Beata María Teresa Juana Haze

Por: P. A. Maroto, OSB | Fuente: Año Cristiano (2002)

Virgen (+ 1876)

María Teresa del Sagrado Corazón, fundadora de las Hijas de la Cruz de Lieja, nació en esta misma ciudad belga el 28 de febrero de 1782, en el seno de una familia acomodada y de profundas virtudes cristianas. En su bautismo recibió el nombre de Juana. La habían precedido tres hermanas y un hermano, y otras dos hermanitas nacerán después que ella. Sus padres —Luis Haze, profesor y secretario del obispo-príncipe, que ejercía las funciones de alcalde de la ciudad, y Margarita Tombeur, experta recamadora— consiguieron crear un ambiente hogareño lleno de afecto.

Sin embargo, las ondas expansivas del remolino revolucionario francés van a ensombrecer trágicamente este pacífico ambiente familiar sometiéndolo a una durísima prueba. Tanto los Girondinos como los Jacobinos, en su afán de extender la Revolución, tuvieron encuentros armados con las tropas de los Habsburgo. Bélgica se convierte así en un campo de batalla.

El noble carácter católico de Bélgica hacía prever un especial ensañamiento de las hordas iluminadas y anticlericales. El obispo-príncipe se ve constreñido a huir. También para el señor Haze, personalidad relevante en la ciudad, y su familia, la huida a Alemania se hace urgente. Pero en esos momentos la confusión es muy grande. Grupos de soldados que van y vienen, masas enteras de personas que huyen sin rumbo fijo… en esas condiciones es difícil permanecer todos agrupados. Los esposos, con la más pequeña de los hermanos, consiguen llegar a Solingen.

Pero mientras tanto Juana y otras dos hermanas, han perdido el rastro de sus padres y demás hermanos. Una buena señora, mujer de un general austríaco, se percata de la situación y se hace cargo de ellas. El señor Haze, por su parte, dominado por una gran angustia, vuelve sobre sus pasos buscando, sin ningún resultado, a sus hijas perdidas. Esta preocupación, junto a todas las penalidades de aquel éxodo forzoso, hacen que su corazón sufra una profunda crisis que le produce la muerte. Estamos en 1795. Muere en Dusseldorf, solo, abatido por la pena. Los que le han asistido en sus últimos momentos tranquilizarán después a su mujer e hijos diciéndoles que ha muerto con paz y fe. Al cabo de unos días, la mamá Margarita se encuentra de nuevo con sus hijas. Este doloroso acontecimiento aumenta la terrible cruz que grava sobre toda la familia. Juana, por primera vez en su vida, toca con sus dedos el misterio desconcertante de la cruz. Ella no puede menos que estremecerse.

Pasada la tempestad revolucionaria, vuelven a Lieja. La situación política ha cambiado. Existe el Reino de los Países Bajos, con un gobierno elegido e impuesto por los franceses y con predominio holandés. Las nuevas leyes limitan mucho la vida religiosa en Bélgica. Para la familia de Juana el porvenir se presenta tremendamente oscuro. La muerte del padre ha dejado un vacío irreemplazable. La confiscación de sus bienes les obliga, además, a ganarse el pan como pueden.

Pero no se desalientan. Al contrario, afrontan con valor la nueva situación. Juana, junto a su madre y hermanas, realiza trabajos de bordado que proporcionan no sólo los ingresos suficientes para el sustento material, sino incluso permiten al único varón de la casa y esperanza de toda la familia, que pueda proseguir sus estudios de derecho. Parece que de momento se han solucionado los problemas. Sin embargo, una nueva desgracia familiar se va a hacer presente: el mismo día de su licenciatura, muere de repente el hermano. En esta ocasión la cruz no coge a Juana desprevenida. Ya ha aprendido a mirarla de frente y a comprenderla a la luz de la de Cristo. Y, sobre todo, la ha experimentado como una fuente misteriosa de amor y salvación.

