cf. Lc 16,14). Evitemos caer en su incredulidad; no nos burlemos de los que nos provocan. Renunciemos al mundo, para seguir con perfección al perfecto Jesús. Aquellos, cuyas almas están poseídas por la avaricia, creen que esta pobreza es algo inútil. Es gran ganancia la vida piadosa con los bienes necesarios. No trajimos nada al mundo, no podemos llevar nada de él; teniendo con qué comer y con qué cubrirnos, estamos contentos. Los que quieren enriquecerse caen en la tentación y en la trampa, en muchas concupiscencias vanas y nocivas, y los hombres salen de allí para precipitarse en la muerte y la perdición. La raíz de todos los males es la avaricia (1 Tim 6,6-10).
La comunidad monástica es la viña del Señor, que no ha de ser profanada.
Hasta hoy increpa Elías a Israel diciendo: ¿Hasta cuándo estaréis rengos? Si es Dios, seguidlo (III Re 18,21); y a nosotros dice: Si los que nuestro Padre nos transmitió son mandamientos de Dios, siguiendo a los cuales podremos llegar al reino celestial, cumplámoslos con todo ardor. En cambio, si seguimos nuestros pensamientos y nuestra alma tiende hacia otra cosa, ¿por qué no confesar simplemente el error, y mostrar que somos tales que nos da vergüenza que nos vean? No sea que digan de nosotros: ¿Por qué manchasteis mi santuario (Lev 21,12; Ez 22,25; 23,38)? y: Los expulsaré de mi casa (Os 9,15). Pues las comunidades de monjes son en verdad la casa de Dios y la viña de los santos, según está escrito: Salomón se hizo una viña en el lugar llamado Beelamon, y la encomendó a los guardianes. Cada uno trae mil monedas de plata por sus frutos. Mi viña está ante mis ojos: mil monedas para Salomón y doscientas para los que custodian su fruto (Cant 8,11-12). No sea que nos expulsen por haberla manchado, como leemos en el Evangelio que fueron expulsados los que vendían bueyes y ovejas, cuando el Señor y Salvador, al entrar en el templo, hizo un látigo y expulsó a los cambistas y volteó las mesas y bancos de los vendedores, y a los que vendían palomas, dijo: Quitad estas cosas de aquí, y no hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio (Jn 2,14-16). Est escrito: Mi casa ser llamada casa de oración, para todos los pueblos; pero vosotros hicisteis de ella una cueva de ladrones (Mc 11,15). Y en otro lugar: Por culpa vuestra mi Nombre es blasfemado en las naciones (Is 52,5; Rom 2,24).
No provocar la ira divina con malas obras.
Os ruego, hermanos, que no se pueda decir también de nosotros: Uno pasa hambre mientras otro está ebrio. ¿Acaso no tenéis vuestras casas para comer y beber? ¿Por qué despreciáis la asamblea de Dios y confundís a los que no tienen (1 Cor 11,21-22)? A ellos dice: Si alguien tiene hambre, que coma en su casa, para no ser condenado (1 Cor 11,34). No haya en vuestra casa voz extranjera, ni se aplique a ella con verdad aquello: Las obras de Egipto no desecharon (Ez 20,8). Y también: No obedecieron mis preceptos y mancharon mis sábados; por eso, cuando me invoquen, no los escucharé (Ez 20,13). No perseveremos en la dureza de corazón ni provoquemos a Dios a la ira (Lam 3,42), para que se haga nuestro enemigo y diga: Yo les daré preceptos errados y leyes para que no puedan salvarse (Ez 20,25), porque comieron el fruto de la mentira (Os 10,13) y adoraron lo que es obra de sus manos (Is 2,8), y su tierra está llena de adivinos como la tierra de los paganos (cf. IV Re 17,17).
Fidelidad a la vocación monástica.
Después de haber renunciado al mundo e iniciado el seguimiento del estandarte de la cruz, no volvamos a lo anterior ni busquemos el descanso en esta vida, imitando a Efraín, que dijo: Me he enriquecido y encontré el reposo; para no recibir la respuesta que él mereció escuchar: todos sus trabajos no ser n tenidos en cuenta, a causa de las iniquidades que cometió (Os 12,8). Y para que tampoco se cumpla en nosotros aquello: ¿Comenzasteis con el espíritu y termináis ahora con la carne? ¿Para qué sufristeis tanto, sin motivo? (Gal 3,3-4). Ni se diga entre nosotros aquella palabra: La ley se alejó del sacerdote y el consejo de los ancianos; las manos del pueblo se debilitaron (Ez 7, 26-27). Los ancianos del pueblo callaron, los elegidos dejaron de cantar salmos (Lam 5,14). Ni se agregue: Por culpa vuestra mi nombre es blasfemado entre los pueblos (Is 52,5; Rom 2,24). No llegue el olvido y descuidemos al mediador de Dios y de los santos, por haber despreciado las enseñanzas de nuestro Padre.
