Por: Enrique Iniesta Collant-Valera, schp | Fuente: Año Cristiano (2002)
Rey de Inglaterra (+ 1066)
Para hacer historia de los siglos próximos falta perspectiva, para narrar la vieja historia faltan datos y sobran leyendas. «Y el historiador perfecto, al propio tiempo que debe poseer imaginación bastante para dar a sus narraciones interés y colorido, debe asimismo dominar tanto su arte y por tal modo que se contente con los materiales acopiados por él y se defienda de la tentación de suplir los vacíos que halle con añadiduras de su propia cosecha». Así opinaba de la historia lord Macaulay.
Por otra parte, la historia se simplifica excesivamente con la lejanía. También de lejos todo resulta pardo. Por eso la Edad Media se ha vuelto torneo, cruzada y lirismo a través de crónicas irresponsables y películas ligeras. A sus hombres se les ve sencillos, ingenuos y de una sola cara. Tan sólo admitimos la excepción de algún que otro «malo» cinematográfico medieval. Comparamos con nuestros años, y el balance final indiscutible es que «fue mejor todo tiempo pasado». Quizá se busca así una justificación de la propia debilidad al querer ver la fidelidad a la Ley divina como más fácil en otros aires temporales. También porque lo vivo es empecinadamente discutido mientras lo muerto se dulcifica, se atenúa y reduce a una visión comprensiva y simplista. La hora de la muerte es de alabanza.
«Jamás se dirá bastante mal de la Edad Media, pero, sobre todo, nunca se dirá bastante bien». Esta verdad de Federico Ozanam es la que se ve evidente al meditar la vida del santo rey inglés, en la que lo adverso es pan de cada día y lo bueno es el personaje, en realidad sólo el protagonista, en brega con todo un ejército de circunstancias adversas a toda existencia facilitada. Éste es el haz y el envés de su época.
Aquel tiempo tenía su armazón social en las leyes naturales, la caridad y Cristo. Y aquí su maravilla. Porque la consistencia de sus costumbres era la justicia informada por la caridad. Vale decir —escribe Enrique Rau— que todo el orden social temporal era como una mansión pasajera donde el hombre reponía sus fuerzas corporales en marcha hacia la eternidad; el destino temporal del hombre se consideraba como un medio providencial de realizar el destino eterno sobrenatural. Ni un momento de la vida real, ni un aspecto, ni una clase social, ni trabajo alguno, por humilde que fuera, se creían separables de la religión. Toda la vida era considerada «deber de estado» y transformable en materia apostólica. También es cierto que la humanidad medieval tenía de la naturaleza concepto de escala hacia Dios, y San Francisco oraba al libre aire de los campos italianos, y allí era su pulpito, bajo los tornavoces de hojas verdes, y allí sus éxtasis, y allí los capítulos de su Orden, abrigados por unas leves vegetales esterillas. El ideal de hombre era el de «caballero», y el de mujer el de dama y reproducción de la más cantada mujer y bendita Madre de Dios, Nossa Senyora. El caballero había de ser leal, idealista, cristiano y compasivo. La mujer, pudorosa, devota y muy de casa. La sociedad armónica y religiosa en común. El Papado fuerte. La Monarquía responsable y la cultura teológica.
Pero no hay luz sin sombra. La belleza está en el claroscuro. Son esas sombras las que hacen posible ver la luz. Y son ellas las que unos historiadores sólo aprecian y otros se afanan en olvidar.
