Por: Valentín Soria | Fuente: Año Cristiano (2002)
Mártires (+ ca. 304)
La familia de Julián vivía en la ciudad de Antioquía, durante el siglo IV. Él recibió una formación esmerada en la ciencia y en la piedad, dirigida a constituir una continuación de la vida noble de sus antepasados. Lo cual incluía el contraer un matrimonio digno de su rango.
Al insistir sus padres que contraiga desposorios y matrimonio, se le cierran a Julián los caminos de la virginidad que un día había prometido al Señor. Ante esta actitud paterna, Julián pide unos días para deliberar calmadamente una decisión tan seria en la que se ventila la cuestión de seguir a Jesús o desobedecer a sus padres. En este punto dice la leyenda que Julián conoce por revelación del cielo la esposa con la que podrá guardar la anhelada virginidad.
Con un suave olor de flores —y seguimos copiando la leyenda— los novios Julián y Basilisa son arrastrados hacia el amor de la virginidad, apareciéndoseles Nuestro Señor Jesucristo aprobando la determinación de conservarse intactos. Acompañan a Cristo un cortejo interminable de santos y santas vírgenes, entre cuyo desfile grandioso y ante la expectación de los celestes ejércitos ven sus nombres como en un letrero inmenso.
Esta aparición fue para Basilisa y Julián como una jura de bandera, con estruendo de clarines y con sonar de armonías inolvidables. Al poco tiempo mueren los padres de Julián y ambos recién casados se retiran y fundan sendos monasterios.
El sitio donde se apartó Julián era un campo árido; pero allí se reunirían gran cantidad de personas deseosas de recogimiento. El espíritu los lan2aba al desierto, como sucederá en todas las épocas de la historia. Piedra a piedra fueron levantando el edificio donde reposar el cuerpo mientras trabaja la mente en sublimes y divinos pensamientos. La finalidad que estos monjes perseguían al venir en torno a San Julián era imitar a Cristo en su cuaresma, hasta que el hambre mordiese sus entrañas, aun cuando su imaginación les sugiere convertir milagrosamente las piedras en panes, venciendo así al eterno tentador con la irrefutable contestación de que el hombre vive también de las palabras salidas de la boca de Dios.
A escuchar esas conversaciones divinas dichas al oído de las almas se encaminó Julián hasta los desiertos, abandonando el estrépito de las aguas torrenciales, de los bullicios callejeros y huyendo de las gentes, de los pequeños imperios y de las propias glorias tan tremendamente seductoras, consiguiendo subir así al monte alto de los siete círculos. San Julián fue a encontrar el ambiente recogido y ensimismado en un monasterio fabricado con el sudor suyo y de sus infatigables monjes, marchó buscando esa ciudad santa, donde los espíritus no tropiezan contra las piedras con tanta facilidad.
Este apartarse del ruido y del nerviosismo es propio de la actividad desbordante también hoy día. Asombra constatar esta tendencia a vivir como ermitaños en el centro mismo de las ingentes poblaciones, donde cada cual queda aislado, silencioso, leyendo o revisando el semanario gráfico a falta de Evangelio. No podemos negar que somos esencialmente ermitaños y monjes.
Julián, en su monasterio cercano a Antioquía, tuvo personal vigilancia de todos los quehaceres de la comunidad y con este motivo la autoridad del santo abad tendría que abarcar a todos los monjes con cariño y con prudencia, distribuyendo equitativamente las cargas y los duros trabajos entre los componentes del monasterio. Era Julián uno más que realizaba lo de su incumbencia con la misma exactitud con que hacía ejecutar lo que ordenaba, no reprendiendo con encono ni con altanería, sino con frases amables, comprensivas y alentadoras, cargadas de amor, que llegaban hasta lo más profundo del súbdito.
Había en el monje Julián una mezcla de bronco y dulce, de amable y de áspero. Corregía, consolaba, entusiasmaba y admiraba a los monjes a quienes gobernaba con una paz y una tranquilidad tan grande, que parecían estar solos en el más solitario de los desiertos.
Tampoco nos causa asombro que su esposa Basilisa se asociase a otras compañeras en una vida conventual. Dice la leyenda que Basilisa y las demás vírgenes que residían en el monasterio no lejano al de Julián conocieron por revelación divina el tiempo de su muerte. Basilisa, que durante toda su vida había exhortado siempre con su ejemplo y sus palabras a la práctica de la santidad monástica, les pone delante el cielo, superabundante premio de sus mortificaciones, austeridades y renuncias. Y al poco de morir aquellas vírgenes, se aparecen a Basilisa, notificándole la fecha de su muerte; ella se acuerda de la visión primera que tuvo en compañía de Julián mientras eran novios, cuando decidieron consagrar a Dios a perpetuidad su virginidad.