¿Qué fruto, o qué señal de los mandamientos de Dios encontrar n en nosotros, o cómo cumpliremos con la profesión que hemos abrazado? ¿Acaso lo hemos dejado todo para estar sometidos a la avaricia? Se dice: ¿De dónde las guerras y las luchas? (Stgo 4,1). ¿No vienen acaso de la avaricia? Porque cada cual busca su utilidad y no la del prójimo. Nos increpa por ello Ezequiel, con palabra profética: Había negociantes entre los tuyos (cf. Ez 27,36). El hijo deshonra al padre (Miq 7,6), y el padre reprocha al hijo. ¿Qué responderemos en el día del juicio? ¿Qué presentaremos en nuestra defensa, cuando llegue el fin de los tiempos? Todo esto ha sucedido porque los sacerdotes aplaudieron con sus manos, y el pueblo gustó de ello (Jer 5,31). Porque el pueblo es como es el sacerdote. Por eso le daré, dice, según sus caminos, y le devolveré sus pensamientos (Os 4,9).
No digo estas cosas de todos vosotros, sino de los que desprecian las órdenes de los ancianos; mejor les hubiera sido ignorar el camino de la salvación que, habiéndolo conocido, apartarse de la santa ley que les fue dada (2 Pe 2,21). De esta clase de hombres escribió afligido Jeremías: Mis ojos derramaron lágrimas, mis entrañas se conmovieron, cayó mi hígado por tierra, al ver la aflicción de la hija de mi pueblo; cuando los niños y los lactantes desfallecían en las plazas de la ciudad. Decían sus madres: ¿Dónde está el trigo y el vino? Y desfallecían en las plazas como si estuvieran heridos; derramaban su alma en el pecho de sus madres (Lam 2,11-12). Sabemos que Dios no se complace en la fortaleza del caballo ni en las piernas del hombre (S 146, 10).
Invitación a la conversión.
Volvamos, pues, a nuestro Señor, para que cuando oremos nos escuche, El, que cada día nos exhorta para que nos dediquemos a El y lo conozcamos (cf. S 45,11). Y en otra parte dice: Volved a mí y yo volveré a vosotros (Mal 3,7). Y también: Volved a mí, hijos alejados, y yo os gobernaré (Jer 3,14). Y también Ezequiel protesta, diciendo ¿Por qué mueres, casa de Israel (Ez 18,31)? No quiero que muera el pecador, sino que vuelva de su mal camino y viva (Ez 33,11). El Señor, clementísimo principio de toda bondad, nos dice y atestigua: Venid a mí, todos los afligidos y dolientes, y yo os confortaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el descanso para vuestras almas (Mt 11,28-29). Consideremos cómo la bondad de Dios nos conduce a la penitencia (Rom 2,4) y los santos nos llaman a la salvación. No endurezcamos nuestro corazón, no atesoremos para nosotros la indignación en el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, que dar a cada cual de acuerdo a sus obras (cf. Rom 2,5-6). Volvamos de todo corazón hacia el Señor, recordando las palabras de Moisés: Si te vuelves al Señor de todo corazón, El purificar tu alma y a tu descendencia (Deut 30,2-6).
Esforcémonos como buenos soldados de Cristo (cf. 2 Tim 2,3) y observemos lo que está escrito: Ninguno que milita para Dios se implica en los asuntos de esta vida, para poder agradar a aquél para quien milita. Si uno lucha en el estadio no es premiado si no luchó como debía. Al agricultor que trabaja corresponde participar, el primero, de los frutos (2 Tim 2,4-6). Est escrito: Los pueblos iban, cada cual por su camino (Miq 4,5). Pero nosotros seremos engrandecidos en el Nombre del Señor nuestro Dios. Ellos tropezaron y cayeron, nosotros nos levantamos y estamos erguidos (S 19,8-9).
El que camina de día no tropieza; el que camina de noche tropieza pues no hay luz en él (Jn 11,9-10). Nosotros, como dijo el Apóstol, no somos hijos de la perdición, sino de la fe, para salvar el alma (Heb 10,39). Y en otro lugar dice: Todos vosotros sois hijos de la luz, hijos del día; no somos hijos de la noche ni de las tinieblas (1 Tes 5,5). Si somos hijos de la luz, debemos saber cuáles son las (obras) de la luz, y dar frutos de luz con obras buenas: pues lo que se manifiesta es luz. Si volvemos al Señor de todo corazón, abundaremos en toda obra buena. Si somos vencidos por los deseos de la carne, golpearemos contra la pared en pleno día, como si fuera de noche (cf. Job 5, 14), y no encontraremos el camino de la ciudad en que habitamos, por lo que se dice: El alma de los hambrientos y sedientos desfalleció en ellos mismos (cf. S 106,4-5), porque menospreciaron la ley que les dio Dios, y no escucharon a los profetas, y por eso no pudieron llegar al reposo prometido (cf. Heb 3,18-19).
Velemos y estemos atentos; si no perdonó a las ramas naturales, tampoco nos perdonar a nosotros (cf. Rom 11,21). No se dice esto de todos, sino de los negligentes, a quienes con justicia se aplica esta expresión: Hay de ellos, porque se alejaron de mí (Os 7,13). Es claro que obraron contra mí; se alejaron de mí, fuente de agua viva, y se hicieron pozos que no retienen el agua (Jer 2,13). Ya que no escucharon a sus jueces, oigan al Señor que dice: Puse guardianes sobre vosotros, escuchad la trompeta. Y dijeron: No escucharemos (Jer 6,17).
