Por: José Luis Repetto Betes | Fuente: Año Cristiano (2002)
Presbítero (+ 1871]
La India es un inmenso país de tradiciones antiquísimas y cuyo sentido religioso es quizás el más acusado del mundo. Dos grandes y poderosas religiones surgen en su tierra: el hinduismo, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, aunque es posible establecer algunas conclusiones sobre su formación, y el budismo en el siglo vi a.C. El alma india no es discursiva sino contemplativa. Ve la presencia de la divinidad en todas las cosas y es capaz de adorar y alabar con una fina sensibilidad de devoción y entrega. Este ver la divinidad en todas las cosas llevó a los fieles indios a multiplicar las divinidades, formas todas materiales del único Brahma que está al fondo de todas las cosas. Buda, el joven príncipe indio que se preguntaba ansiosamente por el origen del dolor, fijó su mirada en el hombre y quiso trazar para él mediante el óctuplo mandamiento un sendero espiritual hacia la paz. Este medio ambiente tan religioso pero ya tan cuajado y conformado ¿era propicio a la recepción del cristianismo?
Una venerable tradición de los más antiguos cristianos indios quiere que fuera uno de los doce Apóstoles de Jesús, el llamado Mellizo, Santo Tomás, el que alcanzara en su predicación del evangelio las costas indias y dejara sembrada en Kerala la semilla de la fe cristiana. Más a la luz de la historia está el hecho de que los nestorianos en el siglo vil, en su continuo acercarse a las tierras de Asia para difundir el evangelio, lograran fundar una iglesia en las costas de Malabar. Los nestorianos habían seguido las rutas comerciales y por ello, tomando la que iba a China, fundaron comunidades cristianas florecientes en Asia central y en Mongolia, donde se contaron los fieles en más de sesenta millones, y bajando al sur llegaron a la India, donde igualmente establecieron una floreciente comunidad. Esta iglesia quedó naturalmente en comunión con el centro de la jerarquía nestoriana, con el católico de Seleucia-Ctesifonte, y estaba al margen de la comunión tanto de Roma como de Bizancio.
Fue a estos cristianos a los que encontraron los portugueses cuando en el siglo XVI se hicieron presentes en la India, y ellos mismos, los cristianos indios, se presentaron a los portugueses diciendo que eran cristianos de Santo Tomás.
Los portugueses procuraron la unión de estos cristianos con Roma, y el año 1599, muchos años, por tanto, después de la visita y actividad de San Francisco Javier en la India, esta cristiandad india en el sínodo de Diamper se unió a la Iglesia de Roma y se integró en la catolicidad. La unión trajo consigo un grado importante de latinización, lo que creó un malestar que terminó en la separación de dos grupos que rompieron la comunión eclesial. Pero el grueso siguió en la Iglesia Católica, con el nombre de Iglesia siro-malabar.
De padres pertenecientes a esta confesión religiosa católica nació en Kainakary (Kerala) el 8 de febrero de 1805 un niño al que en el bautismo impusieron sus padres el nombre de Ciríaco (Kuriakose). La familia Chavara era sinceramente cristiana, y la madre, María Torpil, se encargó con gran interés de la educación del niño. Ciríaco vivió sus primeros años a la sombra de la madre, rodeado de un gran amor. La madre lo llevaba cada mañana, en cuanto tuvo edad, al colegio de enseñanza primaria, donde obtuvo la certeza de que Ciríaco era un chico inteligente y de buenas dotes morales. Obediente y sencillo, amable y cariñoso, correspondía al amor de su madre y a la buena educación que le daban en el colegio. Su madre era devotísima de la Virgen María y a Ciríaco no se le olvidó jamás la confianza filial con que su madre la invocaba y cómo se levantaba de noche para hacer oración y rezarle a la Señora.
Ciríaco llegó a los diez años y un día alegra el corazón de su piadosa madre diciéndole que quiere ser sacerdote. Sin duda el ejemplo y la influencia de su párroco había influido en aquella decisión. El niño veía la piedad, austeridad y honda religiosidad del sacerdote y se sentía atraído por el ministerio sacerdotal.
Asistía a las misas, a los bautizos, al culto vespertino. La rica liturgia que practicaba el sacerdote con su honda piedad impregnaba el alma del chico de una salsa religiosa que le hacía desear compartir la vida del amado sacerdote. Comenzó a estudiar con él el latín, las lenguas orientales, la liturgia de la iglesia malabar en profundidad. Al cabo de un año su decisión se hizo madura y firme, y le llegó la hora de pasar a un seminario, donde se le formara de manera comunitaria para el sacerdocio. Ingresó en el seminario de Pallipuram. Aquí creció en edad y en sabiduría, imitando al Maestro, y conforme pasaban los años se consolidaba la opinión de los superiores de que el alumno Chavara iba a ser un buen sacerdote. Pero hubo un momento difícil en la carrera de Ciríaco. Y fue la muerte de sus padres, que dejaba al joven como cabeza de una familia de cuatro hermanas menores, necesitadas de su protección. Ciríaco, que se dirigía espiritualmente con un religioso carmelita descalzo, consultó con él qué debía hacer. Y el religioso, viendo la sólida vocación sacerdotal del joven, le aconsejó que no dejara el seminario sino que siguiera adelante y confiara para sus hermanas en la providencia de Dios. Así lo hizo Ciríaco, y Dios no le dejó en la estacada.