Siguiendo la leyenda, encontramos a Julián, a quien habíamos visto al cargo de una comunidad de monjes a las fueras de Antioquía. Julián da sepultura a Santa Basilisa, cuando todavía reinaba la paz en la ciudad; sobre su cadáver virgen el santo esposo imploró a Dios perpetuo descanso para ella.
En la película titulada «La túnica sagrada» se oye repetir al centurión romano que presenció impertérrito la crucifixión del Señor una frase: «¿Estuviste allí?». Mientras los martillazos de las trirremes que vuelven de Palestina a Roma le recuerdan en su locura cómo clavaron y asesinaron al Mártir primero de la cristiandad en una cálida tarde frente a la populosa Jerusalén, señora del mundo. Aquel vestido sagrado sobre el que echaron suertes a los dados, mientras la sangre púrpura caía sobre la tierra oscurecida, no se le borra de la mente al centurión.
Quisiera preguntar al autor del libro donde leí los datos, la vida y martirio de San Julián, si había presenciado el suceso y si había sentido un ramalazo escalofriante al ver a los verdugos y a los cuerpos martirizados, pero me respondió un silencio en la vacía biblioteca.
Sobre Antioquía un día vinieron los conflictos y las persecuciones contra la Iglesia; y todas las saetas y tormentos empezaron a funcionar con furor y saña. A mares eran martirizados los cristianos y los muertos se amontonaban en la tierra antioquena como impasibles escombros.
El presidente de Antioquía, Marciano, ordena apresar y encarcelar a Julián y a los que con él residían en el monasterio apacible.
Pero Julián no se amedrenta y valientemente profesa su fe en la persecución. Innumerables personas mueren quemadas por declararse cristianas. La hoguera estuvo encendida para tronchar y aniquilar las vidas, como siglos más tarde rodeará e iluminará el atormentado rostro de Santa Juana de Arco.
Hay expectación en la gente cuando Marciano increpa con solemnidad a Julián.
—Adora a los dioses.
—No hay más Omnipotente que Dios, el Padre nuestro.
—Obedece los decretos del emperador.
—Jesucristo es mi único César.
—¿Crees en un crucificado?
—Él tiene escuadrones inmortales.
—Marcharás a la muerte.
—El emperador de Roma también es polvo y en polvo se convertirá. Dios ayuda a los mártires y coloca en los labios de sus escogidos palabras arrolladuras que confunden y vencen a los tiranos.
—¿Te ríes de nuestros dioses y de nuestro emperador? Ante los tormentos no habrá bromas ni réplicas.
El presidente Marciano cambia ahora de táctica, cosa frecuente en los hombres astutos que no quieren reconocer las derrotas propias.
—Tus padres, Julián, fueron nobles. Te daremos honores.
—Desde el cielo me miran y me alientan a permanecer en mi religión.
—El cristianismo es religión de esclavos y adoran a un crucificado. Los nobles no van a la cruz.
—Mi Dios tiene la nobleza de haber derramado toda la sangre por el bien y la salvación de los hombres.
—Basta, Julián. Que te abran dolorosos y profundos surcos sobre tu carne cristiana.
Durante la flagelación sucede un milagro, ese argumento irrefutable y enorme que tiene Dios para los incrédulos de todos los siglos.
Un verdugo daba demasiado fuerte y araba en el cuerpo de Julián con notorio encono, cuando de un latigazo flagelante le saltó un ojo. El mártir, que no se cura a sí mismo y que deja sangrar a sus martirizados miembros, implora el milagro para el mismo verdugo despiadado.
—Que le den una loción.
Se perfuma el ambiente cargado de sangre con un olor como de muchos bálsamos orientales. Después de que Julián con su sangrante brazo hace la señal de la cruz, el sayón recobra el ojo perdido. Pero en los criminales no hay piedad, ni ternura, ni compasión.
La espada no fallará y una cabeza que había siempre pensado en Cristo cae sonando débilmente como testimonio mudo de cristiandad, para un día resucitar con una gloria inmensa por el martirio sufrido.
Las sangres de los mártires riegan las tierras más ásperas, y Julián, con su inmolación cruenta, convierte a Celso, el hijo del presidente Marciano. Ha asistido al juicio, escuchando el fallo de su padre y ha contemplado impávido la ejecución terrible de la absurda sentencia, el milagro y la muerte del santo Julián.
Es el último triunfo terreno del mártir. Celso convertido, bautizado y valiente, muere recibiendo el galardón del martirio.