¿De dónde viene esa incredulidad? ¿No viene acaso de que han conocido a los extranjeros y no los combatieron? El Espíritu Santo dice en otro lugar, por boca del profeta: Yo soy el Señor, tu Dios; yo hice el cielo y la tierra, mis manos formaron las milicias celestiales, y a éstas no te las mostré, para que no fueras en pos de ellas (Os 13,4 – LXX). Lo mismo mandó por Moisés, diciendo: Cuando mires al cielo y veas el sol, la luna y las estrellas, y todo el adorno del cielo, no lo adores engañado por el error (Deut 4,19). Yo soy Dios, el que te sacó de Egipto, y no conoces otro Dios más que a mí. Nadie puede salvar, sino yo; yo te alimenté en la soledad, en el desierto. Y se saturaron y sus corazones se alzaron contra mí. Por ello me olvidaron (Os 13,4-6), y los enviaré dispersos entre los pueblos (Jer 34,17).
Oyendo esto despertemos del pesado sueño, y mostrémonos dignos del servicio del Señor, para que se apiade y nos diga: Invocadme y yo os escucharé (Is 58, 9). El mismo dice: El que dispersó a Israel, lo volver a reunir (Jer 31,10), y en otro lugar dice: No obraré según mi ira, ni dejaré que desaparezca Efraín (Os 11,9), y otra vez: No os castigaré para siempre, ni estaré perpetuamente enojado. Saldrá de mí el espíritu, hice todo lo que él me inspira (Is 57,16). En el mismo lugar agrega y dice: Les di una consolación verdadera, paz sobre paz, a los que estaban lejos y a los que estaban cerca. Y el Señor dijo: Los sanaré (Is 57,18-19). Para que conozcamos plenamente su misericordia, Jeremías nos enseña diciendo: Aunque el cielo se elevara a lo alto, y la tierra se humillara hacia abajo, no reprobaré al pueblo de Israel por sus pecados (Jer 31,37).
Con que, si el Señor y Salvador tiene tanta clemencia, para excitarnos a la salvación, convirtamos nuestro corazón a Él; porque es hora de despertar del sueño. Pasó la noche y se acerca el día, dejemos las obras de las tinieblas y revistamos las armas de la luz; marchemos honestamente, como durante el día, (Rom 13,11-13). Hijitos míos, amemos primeramente a Dios, con todo el corazón, después amémonos unos a otros (cf. Mt 22,37-39; Mc 12,30-31; Lc 10,27); recordando los preceptos del Dios y Salvador, que dice: Os doy mi paz, os dejo mi paz; no como la da el mundo, así la doy (Jn 14,27). De estos dos mandamientos parten la ley y los profetas (Mt 12,40).
No recibir nada de afuera.
Si uno vive en el monasterio bajo su prepósito, y no le falta nada de lo que está permitido tener en el monasterio, y tiene a su padre, a su hermano, a un amigo muy querido, no ha de recibir absolutamente nada de estos: ni túnica, ni capa, ni cualquier otra cosa. Pero si se comprueba que le falta alguna de las cosas que están mandadas, la culpa y el castigo recaigan sobre el prepósito (cf. Pachom. Praec. 81; p. 37).
Los superiores sean solícitos.
Vosotros, que sois cabezas de los monasterios, si veis que hay quienes tienen necesidad de alguna cosa y pasan angustia por ello, no los descuidéis (cf. Pachom. Praec. 24; p. 19; 41; p. 23; 42; p. 23), sabiendo que habréis de dar razón de todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os mandó vigilar, y apacentar a la Iglesia de Dios que Jesucristo adquirió con su sangre (Hch 20,28). Por eso, nosotros, que somos más fuertes, debemos soportar la debilidad de los más desvalidos, y no complacernos a nosotros mismos, sino al prójimo, para su bien y su edificación. Pues Cristo no se complació a sí mismo, sino que, como está escrito: Las burlas de los que te insultaban cayeron sobre mí (Rom 15, 1-3; S 68,10), y otra vez: No busco lo que me conviene, sino lo que conviene a todos, para que se salven (1 Cor 10,33).
Soportar la necesidad y la dureza de la vida.
Pero si nuestro Señor y Salvador así mandó, y los santos obraron de este modo, y lo mismo nos enseñaron nuestros padres, levantémonos finalmente del sueño y cumplamos lo que se nos ha mandado. Todo lo que ha sido escrito lo fue para nuestra instrucción, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos la esperanza (Rom 15,4). Que ninguno de nosotros sea causa de error para otro, ni envidiemos a los que prosperan en sus caminos (cf. S 36,7). Porque cuando hayan conseguido todo lo que precisan según la carne, nada podrán llevar consigo cuando mueran. Los hijos de este siglo tienen confianza en él, porque son del mundo y el mundo ama lo suyo. Pero los que son hijos de Dios recuerdan aquellas palabras del Evangelio: Si el mundo os odia, sabed que primero me odió a mí (Jn 15,18), y otra vez: El que quiera ser amigo de este mundo, se enemistar con Dios (cf. Stgo 4,4). Y también: Sufriréis, pero tened confianza, porque yo vencí al mundo (Jn 16,33). Y otra vez dice: Felices los que lloran, porque serán consolados; felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán llenos (Mt 5,5-6). Felices los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10). ¿Qué dice en cambio de los hijos de la noche? ¿No dice acaso: Pobres de vosotros, los ricos, porque ya recibisteis vuestro consuelo; pobres de vosotros, los que ahora estáis en la abundancia, porque tendréis hambre, los que ahora reís, porque entonces lloraréis y gemiréis (Lc 6,24-25)?