Llegado el tiempo recibió las órdenes previas, y cuando ya cursaba el último año del seminario fue ordenado diácono. Y entonces tuvo un día una llamada especial. Porque el P. Tomás Paladear, junto con otro sacerdote, el P. Tomás Porukara, rector del seminario, hablaron con él y le señalaron un proyecto que ellos tenían: fundar dentro de la iglesia malabar una congregación religiosa. Y le formularon la pregunta de si se contaba con él. La congregación religiosa no iba a ser de vida contemplativa sino activa, apostólica, aunque fuertemente enraizada en una intensísima vida interior. Además la congregación tendría un carácter eminentemente mariano, y se titularía de los Siervos de María Inmaculada. El corazón del joven diácono quedó fuertemente impactado. Comprendía la belleza de la vida religiosa, su necesidad en la iglesia malabar y la mucha utilidad pastoral que podría tener. Pero él era ya clérigo secular, estaba vinculado a su diócesis y estimaba que nada podía resolver si no era en la más fina comunión con su obispo. Y por ello acudió al prelado y le abrió su corazón.
El prelado tenía puestas fundadas esperanzas en Ciríaco, a quien veía ya como un futuro y estupendo formador de su seminario. No pensaba en modo alguno oponerse a la fundación de la congregación pero estimaba que Ciríaco debería corresponder a la diócesis, que lo había formado para sacerdote, con unos años de servicio diocesano. Cumplido este servicio, recibiría licencia del obispo para unirse a la fundación. Ciríaco estuvo de acuerdo en la racionalidad de lo que el obispo estimaba. Y se fijó la fecha de la ordenación sacerdotal.
El 29 de noviembre de 1829 Ciríaco, revestido de alba y estola cruzada, se postraba en el suelo ante el altar mientras la asamblea cantaba las Letanías de los Santos. Su corazón rebosaba emoción religiosa y un enorme agradecimiento a Dios, que le había hecho nacer en el seno de una familia cristiana y guiaba sus pasos en la vida hacia la meta del sacerdocio. Ciríaco se ofreció a Dios de todo corazón para que se cumpliera en él la divina voluntad. Estaba dispuesto a lo que fuera la llamada de Dios. No le importaban los mayores sacrificios. Terminadas las letanías recibió la imposición de las manos, el obispo pronunció sobre él la oración de consagración, le dio la potestad de celebrar la misa y de perdonar los pecados. Era sacerdote. Sin duda pensó en su madre, que no había vivido lo suficiente para verle en el altar pero lo acompañaba desde el cielo. Y rodeado de sus familiares y amigos dijo su primera misa.
A continuación el obispo lo envió al seminario como uno de los prefectos para que ayudara a los jóvenes seminaristas a afianzarse en su vocación y responder mejor a ella. Ciríaco desempeñó con su mejor fe el encargo y a lo largo de los cursos 1829-30 y 1830-31 estuvo como prefecto en el seminario. Pero en el año 1831 el obispo daba su licencia para que los tres sacerdotes comenzaran la vida común, con la vista puesta en que a su tiempo la comunidad se formalizara como una verdadera congregación religiosa. El acto fundacional tuvo lugar en Mannanam el 11 de mayo de 1831.
La comunidad comenzó poco a poco a estabilizarse y a ampliarse. Nuevas vocaciones acudieron y los fundadores decidieron crear una obra que entendían de sumo interés pastoral: un seminario donde formar a los jóvenes para el sacerdocio, sin descartar que de entre ellos optasen por la vida religiosa los que quisieran. Este seminario se abrió en 1833 en Mannanam junto a la casa madre de la congregación, y sería el crisol de la obra, pues por ella se vería que efectivamente los reunidos tenían una seria voluntad de vivir la vida religiosa y de colaborar con la misión apostólica de la Iglesia.
Llevaban diez años de trabajo apostólico juntos cuando en 1841 el Señor llamaba a sí al P. Palackar y cuatro años más tarde también era llamado por el Señor el P. Porukara. De esta forma toda la tarea fundadora recayó sobre Ciríaco, que no se arredró por la ausencia de sus mentores sino que, maduro ya en convicciones y experto en la vida religiosa, se abrió al carisma que el Señor le daba y se decidió a hacer de fundador. Él quería dotar a la iglesia siro-malabar de una congregación religiosa que fuese moderna en el buen sentido de la palabra, es decir que comprendiese cuál era el espíritu de su tiempo y diese a él una respuesta cristiana. Buscaba nuevos métodos de evangelización y afirmaba la necesidad de que la Iglesia, en su interior, viviera una gran espiritualidad y tuviese una disciplina generalmente respetada por todos los sacerdotes. Quería que los religiosos fuesen la punta de lanza para una penetración mayor de la Iglesia en el medio ambiente pagano, pero para a continuación plantar de verdad la Iglesia entre las gentes de la India y hacer una Iglesia Católica india unida y fervorosa.