Los años pasan rápidamente. La mamá muere en 1820, todas las hermanas se han casado salvo una, Fernanda, que comparte los ideales y las aspiraciones de Juana: amor a Dios en consagración total a él y una entrega sin límites a los demás. En 1824 una amiga común les ofrece la escuela de pago de la que ella es directora, en la parroquia de San Bartolomé, tolerada por el gobierno holandés. Tanto Juana como Fernanda, tienen los requisitos que pide el Estado y la competencia necesaria, pero el hecho de que la escuela sea de pago no entra en sus proyectos. Animadas, sin embargo, por conocidos y amigos, aceptan, añadiéndole enseguida una sección gratuita.

Pero Dios ya piensa en otro campo para ellas… Existía en aquel tiempo, en la parte norte de su parroquia, una amplia zona muy pobre. Al párroco le parece que estas dos mujeres tan entregadas son precisamente las indicadas para sanear aquel ambiente. Les habla de su proyecto y ellas lo toman como un oráculo divino.

La vida del barrio brota de nuevo, aunque el precio que tienen que pagar las dos hermanas es muy alto: viven muy pobremente —la única ayuda que reciben es la del párroco— y el trabajo es mucho. Están físicamente muy debilitadas, pero al mismo tiempo muy contentas de poder vivir la verdadera pobreza evangélica. Oración, escuela, disponibilidad para todos, pobreza, obediencia a los designios de Dios manifestados por el párroco y por las circunstancias de cada día… Sin embargo, todo esto no las satisface del todo y va madurando en su corazón el deseo de una vida religiosa regular y reconocida por la Iglesia.

Ser religiosas, entregarse total e irrevocablemente a Dios, pero, al mismo tiempo, con una disponibilidad absoluta para atender a todos los sectores de la caridad: éstos son sus ideales. Miran a su alrededor y no ven institutos religiosos que correspondan del todo a sus aspiraciones. En estos momentos es cuando asoma al corazón de Juana el proyecto de una fundación religiosa abierta totalmente a las exigencias cambiantes de los tiempos. Fernanda comparte las aspiraciones de Juana y otras dos muchachas les piden también unirse a ellas. Un joven sacerdote, vicario de la parroquia y director espiritual de las dos hermanas, que antes era totalmente contrario a la idea de una fundación —«entrad de carmelitas», les decía—, de una manera imprevista, va a hacer suya la idea y va a colaborar con su experiencia sacerdotal.

Con medios casi milagrosos, consiguen una casita muy cerca de la escuela y un poco más grande que la actual. Juana, Fernanda y sus dos compañeras se trasladan a esta casa y comienzan una vida en común.

Después de muchos imprevistos, el obispo de Lieja, monseñor Van Bommel, aconsejado por don Habets, el director espiritual del grupo, acepta la idea de una fundación religiosa y encarga a este sacerdote —naturalmente iluminado por Juana— la redacción de una regla provisional antes de formalizar la aprobación.

La espera había sido larga para plasmar lo que ella llevaba desde hacía tiempo rumiando en su interior —Juana ha cumplido ya los 50 años—. Las circunstancias políticas lo favorecen también. En 1830 se desploma el Reino de los Países Bajos. Bélgica redacta su propia constitución y proclama a su nuevo rey, Leopoldo I.

Juana y sus compañeras comienzan a pensar en el hábito que van a adoptar. Juana contará después que un día tuvo un sueño: la Virgen la condujo a una capilla en la que había dos religiosas haciendo oración. La Virgen la invita a que se fije en cómo van vestidas. ¡Ése era el hábito que quería para ellas! Juana recordará hasta los mínimos detalles. Otro día, en el patio de la casa, mientras Juana y una de las recién incorporadas contemplaban el cielo terso y sereno, inmersas como estaban en sus proyectos de un amor a Dios cada vez más grande, permanecieron las dos al mismo tiempo con sus corazones suspendidos y su mirada fija en un mismo punto del cielo: de pronto ven aparecer una cruz negra con una guirnalda blanca en su centro. Luego, muy lentamente, como si quisiese imprimirse bien en sus mentes, desapareció de su vista. Esta visión fue la que inspiró las cruces que adoptarían en su vestición religiosa.