Evitemos entonces la amistad del mundo, para merecer oír aquello: En la noche había llanto, y por la mañana alegría (S 29,6). Oyó el Señor, y tuvo misericordia de mí (S 29,11). Rompiste mi saco (de penitencia) y me rodeaste de alegría (S 29,12). Pues, ¿qué santo no pasó por este mundo en la pena y la tristeza? Jeremías dice: No me senté con los que se burlaban, sino que temía tu rostro. Estaba sentado solo, porque estaba lleno de amargura (Jer 15,17). David escribe: Me humillaba, como uno que está triste y compungido (S 34,14). Nosotros, siguiendo sus huellas, comprendemos que hallaremos nuestra salvación en el tiempo de la tribulación (cf. Is 33,2), y que se cumplir la promesa del profeta: No ser n abandonados los que están angustiados, sino por un tiempo (Is 8,22). Si la tribulación ha de durar un tiempo, y no es eterna, sembremos con lágrimas para cosechar con alegría (cf. S 125,5), sin desanimarnos, pues sabemos que el Señor libera a los suyos de la prueba (2 Pe 2,9).
Confianza en Dios.
El Señor es nuestro padre, el Señor es nuestro jefe, nuestra cabeza, nuestro rey. El Señor mismo nos salvar (Is 33,22). Si olvidamos sus mandamientos, permaneceremos en la angustia, pues Él dice: Los que me siguen poseer n la tierra y heredar n sobre la santa montaña (Is 57,13). También nosotros lo poseeremos si cumplimos su ley y oímos lo que dice: Purificad vuestros caminos ante mí (Is 57,14). Y otra vez: Quitad los obstáculos del camino de mi pueblo (Is 57,14). Y en otro lugar: Quitad de en medio al intrigante y se ir con él la discusión (Prov. 22,10). El que llama pecador al justo y el que considera justo al que no lo es, ambos son impuros ante Dios (Prov. 17,15). Estemos en guardia, no sea que se diga también de nosotros: Sus hijos se hicieron extraños (cf. 1 Mac 6,24), y las hijas de Sión se enorgullecieron, se pasearon con el cuello erguido y la soberbia en los ojos, con pasos cortos y luciendo alhajas en los pies (Is 3,16). Y se nos aplique otra vez, para castigo nuestro, la palabra del profeta: ¿Cómo es que se ha prostituido Sión, la ciudad fiel, llena de justicia, en la cual moraba la justicia y ahora anidan en ella los ladrones (Is 1,21)? y: El pueblo que conocía la verdad, se unía con una meretriz: y esto se te tendrá en cuenta, Israel (Os 4,14s). Si meditamos las cosas divinas podremos decir lo mismo que dijo David: Me alegraré con tus palabras, como el que haya mucho botín (S 118,162), y: Qué dulces son tus palabras para mi paladar, más que la miel y el panal lo son para mi boca (S 118,103. Tus justicias cantaba yo en el lugar de mi peregrinación (S 118, 54), y en otro lugar dice: No puse ante mis ojos propósitos inicuos, odié a los que obraban la maldad. Y: No se unió a mí ninguno de corazón malo; a los malos, que se alejaban de mí, desconocía; perseguía al que murmuraba en lo oculto contra su prójimo; no me sentaba con los soberbios y avaros. Mis ojos se posaban sobre los fieles, para hacerlos sentar conmigo (S 100,3-6).
No imitemos las obras de todos ellos, para que la paz y la justicia reinen en nuestros días, y no nos suceda lo que leemos en otro lugar: Brotar n espinas y yerbas sobre la tierra de mi pueblo (Is 32,13). Renovemos más bien los brotes, y no sembremos sobre espinas (cf. Mt 13,22; Mc 4,18). Y al custodiar lo que nos fue mandado, haremos manifiesto que amamos a Dios, como atestigua en otro lugar la Escritura: El que oye mis mandamientos y los pone en práctica, ese me ama; el que me ama, es amado por mi padre, y yo lo amaré, y yo y mi Padre vendremos y habitaremos en él, y me mostraré a él (Jn 14,21-23). Y: Vosotros seréis mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15,14). Llevemos con nosotros estas palabras y convirtámonos al Señor nuestro Dios, y digámosle: Puedes perdonar los pecados para que recibamos los bienes y entreguemos el fruto de nuestros labios (Os 14,3) y se alegre nuestra alma (cf. S 34,9).
Llamado a la penitencia. Promesa de restauración.
Ojal nos dolieran nuestro error y nuestra negligencia, y vueltos a los principios dijéramos: Asiria no nos salvará, no subiremos a los caballos ni diremos: nuestros dioses son obra de nuestras manos. Dios, que está en ti, se apiadará del pueblo: sanaré sus moradas (Os 14,4). Y dice también de nosotros: Los amaré en forma visible, y alejaré mi ira de ellos. Seré como el rocío: Israel florecerá como el lirio y echará raíces como el cedro. Crecerán sus ramas y serán como un olivo fértil, y su olor, como el del incienso. Volverán, y permanecerá cada cual en su tienda, y vivirán y serán saciados con el trigo. Florecerá como la vid su recuerdo, Efraín será como el olor de incienso. ¿Qué hubo entre él y los ídolos? Yo lo humillé, yo lo fortaleceré. Soy como un enebro frondoso, en mí encontró su fruto. ¿Quién es sabio y comprende estas cosas (Os 14,5-10)? Ojalá nosotros también podamos dar su fruto, sin el cual no se puede hacer ninguna obra buena (cf. Jn 15,5).