Creía firmemente en la eficacia de los ejercicios espirituales, que fomentaba con todo empeño, y en los retiros espirituales, como hitos de la perseverancia de los buenos propósitos formulados en los ejercicios. Cientos y cientos de personas pasaron por los ejercicios predicados por el padre Ciríaco, y sintieron renovar su espíritu con la palabra inflamada y dirigida a la conciencia de los ejercitantes que el sacerdote predicaba sin cansancio. Fomentaba la eucaristía como el centro de la vida cristiana y no cejaba en su apostolado mariano, convencido de que la devoción a la Virgen María era un camino de revitalización y perseverancia religiosas.
Así llegó el año 1855, en que la jerarquía eclesiástica permitiría formalizar la comunidad como verdadera congregación religiosa. El día de la Inmaculada, a la que los religiosos se consagraban, Ciríaco y diez sacerdotes más emitían los votos religiosos, titulándose Siervos de María Inmaculada del Monte Carmelo. Su amistad con los padres carmelitas descalzos le había llevado a bascular hacia la familia carmelitana como ámbito espiritual de su congregación. Más tarde se titularán Carmelitas de la Inmaculada. Aquel día al emitir los votos religiosos toma el nombre de Ciríaco de San Elias o Ciríaco Elias, como lo llama formalmente el breve de su beatificación. Con este nombre quería hacer ver su adhesión a la familia carmelitana, que ve en San Elias su padre y mentor. El P. Ciríaco Elias quedaba como superior de la nueva fundación religiosa.
Hasta su muerte el P. Ciríaco Elias lograría abrir siete casas de la congregación. Pero no quedaría en esto. Fundaría también la congregación femenina correspondiente. Esta fundación tendría lugar en Konanmavu el año 1866. Reunió un grupo de mujeres piadosas y las animó a abrazar el ideal del apostolado y las acogió en la Orden Tercera del Carmen, a la que él mismo y sus religiosos se habían agregado en 1861 cuando lograron ser reconocidos como congregación de terciarios carmelitas de rito siro-malabar. Insistía Ciríaco a sus religiosos y religiosas en la necesidad de un gran espíritu de mortificación y de oración, como único soporte válido de la intensa vida apostólica que las dos congregaciones llevaban.
En 1861 el anciano vicario apostólico de Verapoly, mons. Bernardin, constituyó a Ciríaco Elias vicario general de todos los fieles de rito malabar. La razón era que no aparecía nadie tan capaz como él de hacer frente al cisma surgido. Pues un falso metropolita caldeo, llamado Tomás Rochos, alegando que los fieles malabares bajo la autoridad del vicario apostólico estaban siendo apartados de su verdadera tradición eclesial, atrajo numerosas parroquias a decidirse por abandonar la obediencia a Roma y formar un verdadero cisma. Nadie como Ciríaco estaba preparado para hacer frente a esta dolorosa situación. Porque su conocimiento de la tradición y la liturgia malabar así como de la lengua siríaca lo prestigiaban altamente a los ojos de los fieles malabares. Ciríaco trabajó firmemente por recomponer la unidad, visitando las parroquias, hablando con los fieles, deshaciendo equívocos, asegurando la buena voluntad de la Santa Sede, con la que las relaciones de muchos fieles habían sido muy tensas pensando que simplemente se pensaba en latinizarlos… Al tiempo que llamaba a la unidad con Roma, proponía que se mejorara la unidad dentro de las comunidades malabares, y para ello propuso la unificación litúrgica en todas las comunidades del rito y pasó a imprimir los libros litúrgicos para que por esta edición revisada y consensuada se hiciera la liturgia en todas las comunidades. Todas las que habían desertado del campo católico volvieron a la unidad. El año 1863 Tomás Rochos se marchó pero su secretario vino de Bagdad con la pretensión de continuar el cisma. Entonces Ciriaco entabló un sereno diálogo con él, a resultas del cual el pretendido metropolita renunció a sus pretensiones y se incorporó a la comunidad
católica malabar. El éxito de Ciriaco fue completo.
Preocupado siempre por la formación cuidadosa del clero, pasó a fundar nuevos seminarios, como el de Mannaman. En 1866 fundó el de Vazhakulan y en 1868 el de Elthuruth.
Ciriaco no tuvo tiempo ni dinero para publicar sus muchos escritos teológicos, místicos y pastorales, pero sintiéndose impulsado a poner por escrito sus pensamientos y experiencias religiosas, dejó una buena cantidad de escritos que, tras su muerte, fueron publicados y constituyen para la iglesia malabar una gran riqueza. Escribía en lengua malayalam.
Dedicado siempre a un intenso apostolado, le llegó la muerte en Konanmavu el 3 de enero de 1871. Y ha tenido el honor de que el papa Juan Pablo II haya acudido a su iglesia de Kottayam, en el curso de su viaje apostólico a la India, para beatificarlo el 8 de febrero de 1986.
Su obra ha crecido notablemente. Los carmelitas de la Inmaculada son hoy más de tres mil religiosos y las hermanas carmelitas, con sus dos secciones, malabar y latina, sobrepasan las cinco mil religiosas.