Por: José María Díaz Fernández | Fuente: Año Cristiano (2002)
Viuda (+ 1821)
Dos singularidades concurren en Santa Isabel Ana Bayley, viuda Seton: es la primera santa canonizada de la América septentrional y la fundadora de la primera congregación religiosa en la historia de los Estados Unidos. Su figura, además, resulta altamente señera: hija ejemplar, esposa amantísima, madre de cinco hijos, viuda, religiosa, fundadora… Para mayor abundamiento, su limpia trayectoria de fidelidad se divide entre el Anglicanismo (1774-1805) y la Iglesia Católica (1805-1821), lo que le confiere el interés ecuménico puesto de relieve por Juan XXIII cuando su beatificación en Roma el 17 de marzo de 1963, ya iniciado el Concilio Vaticano II. El correspondiente proceso canónico no se inició hasta bien comenzado el siglo XX, cuando ya no se podía contar con testigo directo alguno. Por ello, fue necesaria una rigurosa investigación histórica que dio como fruto su biografía sobria y esclarecida, que se ameniza con las aportaciones de breves escritos de la santa y algunas tradiciones fiables dentro de la congregación por ella fundada.
Nació en Nueva York en 1774 y en un día muy señalado: el 28 de agosto, fiesta de San Agustín. Juan XXIII considera que con razón se le pueden aplicar las palabras del Santo: «Se exhalaba tu verdad en mi corazón y de él brotaba el afecto piadoso» (Conf. 9,6). En efecto, floreció desde la infancia poseída por la luz de la fe y el suave ardor de la piedad. Sus padres, el prestigioso médico Ricardo Bayley y Catalina Charlton, anglicanos practicantes, aseguraron en el hogar un clima de viva religiosidad. La madre murió muy pronto y ello explica el tierno amor que siempre sintió hacia el progenitor, que cuidó muy directamente de su formación. Compartía con él la afición por la literatura y la música y el interés por los pobres. Siendo investigador y profesor relevante, prefirió ejercer la medicina entre las clases más desheredadas. Así contrajo en 1801 la fiebre amarilla, causa de su muerte.
La fe inicial de la santa se nutrió de la asidua escucha de la palabra de Dios y de la participación en las celebraciones de la Cena del Señor, a las que unía el examen íntimo de sus obras e intenciones. A los 18 años, seguramente estimulada por los ejemplos de su padre, concibió la idea de una casa de acogida para niños necesitados. Fue una premonición de la que había de ser la obra más perdurable de su vida. En 1794, con veinte años, contrajo matrimonio con Guillermo Magee Seton, perteneciente a una renombrada familia de comerciantes. Entre los contactos que mantenía con Europa figuran los hermanos Filicchi, de Livorno. Seton fue el único y gran amor de Isabel Ana. Tuvieron cinco hijos: Ana María, Ricardo, Guillermo, Catalina Josefa y Rebeca. La falta de salud del esposo repercutió progresivamente en el quebranto económico de la familia. Los médicos aconsejaron un cambio de clima como único remedio posible para atajar la tuberculosis avanzante. Los hermanos Filicchi les ofrecieron acogida, y el matrimonio se embarcó para Italia llevándose consigo a Ana, la hija mayor.
Pero la llegada a Livorno les deparó una gran prueba: las autoridades sanitarias, ante la avanzada tuberculosis, impusieron la hospitalización, y hubo que internarlo en un modesto sanatorio de Pisa para evitar el contagio. Allí falleció, a los 35 años de edad y nueve de casado. Los hermanos Filicchi, Antonio y Felipe, se portaron con Isabel como verdaderos hermanos. Antonio y su esposa la acogieron en su propia casa durante algunos meses: fueron decisivos para que se orientase hacia la Iglesia Católica, al observar la vida cristiana de aquella familia, y especialmente su fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y su devoción a la Virgen. Bien puede decirse que entre Isabel y los Filicchi hubo un prolongado y distendido diálogo ecuménico. Felipe, que hablaba inglés, llegó a traducir para ella páginas enteras del catecismo católico.
Cuando decidió regresar a los Estados Unidos, a comienzos de 1804, Antonio Filicchi se determinó a acompañarla y completar durante el largo trayecto marítimo la instrucción católica. La decisión de integrarse en la Iglesia estaba ya tomada. Como cabía temer, la oposición de los suyos fue grande, y no digamos la de su antiguo mentor espiritual el pastor anglicano Juan Hobart, del que ciertamente había recibido gran ayuda para su vida interior; pero Antonio Filicchi continuaba a su lado y pronto contó, además, con el apoyo de sacerdotes católicos y del obispo Caroll. Ella misma nos cuenta una experiencia conmovedora: cuando acudía a la parroquia anglicana de San Pablo, dirigía la mirada a los ventanales para divisar la muy próxima iglesia católica de San Pedro, adorando a Cristo allí realmente presente e invocando la protección del Príncipe de los Apóstoles.