Los principios de la Edad Media fueron particularmente tenebrosos. Tuvo la Santa Iglesia que domeñar naciones nuevas indómitas y nacidas de la ley de la violencia, la sangre y el más fuerte. Hubo de bautizar las espadas y tornar al hosco guerrero violento en «apoyo y protección de la Iglesia, de viudas y de huérfanos, rendido servidor de Jesucristo». Fue su tarea signar con la cruz, bendecir la guerra y darla fin justo —«Cruzada»—, implantar el amor con las treguas y el derecho de asilo, restaurar la ley —precisamente en la obra de Eduardo III se apoya el derecho común de Inglaterra—, elevar a la mujer y, sobre todo, librar la gran batalla por la independencia eclesiástica, en su misión salvadora, en relación con el poder civil. En los años de San Eduardo —1004-1066— fueron por este motivo los más enconados encuentros. Las turbulencias políticas de los Estados Pontificios, la rivalidad de los señores, la venalidad de algunos eclesiásticos, la investidura, daban frutos de violencias, astucias, rebeldías y crímenes. Lo consolador es que la conciencia de haber pecado estaba sensibilizada por una verdadera fe. No sucede así hoy día.
Los primeros Pontífices contemporáneos de Eduardo —Juan XVIII y Sergio IV—, apoyados en su elección por Giovanni Crescencio, le debieron sumisión política. Benedicto VIII y Juan XIX sufrieron lo mismo con los condes de Túsculo. Benedicto IX fue indigno del Solio y, elegido antes de los veinte años, guerrero, político y ambicioso. Pero la asistencia divina veló siempre por la indefectibilidad de la Santa Iglesia y la pureza de su Dogma a través del gran monje Hildebrando, que, todo un carácter, fue apoyo y consejero de seis Papas desde Gregorio VI.
Eduardo recibía nuevas tristes de Roma: los ingresos de la Iglesia estaban en manos ajenas, las basílicas se caían en ruinas, y los bandidos infestaban la ciudad. Murió Dámaso II cuando Eduardo contaba treinta y ocho años. Murió quizá envenenado. Y la silla de Pedro fue crisol de santificación una vez más: San León IX, apoyado en el criterio de Hildebrando y animado por el fuego de San Pedro Damián, en medio de guerras, traiciones y obscuridades, se empeñó en una reforma general. El cisma oriental le preocupó y se hizo insoluble humanamente cuando su sucesor Víctor II. Eduardo murió en 1066, mientras en Milán se libraban batallas finales contra la reforma de Alejandro II. Un Pontífice que, codo con codo con el rey, había elevado el ambiente eclesiástico inglés.
Ésta es la panorámica del Alto Medievo que a San Eduardo tocó vivir. Sobre este fondo vivió su santidad. Le sería precisa una fe a prueba de cismas y de antipapas. Hoy la fe moderna en la designación divina de los Papas apenas es tal. Son los pontífices modernos tan a las claras indiscutibles hombres de Dios que todo es aliciente para la admiración, la obediencia y el amor.
No les han faltado pruebas, guerras y críticas, traiciones de quienes se sirven de la Iglesia para su programa, sin servirla, su primado e infalibilidad fue discutido entonces y ahora. Pero Dios tiene siempre santos de reserva y se llamaron en Canosa San Gregorio VII y hoy Pío IX, León XIII, San Pío X y los últimos Papas. Los poderes del infierno no podrán con la Santa Madre Iglesia.
La escena inglesa en que Eduardo vivió fue también violenta y en vilo. El lujo bárbaro de la corte, las discusiones violentas entre los nobles, a lo largo de los banquetes palaciegos e interminables, en los que estallaba la cólera paterna. Todo ello se aborrascó aún más con las incursiones de los piratas escandinavos, temibles por su odio al nombre de cristiano, su valor feroz y su destreza. Inglaterra sufrió en sus costas los mordiscos de los daneses, por su vecindad con los puertos de embarque. La lucha entre sajones y escandinavos se empeñó a través de seis generaciones, y fue un catálogo de crueldades en las matanzas y ferocidades en las represalias. La ruina general en las provincias, los monasterios y los lugares parecía inacabable. El amor fue uniendo matrimonios, cabezas de puente hacia una convivencia que se acercó por la mezcla de la lengua y coronó con la unidad religiosa cristiana. Pero antes había de sufrir el príncipe Eduardo toda una odisea de destierro. Con diez años conoció la huida a través del Canal, el destierro entre sus tíos, los hermanos de su madre y duques de Bretaña.
