Beato Gregorio X

Por: Bernardino Llorca, SI | Fuente: Año Cristiano (2002)

Papa (+ 1276)

El papa Beato Gregorio X (1271-1276) es uno de los Romanos Pontífices más insignes del siglo XIII que constituye el apogeo de la Iglesia medieval. Con Inocencio III (1198-1216) se puede decir que la Iglesia y el Pontificado llegaron al cénit de su prestigio y significación, siendo los papas verdaderos arbitros de las coronas de los reyes, y los motivos religiosos los que guiaban en sus empresas a los hombres más eminentes del tiempo. En este estado de florecimiento religioso continuó la sociedad europea a través de todo el siglo XIII. Entre sus principales manifestaciones podemos notar el gran esplendor de las universidades y estudios medievales, en París, Oxford, Bolonia, Salamanca y otros importantes centros, y con figuras tan prominentes como Alejandro de Hales y San Buenaventura, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. Lo mismo podríamos decir del gran apogeo del arte religioso, que nos presenta las grandes catedrales góticas de París, Reims, Chartres y Amiens, Milán, Burgos, León y Toledo, por no citar más que las principales.

Pues bien, el gran mérito de Gregorio X estriba en haber sabido mantener este prestigio extraordinario de la Iglesia en un tiempo en que, debido a una serie de dificultades, existió un gravísimo y persistente peligro de decadencia eclesiástica. Sus extraordinarias cualidades naturales y, sobre todo, el esfuerzo de su virtud y espíritu eclesiástico fueron los que realizaron una obra tan trascendental para la Iglesia.

Llamábase Teobaldo Visconti y pertenecía a una ilustre familia italiana. Nacido en Piacenza en 1210, distinguióse desde sus primeros años por su aplicación y constancia en el estudio, que fue coronado con extraordinarios éxitos. Dedicóse de un modo especial al Derecho canónico, que cultivó en Italia y, más tarde, en París, donde tanto florecían a la sazón los estudios escolásticos. Pero, a la par que en sus estudios, brilló particularmente por el temple de su virtud y por su espíritu eminentemente eclesiástico. Por esto, ya en estos primeros tiempos, se mostraba siempre dispuesto a toda clase de sacrificios que el servicio de Dios le exigiera, y no había dificultad capaz de detenerlo en las empresas que juzgaba de la gloria de Dios.

Conociendo sus superiores eclesiásticos la extraordinaria erudición, relevantes cualidades y profunda virtud que lo distinguían, nombráronlo, primero, canónigo de Lyón, y poco después archidiácono de Lieja. Más aún. Inocencio IV (1243-1254) le ofreció el obispado de Piacenza; pero él renunció a tan elevado honor. Sin embargo, sus cualidades naturales y el temple de su virtud se pusieron cada vez más de manifiesto. Durante el Concilio I de Lyón, que fue el XIII ecuménico, fue celebrado por Inocencio IV y significa uno de los momentos cumbres de la Iglesia en el siglo XIII, el arzobispo de Lieja quiso tenerle a su lado como acreditado canonista. Poco después, siendo archidiácono de Lieja, y mientras pasaba algunas temporadas en París, dedicado a profundizar en los estudios canónicos, San Luis, rey de Francia, le dio testimonios de muy particular veneración. Más aún. El cardenal Ottoboni tomó consigo a Teobaldo, de cuya virtud y prestigio se sirvió en su legación a Inglaterra.

De esta manera Teobaldo Visconti se fue preparando para las grandes empresas para las que Dios lo destinaba. Apenas terminada esta legación, recibió del Papa la orden de predicar la cruzada por la reconquista de Tierra Santa, con lo que comenzó a entusiasmarse por uno de los problemas que más debían preocuparlo en lo sucesivo. Entregóse, pues, de lleno a esta gran empresa, y, para poder realizarla, procuró establecer la unión y buena inteligencia entre los príncipes cristianos, y tanto llegó a entusiasmarse con este ideal, que se dirigió a Palestina con el objeto de consolar y alentar a los caballeros cruzados, a cuya cabeza se hallaba entonces el príncipe Eduardo de Inglaterra. Fueron innumerables los sufrimientos que tuvo que arrostrar en esta peligrosa peregrinación y en la realización de su empresa; pero su alma de apóstol y su eximia caridad le comunicaban fuerzas para todo.