Volvamos al Señor, para que pueda decir de nosotros: No recordaré ya más sus pecados y sus iniquidades (Is 43,25). No abandonemos la ley de Dios, que nuestro Padre recibió para dárnosla a nosotros; no demos poca importancia a sus mandamientos, para que no se entone sobre nosotros esta lamentación: ¿Cómo se oscureció el oro y se pervirtió la plata, y están tirados como piedras en donde se dividen los caminos (Lam 4,1)? Ni después de los muchos esfuerzos que hizo nuestro Padre por nosotros, dándonos ejemplo de virtud y gloriándose en nosotros, diciendo entre los santos: Estos son mis hijos y mi pueblo, y no me negarán. Después de este testimonio no perdamos la confianza de la buena conciencia, dejando el hábito que nos legó, ni puestos en el estadio para competir según lo mandado, seamos vencidos por nuestros enemigos (cf. 2 Tim 2,5). Cuando lleguemos al tiempo en que hemos de salir de este cuerpo, no nos enemistemos con nuestro Padre sirviendo a las riquezas (cf. Mt 6,19-20; Lc 12,33-34), de modo que los que debemos conseguir la libertad del espíritu con los ayunos y aflicción del cuerpo, nos entreguemos a la carne y a las delicias, a los trajes preciosos (cf. Pachom. Praec. et Inst. 18; p. 58-61) y a los lechos mullidos (cf. Liber Ors. 21), de manera que no sólo perezcamos nosotros, sino que llevemos a la ruina a los demás que pudieron haber aprovechado de nuestro ejemplo, según está escrito: No recibisteis el espíritu de servidumbre en el temor (Rom 8,15), sino de fortaleza, caridad y castidad (2 Tim 1,7). Y: El alimento no nos recomienda ante Dios; si comemos, no por eso estamos en la abundancia, si no comemos, no nos falta (1 Cor 8,8). Pues el reino de Dios no está en la comida y la bebida, sino que es justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo. El que sirve a Cristo en esto, agrada a Dios y es probado entre los hombres (Rom 14,17-18). Isaías dice: Los que esperan al Señor renovarán su fuerza, tomarán alas como el águila, correrán y no se cansarán, avanzarán y no sufrirán hambre (Is 40,31). Por ello se alzará una señal entre los pueblos, y congregará a los prófugos de Israel. Sabed que llegarán velozmente, no pasarán hambre ni dormirán; no dormirán ni desatarán la correa de su cintura, ni se romperán las correas de su calzado. Sus lanzas son agudas y los arcos están tensos, sus pies son duros como la piedra fortísima, las ruedas de sus carros son como la tempestad; harán estruendo como leones, y serán como cachorros de león (Is 5,26-29).
Ejemplo de Pacomio.
Seamos, pues, imitadores de los santos, y no olvidemos la enseñanza que nos inculcó nuestro Padre mientras se encontraba entre los hombres. No apaguemos la lámpara encendida que puso sobre nuestras cabezas (cf. Lc 8,16). Marchando según esa luz en la vida presente, recordemos que por su esfuerzo Dios nos recibir en su familia (cf. Rom 8,16): dando hospitalidad a los peregrinos (cf. Mt 25,35), mostrando el puerto de la salvación a los que se hallan en las tempestades del mar, dando pan en los tiempos de hambre (cf. Mt 25,35), proporcionando sombra en el calor (cf. Is 25,4), vestido en la desnudez (cf. Mt 25,35); (Pacomio) enseñó a los ignorantes los preceptos espirituales, rodeó de castidad a los que se habían entregado a los vicios, unió a sí a los que estaban alejados. No olvidemos después de su muerte tanta bondad, y los beneficios inmortales recibidos, haciendo que el juicio se vuelva furor y amargura el fruto de la justicia; y se diga contra nosotros: Juzgad entre yo y mi viña; esperé que hiciera fruto e hizo iniquidad; y no obró la justicia, sino que produjo el clamor (Is 5,3-4 y 7). No caiga sobre nosotros la maldición que profiere el profeta, la cual debemos evitar con todo nuestro esfuerzo, imitando a los que nos precedieron en el Señor, nuestros padres y hermanos, que dejaron el mundo y progresaron sin ofender a Dios y ahora gozan de su heredad. La cual temo que perdamos por nuestra desidia, y se nos aplique aquella expresión del profeta que dijo de Efraín: Se compra el aceite en Egipto (Os 12,1). Se mezclaron con los pueblos extranjeros y aprendieron sus costumbres (S 105,35). Fuimos llamados a la libertad (cf. G l 5,13), y congregados en un solo pueblo de Dios desde lugares diversos, según está escrito: Tomaré a uno del pueblo y a dos de la familia, y los haré entrar en Sión, y os daré pastores según mi deseo, para que os gobiernen con disciplina (Jer 3,14-15). No desatemos los lazos del amor, para que no pueda decirse de nosotros: El hijo glorifica al Padre y el servidor a su amo. Si yo soy el padre ¿dónde está mi gloria? ¿Si yo soy el amo dónde está el temor (Mal 1,6)?