Bretaña o Normandía, donde se hablaba la bella lengua de Oc, de un paisaje húmedo, tierra fértil, bosques y viñedos, era en el siglo XI la región más civilizada de Europa. Su política, tradición, costumbres y usos eran totalmente diversos de Francia. Cada ciudad era una pequeña república y cada castillo almenado una brillante corte imperial en miniatura. El primer triunfo de la gran educadora de la humanidad, la Iglesia de Dios, se vio allí: por las artes, la literatura, el amor y la cortesía, por el gusto del culto y el Evangelio, el espíritu de hierro se fue haciendo humano. En medio de esta prosperidad la figura de Eduardo, el regio doncel exiliado, se doblaba en oración. Que de su isla llegaban las noticias de ocupación, saqueo, tiranía de Swein de Dinamarca, muerte de Etelberto, su rey y padre, y de Edmundo, el príncipe heredero. Emma, su madre, que había llorado todo esto, partió un día misteriosamente. El muchacho quedó helado: iba a ser esposa de Knut, el nuevo usurpador danés. A los quince años, quizá con los ojos llorando sobre las blancas rocas de Dover, dijo una oración que tiene cadencias de salmo: «Señor, no tengo a quién volver los ojos en la tierra. Mi padre murió después de una vida de desgracias, la crueldad ha aniquilado a mis hermanos; mi madre me ha dado un padrastro en mi mayor enemigo, mis amigos me han abandonado. Estoy solo, Señor, y, mientras tanto, buscan mi alma. Pero Tú eres el protector del huérfano y en Ti está la defensa del pobre».
Su temperamento se fue modelando en la adversidad hacia un carácter reflexivo, silencioso, dulce y noble. Más que los lujos cortesanos de los duques le gustaba el vuelo ágil de los halcones, el clamoreo de la jauría, la monodia y los consejos de los monjes. Cantaban su bondad, su valor y su justicia los escaldas ingleses de villa en villa y, al morir Knut, desembarcaba en Southampton sus 40 navios; pero, cuando soñaba con el entusiasmo de sus subditos, encontró los aceros de sus enemigos. Emma, la madre, se descubrió como indigna del hijo y vendida al extranjero. Eduardo siempre había tenido criterio de «renunciar a la mayor monarquía con tal de no subir a un trono de sangre». Volvió a Normandía.
El destierro le amargaba más ahora que sufría el abandono de su madre y había pisado la patria. Una embajada de Inglaterra invitaba a Eduardo y Alfredo a recobrar el trono paterno. Alfredo se engañó y cayó en manos enemigas, que le atormentaron, cegaron y dejaron morir en un islote. De la familia real quedaba tan sólo el Santo, perdonando el asesinato de su padre y hermanos y lamentando la muerte del alma materna. Su vida estaba amenazada continuamente y el príncipe aprendió a vivir con una total dependencia de la voluntad divina.
Emma y Knut habían ido empujando a Eduardo a una situación similar a la que Shakespeare crearía en torno a Hamlet de Dinamarca. Precisamente en Dinamarca. Quizá fue una venganza literaria del genio inglés. Desde luego que el dramaturgo conocía las crónicas de la época porque también fue tema en su Macbeth. Porque la reina, mujer del usurpador de su marido, del asesino de sus hijos, era ahora madre de Knut el Atrevido, fruto de su matrimonio con el danés. Todo lo que en Hamlet fue desazón, revancha premeditada, fue en Eduardo perdón y serenidad. Aun cuando, ya rey Eduardo y puesto en manos del duque de Kent, Godwin, gobernador de la Mercia y duque de Westsex, pernicioso y hábil, recibió sus influencias en contra de su madre. Con la prueba del juicio de Dios se desvaneció la red calumniosa con que el duque añadía leña al fuego. Godwin murió de repente en un convite, en el momento de cometer un perjurio.