Hallábase, pues, en Ptolemaida, entregado en cuerpo y alma a obra tan sacrificada y apostólica, cuando recibió la noticia de haber sido elegido como Papa el primero de septiembre de 1271. En efecto, a la muerte de Clemente IV en 1268, después de tres años enteros de sede vacante, debido a las enormes dificultades y a la gran desunión reinante, los cardenales no habían podido entenderse para la elección del nuevo Papa, hasta que al fin pusieron los ojos en Teobaldo Visconti, simple archidiácono de Lieja y ausente entonces en Palestina, cuyas relevantes cualidades y eximia virtud les eran bien conocidas, y convinieron en su elevación al solio pontificio. En realidad era la mejor elección que pudieron haber realizado. Al recibir tan inesperada noticia, Teobaldo aceptó la pesada carga que Dios le imponía, tomó el nombre de Gregorio X y se dispuso a volver a Italia.

Naturalmente, los cristianos de Tierra Santa, aunque sentían la partida de tan eminente apóstol, experimentaron una satisfacción inmensa, con la seguridad de que el nuevo Papa les enviaría los socorros que tanto se necesitaban. Él mismo, según se refiere, al despedirse del Oriente, terminó su emocionante alocución con estas palabras: «Que mi lengua se pegue a mi paladar, si yo no pongo a Jerusalén a la cabeza de todas mis alegrías».

Llegado a Roma en marzo de 1272, recibió la Orden del presbiterado, pues era únicamente diácono: luego fue consagrado obispo y coronado como Papa el 27 del mismo mes. Como era de suponer, su ideal desde un principio fue enviar el socorro necesario a los cristianos de Tierra Santa y renovar la cruzada para su definitiva liberación. En realidad se puede decir que en él revivió por algún tiempo el espíritu de cruzada. Por esto se dirigió rápidamente por medio de una célebre carta al rey Felipe de Francia, hijo de San Luis.

Esta idea de cruzada iba en él íntimamente unida con el más intenso esfuerzo por la unión con los griegos, quienes pocos años antes (en 1261), con la reconquista de Constantinopla, habían puesto término al imperio latino oriental; pero en aquellas circunstancias eran favorables a la unión. Es cierto que su emperador, Miguel Paleólogo, se movía a ello más bien por motivos políticos, pues suponía con buen fundamento que esta unión apartaría a Carlos de Anjou de sus peligrosos planes de conquista en el Oriente a costa de los griegos; pero, de todos modos, la voluntad de unión existía en los orientales, y Gregorio X trató de aprovechar en sus planes de cruzada y de unificación general de la Iglesia.

Penetrado, pues, de esta idea, y con el objeto de promover juntamente en la Iglesia occidental la paz y la reforma de costumbres, dirigió una importante carta a los obispos de toda la cristiandad, anunciándoles la celebración de un concilio ecuménico que debería abrirse en mayo de 1274. Hecho esto, dedicóse con infatigable celo a la preparación de tan importante asamblea.

Como primer paso para su realización, puso el Papa todo su empeño en la pacificación de los espíritus en toda la Europa cristiana. Así, trabajó intensamente para apaciguar los pueblos del norte de Italia, ensangrentados entonces por las luchas entre los güelfos y gibelinos. Por otra parte, introdujo en muchas partes medidas de reforma y, sobre todo, en medio de la división existente en Alemania sobre la sucesión al imperio, dirigió en octubre de 1273 una exhortación a los príncipes electores para que procedieran a la elección, y al recaer ésta sobre Rodolfo de Habsburgo, el Papa lo reconoció solemnemente.

En lo tocante a la preparación inmediata del gran concilio que debía reunirse en Lyón, invitó a los más célebres teólogos a presentar sus observaciones sobre el estado de la Iglesia. Creó cardenales al dominico Pedro de Tarantasia y a San Buenaventura; invitó al más célebre de los teólogos de su tiempo, Santo Tomás de Aquino, quien murió mientras se dirigía al concilio. Finalmente, partió el Papa desde Orvieto, y a su llegada a Lyón recibió la visita del rey de Francia, quien le entregó definitivamente el condado del Venaissin.

Finalmente, el 7 de mayo de 1274 se pudo celebrar en la catedral de San Juan la primera sesión del concilio II de Lyón y XIV ecuménico, en presencia del rey Juan I de Aragón, unos quinientos obispos y gran número de abades, así como también los representantes de algunos príncipes seculares. Con su sermón, basado sobre el texto «Desiderio desideravi…», el mismo Papa, que lo presidía, dio comienzo al concilio, en el que propuso con toda claridad los tres fines que en él se pretendían: ayuda a Tierra Santa, unión con los griegos y reforma de la Iglesia.

