Santa Ángela de Foligno

Por: Isaac Vázquez, OFM | Fuente: Año Cristiano (2002)

Viuda (+ 1309)

Ángela vino al mundo a mediados del siglo XIII, probablemente hacia el año 1249. La posteridad quiso inmortalizar con su nombre el de la bella ciudad que la vio nacer y que sesenta años después, en 1309, había de ser también el lugar de su sepultura. Si bien es cierto que los santos, ya en vida, son más moradores del cielo que de la tierra, no pueden, sin embargo, al igual que todos los mortales, sacudir del todo el lastre que los hace hijos de su tiempo y de su ambiente. La época en que vivió la Santa Angela presenta rasgos singulares, ricos en contrastes, como acontece siempre en toda época de transición.

Las grandes ideas características de la Edad Media brillan ya en la mitad del siglo XIII con luces de atardecer. Todos los sucesos de la sociedad de entonces nos hacen pensar en el ocaso, diríamos con Huizinga, en el otoño del medievo. La unidad de la «república christiana», que naciera del consorcio del sacerdocio y del imperio, quedaba gravemente lesionada y prácticamente destruida con Federico II, en lucha constante con el papado. Al lado del imperio pululaban en Alemania las ciudades libres, y en Italia los comunes, que luchaban unas veces contra la Iglesia en favor del emperador, y otras contra éste aliados con la Iglesia, según fuera su distintivo de gibelinos o güelfos. La fe operante y entusiasta que tantos cruzados empujara hacia el Oriente languidecía con el postrer suspiro de San Luis; mientras las grandes síntesis escolásticas, expresión a la vez de la unidad y universalidad medievales, estaban perdiendo a sus geniales forjadores Alejandro de Hales, Santo Tomás y San Buenaventura. En 1308, un año antes que la Santa Ángela, muere Juan Duns Escoto, último gran escolástico. Pero entre las sombras crepusculares del medievo, se dibujan ya las luces del Renacimiento, con distintos cánones y nuevas ideas, que el Dante presiente y saluda en su Vita nuova. El geocentrismo, antropocentrismo e individualismo de la nueva era que nace, suplantan al teocentrismo y universalismo de la Edad Media que fenece. El pujante nacionalismo deshace en jirones la vieja túnica del Imperio. El Petrarca, tenido por muchos como el primer hombre moderno, canta las bellezas de su patria italiana y se inspira en la naturaleza y en el paisaje.

Ángela tuvo que vivir, pues, en una época fronteriza. Y en el drama de su vida, pecadora en un principio, santa después, no es difícil descubrir las huellas del ambiente en que se movió. De elevada posición, poseía riquezas, castillos, joyas y fincas. Se casó en temprana edad, y tuvo varios hijos. Tanto en sus años juveniles, como después en su estado de esposa y de madre, apuró pródiga la copa de los placeres que el mundo le brindaba. Ella misma confesará más tarde una y muchas veces sus graves desvarios. Sin que nos veamos precisados a creer al pie de la letra la exactitud de estas confesiones, fruto más del arrepentimiento que de la verdad objetiva, no se pueden descartar tampoco los hechos que, por otra parte, están en conformidad con las circunstancias históricas que los rodean. En efecto, la cuna de Angela fue mecida por aires nada saturados de clericalismo. Foligno, ciudad obstinadamente ligada al emperador, estaba siempre dispuesta a ponerse en pie de guerra contra cualquier pretensión del Papa. Pero la suerte de las armas muchas veces le era adversa, y uno de aquellos años sufrió una aplastante e ignominiosa derrota por parte de las fuerzas pontificias de Asís y de Perusa. ¿Quién duda que entre la distinguida estirpe de Angela no se encontrarían entonces rabiosos gibelinos, para quienes los nombres de curas, papas y frailes venían resultando sinónimos de declarados enemigos políticos? Nos dirá Angela más tarde que en su madre encontraba gran obstáculo para la conversión.

Pero la gracia de Dios iba obrando en lo profundo de su alma. Las circunstancias han cambiado con el tiempo. Es hacia el año 1285. Foligno es ahora una ciudad subdita del Papa y protegida por él. Angela anda en sus treinta y cinco. Sus pecados de la juventud comienzan a producirle cierto escozor en la conciencia. Le llega también la prueba. En breve tiempo pierde a su madre, a su marido y a sus hijos. Huérfana de sus seres queridos, comienza a practicar la religión, pero en un principio sin apartarse del todo del pecado. Por eso hace comuniones sacrilegas, por no confesar sinceramente sus pecados. Es la hora de los confusos sentimientos; la lucha entre el espíritu y el cuerpo. Se halla sin luz, como Saulo en el camino de Damasco.

Pero allí cerca estaba Asís. «Oriente diré, que no Asís», cantó el Dante. El ejemplo de Francisco continuaba ascinando a muchas almas desde hacía casi un siglo. Para Ángela constituyó también un faro en esta noche oscura del espíritu. Un día en que se encontraba atormentada por remordimientos de conciencia, pidió a San Francisco que le sacara de aquellas torturas. Poco después entró en la iglesia de San Feliciano, donde predicaba a la sazón un religioso franciscano; se sintió tan conmovida que al bajar el predicador, se postró ante su confesionario, y, con grande compunción, hizo confesión general de toda su vida, quedando muy consolada.