Era violento y bárbaro el rey Knut, pero el mismo virginal primitivismo de su alma le inclinó a la generosidad: quiso tener cerca al desterrado, con lo que se ganaba a los ingleses. Después de treinta años de exilio volvía Eduardo a pisar Inglaterra. No transcurrió mucho tiempo cuando el rey moría en el día de su boda y los thanes le ofrecían la corona. Contaba Eduardo cuarenta años de fecunda y sufrida existencia. Olvidó todo, asentó su gobierno en la vieja ley sajona y el único anhelo fue la dicha de sus subditos. Su madre, aborrecida por los ingleses, fue encerrada en un monasterio. Suprimió impuestos, volvió a la interrumpida tradición y previno los ataques de Dinamarca. Perdonó y no castigó, protegió al débil, fomentó la prosperidad nacional y tuvo por criterio ser padre de su reino y servir más que reinar. Su política económica de parquedad cortesana hizo inmensamente rica la Corona y la Iglesia. Los ingleses le adoraban y la palabra del rey era siempre la razonable. Según su primer biógrafo, se hizo célebre el dicho «era pobre en medio de la riqueza, su tesoro parecía el erario de los pobres y de todo el mundo: sobrio en los placeres, ni se alegraba en la abundancia ni se entristecía en la necesidad». Comprendió que la política no es la intriga, ni el propio provecho, ni los bellos discursos, sino «el desenvolvimiento de la perfección natural del hombre, fin al que el Creador ha destinado como medio a la sociedad», según escribió en nuestros días Pío XII.
De su destierro se trajo la inquietud cultural para el pueblo, al que relacionó con la culta Normandía, y, en fuerza del comercio de ideas entre ambas costas del Canal, llegó a ser la corte de Ruán a la de Eduardo el Confesor lo propio que la de Versalles a Carlos II.
Fue también espléndido en dotar iglesias y monasterios. Cuando lloraba desde Bretaña por su nación hizo voto de peregrinar a Roma si algún día podía ceñir la corona. Ante la oposición de los nobles desistió del viaje y el papa San León IX se lo conmutó por que repartiera entre los necesitados el presupuesto del viaje y levantar una iglesia a San Pedro. Ésta fue la fundación de la gran abadía de Westminster, en la que se consagran los reyes y es panteón real e ilustre de Inglaterra.
Casó con Edith, hija del desgraciado e insidioso duque Godwin, «rosa entre espinas» y capaz de comprender a su rey en el voto de continencia, que ni las súplicas de sus nobles ni el grande y tierno amor a su bella mujer pudieron hundir jamás. Allí hubo paz y justicia, y en ella murió Eduardo III, entre la consternación del pueblo, un 5 de enero. Corría el 1066. Un siglo después Alejandro III le alzó a la santidad, el más alto pavés a que pueda ser levantado un rey.
Como una sinfonía, un tutti orquestal, una dilatada panorámica, ve Jorge Manrique avanzar la Edad Media hasta la trampa de la muerte:
Las huestes innumerables,
los pendones y estandartes
y banderas,
los castillos impunables,
los muros e baluartes
y barreras,
la cava honda chapada,
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?
Cuando tú vienes airada
todo lo pasas de claro
con tu flecha.
Y se ven los pendones aéreos y coloristas, los estandartes de gules y oros, las espadas flamígeras y las corazas al sol, los corceles piafando, los castillos empinados, y los muros y los baluartes se hunden ante la Muerte, que todo lo mata con su airada flecha implacable. Hay un estandarte que aún flamea: el de Eduardo III de Inglaterra.
«Por mí los reyes reinan». Inglaterra aún llama «de San Eduardo» a su Corona.
Érase un Santo que fue rey de sí y subdito de Dios. God sabe the King. Esta vez fue cierto. «Su reino no tendrá fin».
La canonización de San Eduardo tuvo lugar el 17 de febrero de 1161 por el papa Alejandro III.