Epifanía del Señor

Por: Adalberto M. Franquesa, OSB | Fuente: Año Cristiano (2002)

La Iglesia en su liturgia considera la obra de la redención más en su sentido místico que en su sentido demasiado realístico. Más que el simple hecho histórico, le interesa el sacramento, el misterio. En cierto modo, la Iglesia podría decir con San Pablo:

Si conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no le conocemos». En el sentido: que ahora vemos la razón y el fin de todas sus obras. ¡Cuántas veces confiesan los mismos evangeEstas que mientras vivió Jesús no comprendieron el alcance y significación de sus actos! Y el mismo Cristo dice: «Lo que yo hago no lo comprendes ahora, lo veras después».

En esta concepción de la obra de Cristo es donde encuentran muchos fieles la mayor dificultad para vivir la liturgia. Atados a la letra, a la historia, al hecho concreto, quedan desorientados ante las visiones panorámicas, totales, completas de la liturgia. Si la fiesta de Navidad está ya llena de contrastes de la visión total del misterio, pues aquel mismo que considera en el pesebre, se le aparece llevando sobre sus hombros las insignias del poder, esto se acentúa más en la fiesta de la Epifanía.

Al fin y al cabo el objeto de la fiesta de Navidad, de origen occidental, romano concretamente, es único y claro como su mismo nombre latino: «Nativitas». En cambio, en la Epifanía no sólo el nombre griego de esta fiesta —aparecida en Oriente— es misterioso, sino que su mismo objeto es complejo. No es extraño que si Navidad para muchos no pasa de ser una feliz nochebuena con cánticos al Niño Jesús, Epifanía quede reducida a «la fiesta de los Reyes».

Es una tendencia espontánea de los pueblos activos de Occidente el convertir los misterios en devociones que a veces no expresan más que aspectos muy secundarios de los mismos, pero que hablan más al sentimiento que a la razón.

Con todo, fundamentalmente, Navidad y Epifanía celebran un mismo hecho: el advenimiento de Dios en este mundo; solo que la primera de estas festividades lo celebra sobre todo bajo el punto de vista histórico, y la segunda bajo el punto de vista teológico e ideológico. Cuando, a fines del siglo IV, Roma aceptó la fiesta oriental del 6 de enero y el Oriente la romana del 25 de diciembre, ambas pudieron conservar su propio carácter y se completaron mutuamente.

Epifanía representa el desarrollo completo del misterio de Navidad. «El que aquel día nació de la Virgen — dice San León—, hoy ha sido reconocido por el mundo entero». Dios ha aparecido en el mundo no solamente tomando carne mortal, sino manifestándose a los hombres, mostrando sus obras y su poder, y tomando posesión de su pueblo al modo que los antiguos reyes la tomaban solemnemente de sus ciudades. Todo esto ha significado en el decurso del tiempo la palabra epifanía —o más tarde teofanía— y algo de esto se encuentra en la rica liturgia de esta festividad. En la adoración de los Magos han visto todos los Santos Padres la manifestación de Cristo a los paganos y al mundo en general, en el milagro de las Bodas de Cana la manifestación de su poder, y en el bautismo del Jordán la purificación y toma de posesión de su Iglesia y de cada una de las almas.

Éste es el triple misterio de la Epifanía, que resume admirablemente la antífona del Benedictus de la fiesta que, al mismo tiempo, nos hace ver la vida sacramental de la Iglesia: «Hoy la Iglesia se ha unido al Esposo celestial, pues en el Jordán Él la lavó de sus crímenes. Los Magos corren con sus presentes a las nupcias reales y los invitados se regocijan del agua convertida en vino».