El fraile se llamaba Arnaldo, cuya vida, al igual que la de nuestra Santa, no ha podido ser hasta ahora suficientemente estudiada, por falta de datos. Parece ser, sin embargo, que pertenecía a la comunidad de Asís, y que en la Orden seguía la corriente de los llamados «Espirituales», grupo que hicieron célebre, entre otros, los nombres de Pedro Juan Olivi, Ángel Clareno, Hubertino de Cásale y el mismo Juan de Parma, general que fue de toda la Orden. Lo que sí sabemos ciertamente de fray Arnaldo es que, a partir de la conversión de Ángela, pasó a ser su confesor, su director y su confidente espiritual. Gracias a sus ruegos y a su pluma de amanuense, la posteridad puede saborear la Autobiografía de la Santa Ángela, conocida también con el nombre de Memorial de fray Arnaldo, verdadero tesoro de teología espiritual; donde se encierran las inefables experiencias místicas de esta alma, desde su conversión, en 1285, hasta el año 1296, en que se consuman sus admirables ascensiones hasta la contemplación del misterio de la Santísima Trinidad.

Pasman los prodigios que la divina gracia, en tan breve tiempo, ha obrado en esta alma privilegiada. Su trato íntimo con la divinidad, sus éxtasis escalofriantes, los secretos celestiales que en ellos se le confiaban, son más para admirados que para descritos. L. Lecléve no duda en afirmar que Angela de Foligno, por el crecido número de sus visiones, solamente admite parangón con Teresa de Ávila; y a ambas llama reinas de la teología mística.

Nuestra pobre fraseología humana resulta inadecuada para captar los misteriosos coloquios entre Ángela y la divinidad. La misma Santa sufría y se lamentaba, porque después de escuchar la lectura de lo que acababa de dictar a fray Arnaldo, le parecía que allí no se contenían más que blasfemias y burlas. Así son de mezquinos nuestros conceptos humanos cuando se los quiere hacer pasar por vehículos de realidades divinas.

Si estas dificultades encuentran los santos para exteriorizar sus propias experiencias, ¿qué pasará cuando los hombres se afanan por querer clasificarlas y analizarlas desde afuera y a distancia? Dejemos a los santos saborear dulcemente las inefables dulzuras nacidas del contacto íntimo con la divinidad. Las flores de la vida mística crecen, como las estrellas alpinas, en las cumbres de las altas montañas, y no a todos es dado llegar a esas alturas para disfrutar de su aroma. Unos habrán de contentarse con acampar muy cerca de la cima; otros, a la mitad; algunos, tal vez los más, apenas si habrán caminado unos pasos hacia la cúspide de la montaña. Pero lo que sí es cierto es que todos deben intentar subir la cuesta de la montaña espiritual; diríase, con otras palabras, que todos están llamados a ejercitarse en la vida ascética, mediante la práctica de la perfección, rastreando los senderos, a veces tortuosos y empinados, que conducen a las recónditas alturas de la mística. En efecto, estas dos vías, ascética y mística, no se desenvuelven a manera de dos paralelas, sino que constituyen, en el pensamiento de la Santa Ángela, las dos mitades, inicial y terminal respectivamente, de una misma vida espiritual. Así, pues, si no todos los cristianos podrán tocar con sus manos el término de esa línea ascendente, todos, sin embargo, están obligados a no desistir de lanzarse a la carrera espiritual. «Y que nadie se excuse —les advierte la Santa— con que no tiene ni puede hallar la divina gracia, pues Dios, que es liberalísimo, con mano igualmente pródiga la da a todos cuantos la buscan y desean».

Cosas admirables sobre la perfección ha dejado escritas la Santa Angela. En dieciocho etapas va describiendo, en el primer capítulo de su autobiografía, el laborioso producto de su conversión, desde que comenzó a sentir la gravedad de sus pecados y el miedo de condenarse hasta el momento en que al oír hablar de Dios se sentía presa de tal estremecimiento de amor, que aun cuando alguien suspendiera sobre su cabeza una espada, no podía evitar los movimientos. A la Santa Angela se le atribuyen, además de la Autobiografía de fray Arnaldo, unas exhortaciones, algunas epístolas y un testamento espiritual, que han merecido a su autora el ser considerada por algunos nada menos que como magistra theologorum. Sin ocultar el tono de exageración que el cariño de los discípulos ha puesto en este elogio hacia la madre espiritual, hay que reconocer que los discípulos de la Santa Ángela recogen lo mejor que de teología ascética habían escrito los grandes maestros de la escolástica; y colocada además providencialmente en los umbrales de una época nueva, logra transvasar a los odres del Renacimiento los vinos añejos de la espiritualidad del siglo XIII. Los aires renacentistas de acercamiento al hombre, a lo individual y concreto, la mueven a abrazar el pensamiento franciscano, que coloca a Cristo, Hombre-Dios, por centro de toda vida espiritual, ejemplar de todas las virtudes y única vía para caminar hacia la perfección. Empapada en el espíritu de San Francisco, a cuya Tercera Orden de Penitencia se incorporó desde los primeros días de su conversión, e inspirada en el pensamiento bonaventuriano, la Santa Ángela es la gran mística de la humanidad de Cristo. La imitación de Cristo-Hombre, mediante el ejercicio de las virtudes, es la meta de la ascética, así como la unión con Dios, por medio de Cristo, es la consumación y remate de la mística.