Pensaban también qué nombre tomarían. Después de muchas incertidumbres, Juana, cuando se la preguntó oficialmente, dijo con seguridad el nombre que desde tanto tiempo antes llevaba en el corazón: hijas de la cruz.

Por fin la nueva congregación fue aprobada. El 8 de septiembre de 1833, en la iglesia de las carmelitas, en el día del nacimiento de la Virgen, nació la Congregación de las Hijas de la Cruz. Juana Haze, la fundadora, se convierte en la superiora general con el nombre de Madre María Teresa del Corazón de Jesús. Ese mismo día, su hermana Fernanda hace también los votos perpetuos y las otras dos, sor Constanza y sor Clara, hacen votos temporales por un año. Visten el hábito que la Virgen ha elegido para ellas y cuelgan sobre sus hombros la cruz que han visto bajar del cielo.

Numerosas y buenas vocaciones comienzan a llegar. Cuatro años después de la fundación, sólo las religiosas solemnes son ya trece. Pero también, durante este período de tiempo, se han ido yendo a la casa del Padre, una tras otra, las tres compañeras de la madre María Teresa. En estas muertes prematuras parece entreverse un plan de Dios: colocar en su debido lugar a la madre María Teresa como verdadera y única fundadora. Era ella la que tenía que brillar ante sus nuevas hijas con luz propia.

La madre María Teresa, tal y como la describieron las personas que la trataron, tenía un porte majestuoso y grave. Su semblante, en cambio, era bondadoso y amable. Era pausada en el hablar, con un lenguaje sencillo. Su modestia virginal tenía en sí misma la fuerza de una predicación.

Su temperamento natural era vivaz e impulsivo, pero logró dominarlo a la perfección, gracias a una disciplina interior muy fuerte. Su recogimiento habitual, su fidelidad al silencio, revelaban un gran dominio de sí. No toleraba la doblez ni los subterfugios. Amaba la transparencia y la sinceridad. Ella misma daba ejemplo: no escondía sus intenciones, se manifestaba tal y como era. En sus períodos de enfermedad y en su prolongada vejez, fue obediente como una niña a las que la ayudaban. «Como queráis», era su respuesta habitual.

Pero la actitud interior más característica de su alma era la búsqueda continua de la voluntad de Dios. Nunca daba un paso si no lo veía como un plan de Dios, sabiendo esperar todo el tiempo que fuese necesario. Pero una vez que Dios había manifestado su voluntad, desplegaba una fuerza sobrenatural increíble para ponerla por obra.

Su condición de fundadora y superiora general, la vinculó hasta su muerte a su propia obra: la historia de la congregación es su propia historia. Ejerció su cargo con gran sabiduría. Se reservó para sí lo que sólo ella podía hacer: la formación de sus hijas. Salvo los viajes para las nuevas fundaciones y las visitas a las distintas casas, se concentró en transmitir a las sucesivas generaciones de hermanas, desde la casa madre de Lieja, las virtudes propias de su carisma.

El rápido crecimiento de la congregación, las numerosas fundaciones en vida de la Madre y los innumerables y difíciles (algunos incluso heroicos) sectores de caridad que abarca, demuestran la autenticidad de los dones sobrenaturales con que Dios la adornó. Alguien la ha calificado como «la santa de las catorce obras de misericordia».

Una de las primeras obras asistenciales que emprendió la incipiente congregación fue la atención a enfermos en sus propios domicilios. En un principio don Habets no aceptaba esta nueva iniciativa de la Madre. Pero Dios se lo va a hacer comprender rápidamente: le sobrevino una enfermedad larga y grave. Las hijas de la cruz se desviven en atenderle. Al poco tiempo ya no duda: ¡ha visto y ha creído!…

En Lieja las reclusas se encontraban en unas condiciones verdaderamente lamentables. Las autoridades penitenciales les ofrecen a las hijas de la cruz que se ocupen de estas desgraciadas criaturas. Indecibles son los sufrimientos, las incomprensiones, las dificultades de las religiosas en aquel ambiente. Pero también indecible el bien que sembraron y las conversiones que consiguieron.