En esta antífona se nos presenta la aparición de Dios en el mundo bajo el símbolo nupcial, tan usado en el Antiguo y Nuevo Testamento para expresar la unión de Dios con su pueblo. Yahvé es el esposo; el pueblo de Israel, la esposa. Cristo el esposo, y la Iglesia la esposa. La esposa de Yahvé fue infiel y, por lo tanto, repudiada por Dios. La esposa de Cristo, lavada de sus iniquidades en el Jordán — bautismo— como reina, sin arruga ni mancilla, avanza con los Magos, que son sus primicias, hacia el convite real que le prepara su esposo, y se sienta a su lado en la mesa, donde se alimenta de su cuerpo y se llena de gozo con el vino de su sangre. Todavía quedaba subrayada esta idea de las nupcias reales en la Eucaristía con el milagro de la multiplicación del pan y de los peces, que durante muchos siglos se conmemoraba asimismo el día de la Epifanía.

¡He aquí la idea de la manifestación de Dios en el mundo en toda su extensión y profundidad! Dios, que como esposo divino sale de los tálamos eternos para darse a conocer a la humanidad con su presencia, con su poder y con su gracia sacramental, con la cual penetra en lo más profundo del alma, a la que se une más íntimamente que el esposo a la esposa, encarnándose en cierto modo en ella. Esta unión y transformación son el último desplegamiento de la gracia de Navidad.

No basta celebrar Navidad con alegría, entusiasmo y fervor. Para sacar todas las consecuencias del misterio, hay que vivirlo en lo más íntimo del corazón, meditándolo, revolviéndolo, como lo hacía María en estos días: «María, nos dice San Lucas, conservaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón». Como lo hace la Iglesia, que a medida que va alejándose de la festividad parece descubrir más profundas y nuevas perspectivas de aquel «grande y admirable sacramento», de «aquel maravilloso comercio». Todo lo que va de Navidad a Epifanía no es en la liturgia otra cosa que un engolfarse en el misterio.

Imposible exponer aquí todo el riquísimo oficio de la Epifanía; pero sí que tenemos que comentar brevemente la solemne y grandiosa misa de la fiesta que litúrgicamente es de lo mejor que posee nuestro misal romano. En ella encontramos como estereotipada aquella grandeza, aquella sobriedad y aquel orden y lógica de la antigua Roma, pero envuelto todo ello con el carisma de la unción cristiana.

Reunidos espiritualmente en la Basílica de San Pedro —la basílica de la catolicidad— vemos entrar al Papa con toda la esplendidez de ministros, mientras el coro canta la antífona del Introito, canto hoy verdaderamente de entrada. «He aquí cómo viene el Señor dominador y en su mano están el reino, el poder y el imperio».

¿No hemos clamado durante todo el Adviento con aquel fervoroso e impetuoso «ven, Señor»? «He aquí que viene», se nos dice hoy. Y con la fe en el Papa que entra en la iglesia de la cristiandad, en el obispo que hace su entrada en la catedral, en el párroco en su parroquia o cualquier sacerdote en su iglesia, recibimos nosotros la visita, la concreta epifanía del Señor para cada uno de nosotros. El salmo entero del Introito, cuyos versículos se cantan al avanzar el sacerdote hacia el altar, nos descubre todo el valor profético de la entrada del Señor en este mundo y en su Iglesia.

Como los Magos por la estrella, así nosotros somos conducidos por la fe hacia Dios. Pero la fe debe terminar en la visión de la magnificencia de Dios en su gloria. Es lo que pide la colecta. La fe fue la primera aparición de Dios en nuestra alma; la fe es la estrella que nos hace hallar a Cristo en nuestra vida —como se lo hizo hallar a los Magos en la suya— y la fe es la que nos conducirá a su plena posesión en la gloria. He aquí la aparición de Cristo en toda su dimensión que nos hace implorar la colecta.

Esta magnífica aparición de Dios a la humanidad había sido preparada desde todos los siglos y frecuentemente anunciada por los profetas del Antiguo Testamento. La epístola de hoy es una de las más bellas de estas profecías. Con frases de una fuerza y colorido incomparable, nos describe aquí Isaías la gloria y grandeza de la Jerusalén ideal, que espiritualmente se realizan en la Iglesia. La Iglesia ha considerado esta profecía como un himno a su gracia, a su riqueza y a su gloria. Y por eso durante la Edad Media se cantaba esta epístola con una adornada melodía y su canto era envuelto de un rico ceremonial. Si la epístola nos presenta la profecía, el evangelio nos relata su histórica realización.

