San Marcelo

Por: Marcelo González | Fuente: Año Cristiano (2002)

Papa y mártir (+ 309)

En la serie de los romanos pontífices, San Marcelo hace el número treinta. Su pontificado es de muy escasa duración, un año nada más, que transcurre del 308 al 309. Todavía no era la suya una época muy apta para los pontificados largos, aun cuando la salud personal lo hubiera permitido. Si cualquier simple cristiano corría continuos peligros de perder la vida, mucho más los que por imperativo del deber tenían que actuar como jefes de la perseguida comunidad, en este caso con el carácter supremo y forzosamente visible a que su jerarquía le obligaba.

La Iglesia era ya una verdadera potencia en este tiempo. La fuerza avasalladora de su espíritu había ido superando todas las dificultades que a lo largo del siglo II se levantaron contra ella.

Las persecuciones de Decio y Valeriano sirvieron para robustecerla. Y cuando el último de éstos murió, prisionero de los persas, su hijo y sucesor, Galieno, optó por abrir una era de tolerancia, como quien está convencido de que era imposible, e incluso injusto, destruir aquella religión que tan firmes raíces había logrado echar en el alma de sus seguidores.

¿Progresaría este convencimiento en sus inmediatos sucesores? La Providencia tenía dispuesto que no fuera así. Todavía habían de tardar en aparecer en el horizonte los días de la paz y la victoria definitivas. Durante los años 284 al 305 tiene lugar el largo reinado de Diocleciano, el cual, respetuoso para con los cristianos, sólo al final se desató en una implacable persecución que había de ser la última, pero también la más violenta y general de cuantas se habían decretado. En los años 303 al 305, cediendo a las instigaciones de Valerio, firmó el emperador sucesivos edictos persecutorios, y en todas las regiones del Imperio, excepto en las Galias y Gran Bretaña, innumerables mártires sellaron con su vida la fe que proclamaban. El papa San Marcelino fue una de sus víctimas en el año 304.

Sucedió a este Pontífice en la silla de Pedro el presbítero romano Marcelo, que había sido, en los días de la persecución, uno de aquellos héroes tan frecuentes en la Iglesia de entonces, firmes puntales de la comunidad combativa, a la que, superando dificultades sin cuento, había tratado de sostener con su intrépida caridad y arrojado celo. De él la historia nos dice poco, y la leyenda no mucho. Empezando por la fecha misma de su lección, nos encontramos con que ésta no pudo hacerse hasta mayo o junio del 308, según el catálogo liberiano, o en el 307, según otras fuentes, lo cual significa que hubo un paréntesis de tres o cuatro años, desde la muerte del papa anterior, en que la Iglesia estuvo privada de su jefe visible. Al dolor de la sangre derramada por tantos hijos suyos se unió también el de orfandad y el de desamparo.

No hace falta esforzarse mucho para comprender que la única explicación de este hecho se halla en lo inseguro y turbulento de la situación político-religiosa de la época. Era imposible, mientras duraba la tempestad, que se. reunieran los obispos que habían de intervenir en la elección. Es cierto que Diocleciano abdicó en el 305, y la persecución cesó. Pero no fue así en el Oriente, y aun en la misma Roma aparecieron intermitentes brotes de la misma aun después de que Majencio quedó como único dueño de esta parte del Imperio.

Elegido, por fin, Marcelo, su tarea principal fue restaurar la disciplina eclesiástica, harto quebrantada como consecuencia de la anterior situación, y reorganizar la jerarquía en los diversos grados entonces existentes. Era un hombre de carácter enérgico, aunque templado y sereno; enemigo de estridencias, pero muy tenaz en sus propósitos y valeroso en el mantenimiento de las resoluciones adoptadas. Los que le eligieron conocían sus dotes, y sabían muy bien que era el hombre que las circunstancias reclamaban.

La persecución, sabiamente dirigida mientras duró, había atacado ante todo la organización misma de la vida de la Iglesia.

Sus principales objetivos fueron arrasar los templos y lugares de reunión de los cristianos, quemar los libros sagrados y documentos de los archivos, y llevar a la apostasía o a la muerte a los sacerdotes, con preferencia a los simples fieles.

El nuevo Papa se dedicó ardorosamente a habilitar nuevas iglesias, restableció o elevó a veinticinco los títulos presbiterales de la ciudad de Roma, equivalentes a otras tantas parroquias, consagró nuevos obispos y sacerdotes, estableció un nuevo cementerio, que llegó a hacerse famoso, en la Via Salaria, y abrió las puertas de la reconciliación, no sin exigir la debida penitencia, a quienes, más débiles que apóstatas, se habían separado de la Iglesia en los días amargos y buscaban ahora el abrazo del perdón. Eran los «lapsi» famosos que, con su presencia, tantas veces dieron ocasión en la Iglesia primitiva a conflictos de diversa índole y a doctrinas encontradas, bien por un intolerable rigorismo, bien por una indulgencia inadmisible. De esto último se resentía ahora la tendencia que trataba de prevalecer en Roma. Querían muchos que los que habían sido apóstatas fuesen de nuevo admitidos en la Iglesia sin hacer penitencia. A ello se opuso terminantemente el papa Marcelo.

Con tal motivo, la situación se hizo demasiado tensa entre los partidarios de una y otra tendencia, y llegaron a producirse disturbios y revueltas callejeras en Roma, incluso con derramamiento de sangre. Tachaban al Pontífice de demasiado riguroso, siendo así que él no hacía otra cosa más que mantener la necesaria disciplina penitencial. Esto es lo que dio origen a los llamados cismas romanos, semejantes en algún sentido a los que, por razones de la misma índole, surgirían poco después en Egipto con Melecio y en África con los donatistas.

Majencio, que a la sazón gobernaba en Roma, hizo responsable de todo al papa Marcelo y le condenó al destierro, brutal atropello equivalente a un acto de auténtica persecución. No sólo se trataba de la usurpación de funciones en materia religiosa, que en modo alguno le correspondía, sino de odio manifiesto a la firme actitud que el Pontífice mantenía en defensa de la pureza de la fe y la moral cristiana, y como restaurador de la jerarquía y sus derechos. Poco tiempo después, en enero del 309, según el citado catálogo, o del 308 según otros, moría el santo pontífice en su destierro, consumido de dolor y privaciones.

A estos datos, de los que claramente se hace eco San Dámaso en el epitafio que medio siglo después redactó para honrar la memoria de Marcelo, se añaden algunos otros que sólo se encuentran en actas compuestas varios siglos más tarde, en las cuales resulta difícil distinguir lo verdaderamente histórico de lo que la piadosa leyenda pudo haber añadido. Se nos dice que fue condenado a cuidar, como mozo de establo, las bestias de las caballerizas públicas de Roma, hasta que una piadosa matrona cristiana, Lucila, le brindó refugio oculto en su propia mansión.

Transformada ésta más tarde en iglesia, a ella acudían los cristianos y desde allí seguía ejerciendo su acción pastoral el perseguido Pontífice. Incluso se habla de unas cartas que escribió a los obispos de Antioquía recomendándoles encarecidamente la unión con la sede de Roma. Hasta que por fin, de nuevo descubierto, el perseguidor llevó su ensañamiento al extremo de trasladar los animales a la casa de Lucila, que, de iglesia, se transformó ahora en un inmundo establo, en el cual se extinguió el valeroso Pontífice en un silencioso y lento martirio, nunca rendido su espíritu indomable. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de Priscila.

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