Al poco tiempo, la Madre, dándose cuenta que las que han redimido su condena a veces no tienen adonde ir, piensa que hay que hacer algo por ellas. Reza, se informa y después de obtener los permisos y los medios necesarios, inicia la primera Casa de redención. En estas casas dará acogida también a mujeres descarriadas. Mientras tanto las hijas de la cruz van aumentando en número y en celo apostólico. En 1844, a los diez años de la fundación, la congregación cuenta ya con 7 casas y 74 religiosas.

Anejo a la cárcel, existía un hospital denominado «de mujeres perdidas». Estaba destinado exclusivamente a mujeres con enfermedades venéreas. Para atenderlas, se solicitó la ayuda de las hijas de la cruz, ya en esos momentos conocidas y apreciadas por todos. La Madre pidió al padre Habets su parecer. Éste duda, pues le parece pedir demasiado a las hermanas. Pero ella le dice: «Mándeme a mí, se lo ruego. También estas mujeres perdidas son almas por las que Cristo ha derramado toda su sangre». A los pocos días, un pequeño grupo de hijas de la cruz se incorpora al hospital.

Pero otra nueva obra de misericordia llama a la puerta. Las autoridades locales, que administran un viejo hospicio en el condado de Reckheim, le ofrecen a la madre María Teresa y a sus hijas el cuidado asistencia! De 342 seres humanos que allí se amontonaban. Para ilustrar lo que era este hospicio basta con decir que los mendigos sentían verdadero terror cuando se les amenazaba con mandarles allí. En este hospicio se concentraban, en medio de un abandono y promiscuidad increíbles, todas las miserias físicas y morales: dementes, enfermos incurables, ancianos, incluso niños. A este lugar inmundo llegaron en 1843, acompañadas por la Madre, seis hijas de la cruz.

El año 1849 va a ser, para la hermosa ciudad de Lieja, un año trágico: estalla el cólera. Los hospitales no dan abasto. Se instalan lazaretos en las distintas zonas afectadas, pero en el barrio donde está la casa madre con el noviciado y las escuelas, no hay posibilidad de instalarlo. Los casos de cólera crecen: el pánico se ha adueñado de todos. La madre María Teresa ora y se arriesga. Después de consultar a don Habets y a las religiosas —que en casos de necesidad competían entre ellas a ver quién era la primera en decir que sí—, manda desalojar un ala de la escuela, poniéndola a disposición del Ayuntamiento y, como era de esperar, ofrece a sus monjas para curar a los enfermos.

Pero, a pesar de tantos esfuerzos, el cólera no disminuye y las monjas resultan insuficientes para atender a tantos enfermos. Pero una vez más el genio organizador de la madre María Teresa va a dar con la solución: pregunta a las mujeres de la Casa de la redención si quieren colaborar con las monjas en la atención a los enfermos del cólera, sin esconderles los grandes riesgos que pueden correr. Muchas de aquellas mujeres aceptan con entusiasmo la propuesta sintiéndose incluso muy honradas. Dios obró en ellas maravillas. Se van a hacer capaces de regenerarse completamente.

La Madre está feliz. Ve la expansión de su congregación, el aumento de las vocaciones y el buen concepto que todos tienen de ellas, pero al mismo tiempo teme que una expansión apostólica tan rápida vaya en menoscabo de la vida profunda de oración. Es que para ella la presencia del Señor en la Eucaristía era una fuente constante de su amor a Dios y a los demás. Del sagrario sacaba la imprescindible sumisión a la voluntad divina. En sus ratos de oración silenciosa se sentía impregnada de la sabiduría que necesitaba para dirigir su acción y de la valentía para emprender nuevas fundaciones. Por eso multiplica sus recomendaciones sobre una más estricta observancia de la regla y sobre la necesaria formación espiritual de todas las religiosas.