Súplicas al Señor.
Clame por eso al Señor nuestro corazón: Las murallas de Sión derraman lágrimas día y noche. No descanses, ni dejes que callen las pupilas de tus ojos. Levántate y entona alabanzas durante la noche, al comienzo de la vigilia; derrama tu corazón como si fuera agua, en la presencia del Señor. Levanta tus manos hasta Él por las almas de tus pequeños que perecieron (Lam 2,18-19). No se diga contra nosotros aquello: Lloró y se corrompió la tierra; lloraron las alturas de la tierra, y la tierra obró mal a causa de los que habitaban en ella, pues abandonaron la ley y modificaron mis mandamientos, que son un testamento eterno. La maldición devorar a la tierra; sus habitantes pecaron y quedaron pocos hombres (Is 24,4-6). No lloren nuestro vino y la viña, y giman todos los que antes se alegraban (cf. Is 24,7). No se diga de nosotros: En su casa enloquecieron, se corrompieron como el día de la montaña (Os 9,8-9); Ni tampoco aquello: Vosotros sois el botín (Jer 37,17) y: Acordasteis un pacto con el infierno y un contrato con la muerte (Is 28,25). Evitando pues estas palabras, creemos más bien que en el tiempo oportuno nacer una estrella de Jacob y surgir el hombre de Israel, el cual derribará a los príncipes de Moab y devastará a los hijos de Set (Num 24,17). Para que no haya en la casa de Israel el aguijón de la furia y la espina del dolor (Ez 28,24), porque el Señor se eligió a Jacob para sí, como por su parte, Israel le tocó en heredad (Deut 32,9), y en otro lugar Jeremías dice: Si en mi presencia cesare esta ley, también dejará de ser el pueblo de Israel (Jer 31,36), y otra vez: Daré sufrimientos a los justos y haré una alianza eterna con ellos, y los pueblos conocerán a sus descendientes. Todo el que lo viere sabrá que estos son los benditos de Dios, y que han de gozar de la alegría del Señor (Is 61,8-10).
Llamado a la vigilancia.
También nosotros escudriñemos nuestros caminos y nuestros pasos, y sigamos al olor de la sabiduría, llevando siempre en nuestros corazones sus palabras (cf. S 118,11) para permanecer puros en el camino y marchar en la ley del Señor (cf. S 118,1). No nos asuste la fragilidad del cuerpo y el esfuerzo prolongado. ¿Dónde están nuestros padres y los profetas? ¿Acaso no viven eternamente, según está escrito: Recibid mis palabras y mis leyes, que mandé con mi espíritu a mis servidores los profetas, que vivieron con vuestros padres (Zac 1,5-6)? Escuchemos la inefable clemencia de nuestro Dios, quien hasta hoy nos exhorta a la penitencia (cf. Rom 2,4), diciendo: ¿Acaso el que cae no se levantará? ¿O no volver el que se aleja? ¿Por qué se rebela mi pueblo? Consiguieron lo que querían en sus delicias y no quisieron volver (Jer 8,4-5). Si volviéramos a El nos fortalecería con su espíritu, como está escrito: Edifica el Señor a Jerusalén, congrega a los dispersos de Israel (S 146,2).
Realizar la comunidad en la caridad.
El Apóstol nos enseñó que nuestra sociedad y comunión, en la cual estamos unidos, es de Dios, al decirnos: No olvidéis las buenas obras y la comunidad de bienes; pues tales ofrendas agradan a Dios (Heb 13,16). Y también leemos en los Hechos de los Apóstoles: La multitud de los creyentes era un solo corazón y una sola alma, y nadie decía propio a nada, sino que todo era común. Y los apóstoles daban, con gran fortaleza, testimonio de la resurrección del Señor Jesús (Hch 4,32-33). El salmista concuerda con estas palabras cuando dice: ¡Qué bueno y agradable es que los hermanos habiten juntos (S 132,1)! También nosotros, que vivimos en los cenobios y estamos unidos en la caridad mutua, esforcémonos para que, así como merecimos tener la compañía de los santos padres en esta vida, seamos también en la futura compañeros suyos; sabiendo que la cruz de nuestra vida es el principio de la sabiduría, y que hemos de padecer con Cristo (cf. Rom 8,17), y sepamos que sin tribulaciones y angustias nadie consigue la victoria (cf. Hch 14,22). Feliz el varón que sufre la prueba, pues una vez probado recibir el premio de la vida (Stgo 1,12). Y también: Se esforzó en el mundo y vivir eternamente (S 48,9-10). Si padecemos con Él, seremos glorificados con Él. Y el Apóstol dice: Considero que los sufrimientos de este tiempo no son comparables con la gloria futura, que se revelará en nosotros (Rom 8,17-18). Y en otro lugar está escrito: Creí que ya conocía esto, pero tengo aun el esfuerzo por delante (S 72,16), y otra vez: Yo no sufrí al seguirte, ni tuve en cuenta el parecer de los hombres (Jer 17,16). Y en otro lugar dice: Muchos son los padecimientos de los santos, y de todos ellos los librará el Señor (S 33,20). Y nuestro Señor dice en el Evangelio: El que perseverare hasta el fin se salvará (Mt 10,22), y en otro lugar: Este es el libro de los mandamientos y ley escrita para siempre. Todos los que la observen, vivirán; los que la desechen, morirán. Vuelve, Jacob, y abrázala; marcha en el esplendor de su luz, y no des tu gloria a otro, ni lo que es tuyo a las gentes extranjeras.