Pero la espiritualidad de nuestra Santa recibe modalidades nuevas, dentro de lo franciscano; pues mientras el cristocentrismo de la escuela franciscana, en general, se orienta hacia la encarnación, hay que reconocer que para la Santa Angela todo gira en torno a la cruz. La pasión y muerte de Cristo es la de mostración más grande de amor que el Hijo de Dios ha podido dar a los hombres. Cristo desde la cruz es el «libro de la vida», como lo llama ella, en el cual debe leer todo aquel que quiera encontrar a Dios. Era tal la devoción que sentía hacia la cruz que, si le cuadraba contemplar una estampa o un cuadro en que se representaba alguna escena de la pasión, se apoderaba de sus miembros la fiebre y caía enferma. Por eso la compañera procuraba esconderle las representaciones de la pasión, para que no las viese. Sus opúsculos fueron editados varias veces, en siglos pasados, con el título significativo de Theologia crucis. En la meditación de la pasión era donde conocía con más viveza la gravedad de sus pecados pasados, y los lloraba con mayor dolor. Aquí es donde se decide a tomar resoluciones que dan nuevo rumbo a su vida. «En esta contemplación de la cruz —refiere ella— ardía en tal fuego de amor y de compasión que, estando junto a la cruz, tomé el propósito de despojarme de todas las cosas, y me consagré enteramente a Cristo». La pobreza, la estricta pobreza de espíritu, era la contraseña que ella exigía para distinguir los verdaderos discípulos de Cristo. Muchos se profesan de palabra seguidores de Cristo; pero en realidad y de hecho abominan de Cristo y de su pobreza. En las páginas de sus opúsculos el amante de la historia podrá descubrir las inquietudes en torno a la pobreza de Cristo que convivieron los espirituales franciscanos y nuestra Santa de Foligno.

Junto a la cruz, la Santa Angela aprendió a ser la gran confidente del Sagrado Corazón de Jesús, muchos siglos antes que Santa Margarita María recibiera los divinos mensajes. «Un día en que yo contemplaba un crucifijo, fui de repente penetrada de un amor tan ardiente hacia el Sagrado Corazón de Jesús, que lo sentía en todos mis miembros. Produjo en mí ese sentimiento delicioso el ver que el Salvador abrazaba mi alma con sus dos brazos desclavados de la cruz. Parecióme también en la dulzura decible de aquel abrazo divino que mi alma entraba en el Corazón de Jesús». Otras veces se le aparecía el Sagrado Corazón para invitarla a que acercase los labios a su costado y bebiese de la sangre que de él manaba. Abrasada en esta hoguera de amor, nada tiene de extraño que se derritiese en ardientes deseos de padecer martirio por Cristo.

El amor que Cristo nos demostró en la cruz, se perpetúa a través de los siglos de una manera real en el sacramento de nuestros altares. La devoción a la eucaristía, tan característica de los tiempos modernos, tiene una eminente precursora en la Santa Ángela. Fueron muchas las visiones con que el Señor la recreó, en el momento de la consagración o durante la adoración de la sagrada hostia. Siete consideraciones dedica a la ponderación de los beneficios que en este sacramento se encierran. El cristiano debe acercarse con frecuencia a este sacramento, seguro de que, si medita en el grande amor que en él se contiene, sentirá inmediatamente transformada su alma en ese mismo divino amor. La Santa exhorta, sin embargo, a cada cristiano a que se haga, a modo de preparación, las siguientes consideraciones: ¿A quién se acerca? ¿Quién es el que se acerca? ¿En qué condiciones y por qué motivos se acerca?

Abrazada con Cristo en la Cruz, arrimada a su costado y confortada con el pan de vida, la Santa Ángela recibió la visita de la hermana muerte. Eran las últimas horas del día 4 de enero de 1309 cuando esta privilegiada mujer, rodeada de un gran coro de hijos espirituales, entregaba plácidamente su alma al redentor. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia del convento franciscano de Foligno. Sobre su sepulcro comenzó Dios a obrar enseguida muchos milagros. El papa Clemente XI aprobó el culto, que se le tributó constante, el día 30 de abril de 1707.

Fue beatificada por el Papa Inocencio XII en 1693, y canonizada por extensión de su culto litúrgico a la Iglesia universal (canonización equivalente o canonización extraordinaria) el 09 de octubre de 2013 por el Papa Francisco.

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