Fue precisamente en esta iglesia de San Pedro donde, el 27 de febrero de 1805 (Miércoles de Ceniza), se le disiparon de súbito todas las dudas. La fe firme en la presencia real de Cristo en la Eucaristía fue el motivo determinante de su conversión. Pocos días después, el 14 de marzo, entró con sus cinco hijos en la Iglesia Católica y recibió la primera comunión, previa la confesión sacramental. Tenía 31 años y un clarísimo programa inmediato: la atención de sus hijos y la defensa y propagación de la fe católica. El 26 de mayo del año siguiente (1806) recibió el sacramento de la confirmación de su gran benefactor Mons. Caroll, ya obispo de Baltimore, y a esta ciudad se trasladó en 1808 para realÍ2ar el sueño de su juventud: abrir una escuela para niños pobres. Pronto se le agregaron algunas jóvenes que comenzaron a vivir con ella como religiosas, atendiendo preferentemente a otras jóvenes pobres y desamparadas. El obispo Caroll velaba por Isabel y la consistencia de su obra. Siguiendo sus orientaciones y con la ayuda de un generosísimo donante se estableció en Emmitsburg en 1809, constituyendo la Congregación de Hermanas de la Caridad de San José, según la regla de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, adaptada preferentemente a la educación de los más necesitados.
El 21 de julio de 1813 hizo los votos con diecisiete discípulas. Su hija Ana había figurado entre las novicias, pero le sobrevino la muerte antes de esta fecha, habiendo emitido los votos en el extremo de la enfermedad. Fue directora general de su congregación hasta su muerte en Emmitsburg el 4 de enero de 1821, a los 46 años. La institución llevaba 12 años de existencia y sólo contaba en este momento con cincuenta monjas repartidas en unos cuantos colegios y orfelinatos. Las había formado muy bien con su sabiduría, su ejemplo y su intrepidez: fue verdaderamente madre y maestra. Supo, además, aplicar el espíritu de San Vicente de Paúl a los problemas más candentes, y así es considerada como una valiente propugnadora del antiesclavismo, pues abrió las puertas de sus centros educativos a muchachas de color.
En la Congregación se conservó inalterable el recuerdo de su paz y de su permanente alegría y buen humor en medio de los sufrimientos. Era un corazón sin hiél, rebosante de la dulzura inconfundible de los corazones purificados por el sufrimiento: la pérdida del esposo, del padre y protector, de dos de sus hijas, la tuberculosis latente que se manifestó al fin de forma galopante… Muerta ella, su obra creció como el grano de mostaza, hasta contar, en el momento de su canonización, con más de ocho mil religiosas, distribuidas en seis congregaciones implantadas principalmente en los Estados Unidos y Canadá.
Dato interesante del período de búsquedas y ramificaciones es que 345 religiosas de la primitiva institución pasaron a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl el 7 de julio de 1849, lo que propició grandemente la implantación de esta importantísima congregación en los Estados Unidos. La madre de tantas religiosas, fue también la madre viuda —¡y qué madre!— de cinco hijos. ¿Cuál fue la suerte de éstos? Ana, la primogénita, falleció en sus brazos a los 17 años, tras emitir los votos; Ricardo y Guillermo, a los que apoyaron los hermanos Filicchi, entraron en la Marina; aquél falleció a los 25, y Guillermo formó una familia católica de siete hijos, de los cuales Roberto fue arzobispo. Catalina Josefa fue monja profesa en la congregación de su madre; Rebeca falleció también en brazos de Isabel Ana a los 14 años.
He aquí una santa que igual puede ser venerada por los anglicanos que por los católicos. Los que en Livorno la trataron la llamaban «la santa protestante». Ella pudo repetir con entera propiedad las mismas palabras del gran cardenal Newman, también llegado del Anglicanismo: «Yo no he pecado nunca contra la luz». Desde nuestra perspectiva podemos decir que, fiel siempre a la iluminación de la Gracia, fue de luz en luz, hasta el sol pleno de Cristo presente en la Eucaristía. Fue beatificada por el Papa Juan XXIII el 17 de marzo de 1963, y canonizada el 14 de septiembre de 1975 por el Papa Pablo VI en la Basílica Vaticana.