Pero el Señor sigue llamando, pues el mundo del dolor espera. En 1851 es la cercana Alemania la que busca a las hijas de la cruz. Se acepta y Alemania comienza enseguida a dar numerosas y santas vocaciones.

Pero, por primera vez, una repentina llamada hace titubear de verdad a la Madre. Se trata de la India que, en aquellos tiempos, aparecía a los ojos de los europeos lejana e inaccesible. El obispo de Bombay, el jesuita Mons. Steins, las reclama insistentemente. La madre María Teresa no sabe qué decisión tomar. Piensa: «Hay tanto que hacer en Europa…». Hay que tener en cuenta también que ella había cumplido ya los ochenta años y el pensamiento de no poder acompañar a sus hijas, como siempre había hecho, y las distancias tan grandes que las separarían, la hacían titubear. Les decía a sus hijas: «Es que no sé dónde vais a vivir, en qué condiciones os vais a encontrar…». Pero la voluntad del Señor, que era siempre lo que ella buscaba, terminará por imponerse. Así, el 27 de enero de 1862 las primeras cinco hijas de la cruz marchan para la India. La Madre las ve partir con nostalgia, ofreciendo en silencio a Dios todo su sufrimiento y esperando sólo en él.

Y, efectivamente, el Señor sabía muy bien lo que hacía. Hoy, a la distancia de muchos años, se ven claros sus planes: en la actualidad, las dos provincias de la India y la provincia de Paquistán son las más numerosas en vocaciones y las más florecientes en variedad de obras apostólicas.

En 1863 es Inglaterra la que lanza su llamada a las hijas de la cruz y ellas, ya de una manera natural, aceptan. Pero en 1866 sobreviene una trágica emergencia: estalla la guerra entre Prusia y Austria. Los hombres son movilizados y se buscan mujeres valerosas para asistir a los heridos. La madre María Teresa no duda. También en esta ocasión excepcional dan las hijas de la cruz la más sublime prueba de caridad, como lo atestigua una larga carta de la emperatriz Augusta de Sajonia-Weimar, en nombre del emperador Guillermo I, elogiando el heroísmo cristiano de las religiosas.

Pero los vaivenes de los hombres son imprevisibles. Justamente un año después, el gobierno prusiano expulsa a todas las hermanas, porque una nueva ley prohíbe cualquier tipo de actividad religiosa.

En medio de tantas fatigas y preocupaciones, aceptadas siempre con fe profunda, la vida de la Madre llega con plena lucidez a su fin. Estamos a 7 de enero de 1876. Es primer viernes de mes, día dedicado al Sagrado Corazón de Jesús.

Su cuerpo se ha ido apagando lentamente en los últimos días. De vez en cuando abre sus ojos, aprieta con ternura la mano a las religiosas que se le acercan. Es su última despedida. Inmóvil en su cruz, sin voz, sin fuerzas… se está consumiendo, tranquila y pacientemente, por Aquel que tanto ha amado. Su partida de este mundo se realiza muy dulcemente, casi sin agonía.

Son las cuatro de la tarde. Sus hijas rodean aquella cama que era un altar. La más anciana, sor Cecilia, recita las preces de los agonizantes. Serenamente, sin estertores, se va al encuentro del Esposo. En febrero cumpliría 94 años.

En el mismo año, aunque en edad mucho más joven, muere también don Habets que había sido el apoyo valioso e inteligente de la Madre desde los comienzos de su itinerario espiritual y al que las hijas de la cruz consideran como su padre cofundador.

El proceso de canonización de la madre María Teresa Haze se inició en 1903, en la diócesis de Lieja, y se concluyó en Roma el 9 de febrero de 1941, cuando el papa Pío XII promulgaba el decreto sobre la heroicidad de sus virtudes. Fue beatificada el 21 de abril de 1991 por el Papa Juan Pablo II.

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