Como lazo de unión entre las dos lecturas está el canto del gradual y del aleluya. El gradual de hoy es un eco de la epístola, recoge unas frases características de la misma y las medita cantando. El aleluya, en cambio, anticipa, preparándolo, el evangelio, subrayando la idea principal de la fiesta: aparición y adoración, o luz y dones, que es también lo que expresa en otras palabras el gradual.

En el evangelio de hoy se ve claramente el sentido que la Iglesia da a la lectura de la palabra de Dios en la misa. No se trata solamente de escuchar una historia, una doctrina o una exhortación de labios del Señor. Es decir, el evangelio en la misa no es una lección de exégesis, de dogma o de moral, sino una presencia del Señor, el cual, por el sacramental de su palabra, nos prepara al Sacramento de su cuerpo, donde todo lo leído cobra eficacia y una realidad sobrenatural en nuestras almas. «No digas —decía San Agustín— bienaventurados los que le vieron, oyeron, tocaron…, pues tú lo ves, lo oyes y tocas en su Evangelio». La lectura del evangelio en la misa es una verdadera epifanía del Señor. Por eso la liturgia envuelve esta lectura con un ceremonial tan solemne como si acompañara al mismo Señor: ministros, incienso, velas, beso y canto solemne.

Hoy no sólo escuchamos la historia de los Magos como si fuera la de nuestra vocación, sino que con ellos y como ellos nos arrodillamos para adorar al Señor.

Ellos le adoraron en el pesebre, envuelto en pañales, y nosotros le adoramos en el cielo reinando y cubierto de gloria. Y así damos pleno sentido a su adoración y a la nuestra.

Con toda verdad podemos, por lo tanto, cantar en el Ofertorio que no sólo los reyes de Tarsis y de las islas, y los reyes de Arabia o de Saba presentan dones y ofrendas, sino que todos los reyes de la tierra le adoran y las gentes le sirven. Entre esta multitud cósmica, nuestra adoración cobra una proporción y un sentido insospechado. ¡Qué bello sería expresar esta adoración y consagración ofreciendo hoy los dones al altar! Dones —el pan y el vino del sacrificio— que, como dice admirablemente la secreta de hoy, no son ya oro, incienso o mirra, sino los dones de la Iglesia en los cuales Cristo, juntamente con ella, será ofrecido e inmolado para entregarse luego como alimento de su esposa. He aquí el don perfecto.

El Señor apareció en nuestra carne mortal para transformarla e inmortalizarla. Siempre que recibimos la eucaristía somos restaurados «con la nueva luz de su inmortalidad», como dice el prefacio. Gracias a la misa, hoy tendrá una realidad sublime para cada uno de nosotros la Epifanía del Señor; aquí no sólo la celebramos y la meditamos, sino que la vivimos. ¡Qué significación tiene así la antífona de la comunión: «Hemos visto su estrella en Oriente y venimos con dones a adorar al Señor»!

Nuestro corazón —después de la sagrada comunión— es el pesebre y el trono del Señor a la vez, allí hemos de ofrecerle el oro de nuestro amor, el incienso de nuestra adoración y la mirra de nuestra mortificación.

«Viene», «aparece», «hemos visto», «venimos», son las palabras que se repiten en la misa de hoy y que suponen una sublime realidad.

Pero para poder ver esta luz, y darse cuenta de esta realidad, se necesita tener los ojos claros.

Moisés temblaba ante la presencia de Dios. Isaías exclamaba: «¡Ay de mí, Señor, que soy hombre de labios impuros!».

Los misterios del Señor exigen la pureza de nuestro corazón. Sólo así podemos comprenderlos y vivirlos en una perpetua epifanía allá en lo íntimo de nuestra alma purificada por la gracia de Dios.

Éste es el fruto que nos hace pedir la poscomunión de hoy: «que purificado nuestro espíritu, tengamos la inteligencia del misterio que celebramos».

¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!

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