Dios premió los innumerables trabajos que Gregorio X realizó en aquella memorable empresa. Es cierto que, por la antipatía existente entre los orientales y los occidentales, la cuestión de la unión era poco popular entre los griegos, quienes le hicieron la mayor oposición; pero al fin se impusieron sus partidarios. El 24 de junio se presentaron en Lyón los representantes del emperador bizantino, Miguel Paleólogo, y tras difíciles discusiones, en la sesión IV del 6 de julio, se proclamó la unión. Los griegos reconocieron el Primado de Roma y admitieron la fórmula del «Filioque». En cambio se les concedió poder conservar el símbolo usado desde antiguo en sus iglesias, así como también sus antiguos ritos. A la cabeza de los partidarios decididos de la unión estaba el nuevo patriarca Juan Bekkos. Aunque sincera, esta unión fue muy poco duradera. Según se refiere, Gregorio X, que tanto amaba a la Iglesia griega, derramó lágrimas de alegría al ver realizada la unión.

Por lo que se refiere a los demás objetivos del concilio, decretóse destinar a la cruzada durante seis años los diezmos de la Iglesia; pero, no obstante los abnegados esfuerzos del santo Pontífice, la cruzada no llegó a realizarse. Por otra parte, ya en la sesión segunda, se proclamaron varios principios dogmáticos, y en la tercera, algunos decretos disciplinares en orden a la reforma eclesiástica. Entre tanto, antes de la sesión quinta del 16 de julio, murió San Buenaventura en el mismo concilio. El Papa asistió a sus funerales, celebrados en la iglesia de los franciscanos de Lyón. Luego, con el objeto de evitar la repetición de una sede vacante de tres años, como la anterior, publicó Gregorio X la constitución Ubi periculum, por la que se introducía el sistema del conclave, en el que los electores quedaban encerrados hasta que se verificaba la elección. Mas, como se tomaban ciertas medidas bastante rigurosas respecto de los cardenales, hubo de parte de éstos una enconada oposición, hasta que al fin pudo ser proclamada.

Tal fue la obra fundamental realizada en la Iglesia por el insigne papa Beato Gregorio X. Después del concilio, entregóse de lleno a poner en práctica las medidas de reforma que se habían ordenado, particularmente las que se referían a los eclesiásticos. Con no menor intensidad trabajó en reunir socorros para los cristianos de Tierra Santa y para mover a los caballeros de Occidente a realizar la cruzada; pero ésta no llegó a realizarse por las divisiones existentes en la cristiandad. Con todo esto, el Romano Pontífice y la Iglesia volvieron a recobrar el antiguo prestigio y continuaron en su apogeo medieval.

En su vida privada, Gregorio X dio durante su pontificado los más edificantes ejemplos de caridad, humildad y fervor religioso, que le conquistaron la opinión general de gran santidad y la más profunda simpatía del pueblo cristiano. Así, se nos refiere que, diariamente, lavaba los pies de algunos pobres; enviaba a algunos empleados en busca de las personas más necesitadas y repartía entre ellas abundantes limosnas. Por otra parte, observaba la mayor austeridad consigo mismo, no tomando alimento más que una vez al día y entregándose a la oración todo el tiempo posible. Pero, aunque tenía un corazón tan blando y caritativo con los pobres y desgraciados, era sumamente enérgico con los malvados y delincuentes. Es célebre en este punto el caso de Guido de Monfort, el asesino de Enrique de Alemania. Habiéndose presentado al Papa para obtener la absolución de su crimen, éste lo hizo encerrar primero en una fortaleza, y sólo un año después permitió al patriarca de Aquilea lo admitiera en la comunión con los fieles.

Pero los trabajos que tuvo que sufrir Gregorio X durante el concilio y después de él, unidos a la austeridad de su vida ascética, lo habían agotado por completo. Dios no le concedió ver de nuevo Roma. Mientras volvía de Lyón, después de pasar por Milán y Florencia, se vio obligado a detenerse en Arezzo de Toscana, donde, víctima de una pleuresía, murió el 10 de enero de 1276. Según se refiere, al sentir la proximidad de la muerte, pidió un crucifijo, y mientras lo besaba con la mayor devoción y recitaba la Salutación angélica, entregó su alma a Dios. Incluido por la Iglesia en el número de los beatos, Benedicto XIV, en su célebre obra Sobre la canonización, dedica largo espacio a la relación de su vida y milagros, tal como lo encontró en el archivo del tribunal de la Rota.

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