¡Somos felices, Israel, porque lo que agrada a nuestro Dios está en nosotros! Confía, pueblo mío, memorial de Israel (Bar 4,1-5). E Isaías dice otra vez: Alégrate, Israel, festejad este día, todos los que lo amáis. Alegraos los que confiáis en él, para que bebáis y os llenéis de su consolación (Is 66,10-11).
Recordar la Palabra de Dios.
Preocupémonos por mantener lo leído y aprendido en las Escrituras, y perseveremos en su meditación[7], según está escrito: El hombre será saciado con el fruto de su boca (Prov. 13,2) y se le dará el premio de su trabajo (Sab 10,17). Esto es lo que nos conduce a la vida eterna, lo que nos legó nuestro Padre, ordenándonos que lo meditáramos incesantemente (cf. Pachom. Praec. 3; p. 14; 11; p. 16; 28; p. 20; etc.). Para que se cumpla en nosotros lo que está escrito: Estas palabras que hoy te mando estarán en tu corazón y en tu alma, las enseñarás a tus hijos, y las dirás cuando estés en tu casa, caminando por la calle, al acostarte y al levantarte. Las escribirás como una señal en tu mano, y estarán perpetuamente ante tus ojos. Las escribirás en las vigas de tu casa y sobre las puertas (Deut 11,18s), para que aprendas a temer al Señor todos los días de tu vida (Deut 4,10). Salomón quiso expresar lo mismo cuando dijo: Escribe estas cosas en tu corazón (Prov. 3,3).
Aprovechar los años de la juventud.
Considerad con cuántos testimonios nos exhorta el Señor a la meditación de las santas Escrituras, para que lo que repetimos con la boca lo poseamos con la fe. Se sentará solo y callará, porque llevará sobre sí el yugo (Lam 3,27-28); ofrecerá la mejilla al que lo golpea, estará lleno de oprobios, pero el Señor no lo rechazará para siempre (Lam 3,30-31). En otro lugar está escrito: Recordé la piedad de tu infancia (Jer 2,2), y también: Alégrate, joven, en tu adolescencia, y exulte tu corazón en los días de tu juventud; marcha por los caminos de tu corazón sin mancharte, en mi presencia, y sabrás que por todas estas cosas el Señor te lleva al juicio. Aleja el enojo de tu corazón y la malicia de tu carne, porque la indolencia y la necedad son vanidades (Ecle 11,9-10). Acuérdate de tu creador, en los días de tu adolescencia, antes que vengan los días malos y lleguen los años en los cuales dirás: No los amo; y se obscurezcan el sol y la luz, la luna y las estrellas; y que vuelvan las nubes después de la lluvia; en el día en que tiemblan los guardianes de la casa, se doblan vencidos los hombres vigorosos; cuando las mujeres dejan de moler, porque declina la luz de las ventanas, y está cerrada la puerta sobre la calle; cuando cesa el ruido del molino, cuando calla la voz del pájaro y cuando terminan las canciones, cuando se teme la subida y hay miedo en el camino. Pero el almendro sigue en flor, y la langosta está repleta y el arbusto da su fruto, mientras el hombre se va a su morada eterna. Los que lloran se acercan por la calle; antes que el hilo de plata se corte, que la lámpara de oro se quiebre, que la jarra se rompa en la fuente, que la polea sobre el pozo se corte; y que el polvo vuelva a la tierra como vino, y el espíritu vaya a Dios que lo ha dado (Ecle 12,1-7). También está escrito en el Evangelio: Amigos, ¿Tenéis pesca? Echad la red a la derecha de la nave y recogeréis (Jn 21,5-6), y otra vez: Todos los niños y los jóvenes, que desconocen el bien y el mal, entrarán en la buena tierra (Deut 1,39). Y otra vez: Todo varón primogénito será consagrado al Señor (Lc 2,23), y en el Evangelio: El niño crecía y adelantaba en la presencia de Dios y de los hombres (Lc 2,52; cf. 1 Sam 2,26). También Josué, el segundo de Moisés, era joven, y no salía de la tienda de Dios (Ex 33,11). Sobre David hallamos escrito lo siguiente: Era un joven rubio, de ojos agradables (1 Sam 16,12). Timoteo, todavía niño y adolescente, conocía las sagradas Letras, para llegar por su medio a la fe del Señor y Salvador (cf. 2 Tim 3,15), y sabemos de Daniel que había sido instruido, por ello se le llama varón de deseos (cf. Dan 9,23; 10,11-19). José era muy amado por su padre, porque lo obedecía, y a los 17 años consideraba sus mandatos como la ley de su vida (cf. Gen 37,2-3.14).
Admonición final.
He reproducido todo esto para que, considerando las vidas de los santos, no seamos llevado de aquí para allá por la variedad de doctrinas (cf. Ef 4,14); sino que nos esforcemos y tengamos a su vida como ejemplo y propósito de nuestra vida, para ser el pueblo elegido de Dios (cf. Deut 7,6; 14,2; 26,18). No contristemos al Espíritu Santo, en el que hemos sido marcados en el día de nuestra redención (cf. Ef 4,30). No lo extingamos en nosotros, no despreciemos las profecías (cf. 1 Tes 5,19-20): no sea que impidamos habitar en nosotros al Espíritu Santo que lo desea. No temamos a nadie, sino tan solo a Dios, que es vengador y juez de todas las acciones, y es santo con los santos e inofensivo con los inocentes (cf. S 17,26), y dice: Amo a los que me aman, y los que me buscan encontrarán la alegría (Prov. 8,17). En otro lugar dice: Si vinierais contra mí, los malos, yo iré contra vosotros, malamente (Lev 26,23-24).
Al leer estos argumentos, sembremos en nosotros la justicia, para recoger el fruto de la vida. Iluminémonos con la luz de la sabiduría, porque es tiempo ya de conocer a Dios, hasta que llegue a nosotros el fruto de la justicia. Este es el tiempo propicio, el día de la salvación (2 Cor 6,2), y es verdad lo que está escrito: La perfección de la ley es el amor (Rom 13,10). Juan dice lo mismo: Recibimos del Padre este mandamiento: que nos amemos unos a otros (cf 2 Jn 5), y: El que ama a Dios, ama a su prójimo (1 Jn 4,21). No como Caín, que era del Maligno, y mató a su hermano. ¿Por qué lo mató? Porque sus obras eran malas y las de su hermano buenas. No nos admiremos, hermanos, si el mundo nos odia: Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos (1 Jn 3, 12-14). Así que amémonos mutuamente.
Os hablaré todavía con más audacia, hijos amadísimos, pues el Señor me confió el rebaño que es vuestra profesión y vuestra comunidad. No cesé de enseñaros con lágrimas y de exhortaros (cf. Hch 20,21) a cada uno, para que agradéis a Dios. No os oculté nada de lo que me pareció útil para vosotros, pues os dije: Os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, pues Él puede edificaros y daros la herencia con los santos (Hch 20,32). Estad atentos, esforzaos con toda solercia y cuidado para no olvidar vuestro propósito; sino que cumplid lo que sabéis que habéis prometido. Yo llego a mi fin, se acerca el tiempo de mi partida[8]; luché la buena lucha, finalicé la carrera, conservé la fe. Sólo me queda ahora por recibir la corona de justicia, que el Señor, justo juez, me dar en el último día, no solo a mí, sino a todos los que amaron su justicia (2 Tim 4,6-8) y cumplieron los mandamientos del Padre. Aquí concluyo, escuchad todo lo que he dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos. Pues así es el hombre: La totalidad de sus obras llevar Dios al juicio, en presencia de todos, sean buenas, sean malas (Ecle 12,13-14).
[1] Es una característica del “Liber Orsiesii” el reclamarse de las enseñanzas de san Pacomio y sus discípulos inmediatos. Este mismo respeto por el Padre y los ancianos se advierte en los demás textos. Para G1, Teodoro es un auténtico hijo de Pacomio (FESTUGIERE, p. 230; ib. p. 244). La decadencia de la Congregación comenzó a medida que fallecían los monjes ancianos y los jóvenes, que no habían conocido a Pacomio, ocupaban puestos de responsabilidad (FESTUGIERE, p. 241; ib. p. 227).
[2] Estas letras designan a las personas a las que Orsisio quiere referirse, pero sin mencionar sus nombres. Podrían entenderse también como aquel lenguaje secreto que Pacomio había formado con letras, y en el cual se escribía con los superiores de los monasterios (FESTUGIERE, p. 212 y p. 213, nota; ejemplos en BOON; Pachomiana Latina, p. 93: Las cartas de S. Pacomio).
[3]“Opus Dei”, la obra de Dios, significa aquí la vida monástica en su conjunto.
[4] Según G1, Orsisio recomendaba a los hermanos que “observaran las reglas que había redactado, Abba Pacomio mientras vivía, para la constitución del cenobio, así como los preceptos de los superiores, jefes de casas y segundos de los monasterios” (FESTUGIERE, pp. 226-227).
[5]Se expresa así la naturaleza de la vida monástica, con sobriedad de definición: la vida monástica está fundada en Jesucristo, piedra angular, y es vivida a la imitación y semejanza de los apóstoles y profetas; consiste en abandonar la elevación mundana y tomar la humildad y la mortificación.
[6] Estas reglas se hallan igualmente expresadas en las Vidas; p. ej. G1: FESTIGIERE, p. 190-191; cf. ib. p. 218: “El abad Pacomio estaba, él mismo, sometido al jefe de la casa; se mostraba más humilde que todos… Si guardaba sus túnicas de piel en la celda, lo hacía con el permiso del superior”. P. 222: Un hermano llevó a Pacomio, que estaba enfermo, una buena manta, liviana. Al advertir Pacomio que la calidad de ésta era superior a las corrientes que usaban los hermanos, dijo: “Quítala. No debo distinguirme de los hermanos en nada”.
[7] Sobre la importancia de la lectura y la meditación, ver la nota 33 de la Introducción.
[8] Esta frase permite concluir que el “Liber Orsiesii” fue escrito -o mejor dicho, dictado- en los últimos momentos del anciano sucesor de Pacomio