Por: Bernardino Llorca, SI | Fuente: Año Cristiano (2002)
Obispo (+ ca.530)
San Remigio, célebre obispo de Reims, conocido en la historia principalmente por el hecho de haber bautizado al rey Clodoveo y un buen número de su pueblo, fue hombre, según el testimonio de San Gregorio de Tours, insigne por su erudición y santidad y por sus obras maravillosas, por todo lo cual es considerado como el apóstol de los francos. Las fuentes que nos informan sobre él, principalmente San Gregorio de Tours y San Avito de Vienne, aunque fieles en la relación de los hechos fundamentales, no son absolutamente seguras en lo que se refiere a los detalles de los mismos. Sin embargo, tomando el conjunto de éstos, podemos decir que estamos suficientemente informados.
Nacido en Laon, hacia el año 437, de padres galos, hizo tan considerables progresos en su formación, y particularmente en la elocuencia, que, según el testimonio de Sidonio Apolinar, compañero suyo en los primeros años, llegó a superar a todos sus iguales. Contando sólo veintidós años de edad, al quedar vacante en 459 la sede de Reims, fue él destinado para la misma, y los hechos probaron bien pronto que con su celo y fervor de espíritu suplía lo que le faltaba de experiencia.
No poseemos muchas noticias sobre la actividad de San Remigio durante la primera etapa de su vida, desde su elevación a la sede de Reims, en 459, hasta el gran acontecimiento de la conversión de Clodoveo, hacia el 496, en que tan directamente intervino San Remigio. Pero lo poco que conocemos nos lo presenta como un prelado eminente, consciente de sus deberes y entregado de lleno a la instrucción y gobierno de su pueblo.
Sabemos por Sidonio Apolinar que desarrolló gran actividad en convertir a muchos entre los invasores francos y someterlos al yugo de Cristo. Él mismo atestigua que poseyó un volumen de los sermones de Remigio, cuya suavidad, belleza de expresión y plenitud de doctrina pondera extraordinariamente. Con esta elocuencia, a la que se juntaba su eminente santidad, contribuyó eficazmente a poner el fundamento de la conversión del pueblo de los francos.
Entre los pocos documentos que de este tiempo se nos han conservado es digna de memoria una carta, dirigida por San Remigio hacia el año 482 a Clodoveo, en la que lo felicitaba por su feliz principio como rey de los francos en la región de Tournai y le daba excelentes orientaciones y consejos para el gobierno de su pueblo. Así le dice:
«Debéis mostrar deferencia con los sacerdotes y recurrir siempre a su consejo. Si reina armonía entre vos y ellos, vuestro reino sacará de ello mucho provecho… Que todos os amen y os respeten… Que vuestro tribunal sea asequible a todos y que nadie salga triste de él. Emplearéis todas las riquezas de vuestros padres en librar cautivos y desatar las cadenas de los esclavos…».
De hecho, tal era ya su prestigio por este tiempo que, cuando Clodoveo conquistó la Galia del Norte, en torno al año 490, Remigio fue, seguramente, el intermediario entre la población indígena, cristiana en su mayoría, y los dirigentes conquistadores. Todo su empeño lo dirigió desde entonces a atraer al mismo Clodoveo a la religión cristiana.
Precisamente la intervención de San Remigio en la conversión definitiva de Clodoveo y del pueblo franco constituye el punto más interesante y glorioso de su vida. Por esto es conveniente notarla con alguna detención. Ante todo, consta que en este tiempo Clodoveo, aunque continuaba afecto al paganismo, trataba amistosamente con los cristianos, que constituían la mayoría de la población indígena. Él mismo había tomado por esposa a la católica Clotilde, hija del rey cristiano de Borgoña, Chilperico. Más aún: sabemos que ella realizó repetidos intentos de convertir a su esposo al cristianismo, y que éste consintió en que su primogénito fuera bautizado. Es verdad que según se refiere, habiendo muerto el niño poco después del bautismo, echó en cara a la reina esta muerte, afirmando que no habría muerto si hubiera sido puesto bajo la protección de los dioses francos; sin embargo, volvió a permitir que su segundo hijo fuera bautizado.
Estando, pues, Clodoveo en esta disposición tuvo lugar su conversión, según todos los indicios, durante la guerra que mantuvo contra los alamanes el año 496 o tal vez 497. ¿Cómo sucedió este importante acontecimiento y qué intervención tuvo en él San Remigio, el apóstol de los francos? No es fácil responder con absoluta objetividad a esta pregunta. Sin embargo, teniendo presente el relato de San Gregorio de Tours, que es quien más detalles nos ofrece, y otras noticias contemporáneas, podemos responder substancialmente lo siguiente:
Habiendo irrumpido los alamanes en el territorio de los francos encontrábase Clodoveo en el momento decisivo de la batalla. Más aún: cuando advirtió que los francos comenzaban a ceder y que era inminente la victoria de sus enemigos, invocó al Dios de su esposa, Santa Clotilde, prometiéndole abrazar la fe si le concedía la victoria. De hecho, inesperadamente, volvieron la espalda los enemigos y emprendieron la huida. Ante un hecho tan sorprendente, Clodoveo, ya victorioso, se decidió a realizar lo prometido.
A este hecho fundamental añade San Gregorio de Tours diversos detalles, de cuya objetividad no ofrece plenas garantías.
Tales son: que su esposa, Clotilde, antes de emprender Clodoveo la batalla, le dijo: «Señor, si quieres alcanzar victoria, invoca al Dios de los cristianos: si tú lo invocas con toda confianza, nada se te puede resistir». A lo cual respondió Clodoveo que así lo haría, y, si salía victorioso, se haría cristiano. Por esto el mismo historiador, en el momento crítico de la batalla, pone en boca del rey franco estas palabras invocando al Señor:
«¡Oh Cristo, a quien Clotilde invoca como Dios vivo!, yo imploro tu ayuda. He invocado a mis dioses, y ellos no tienen ningún poder. Acudo, pues, a ti. Yo creo en ti. Líbrame de mis enemigos y yo me bautizaré en tu nombre».
El mismo Gregorio de Tours añade multitud de detalles sobre los acontecimientos que luego siguieron: cómo, lleno de júbilo por la victoria, exclamó al encontrarse con su esposa, Clotilde: «Clodoveo ha vencido a los alamanes pero tú has vencido a Clodoveo». Y a continuación realizó con toda solemnidad el acto trascendental de su propio bautismo y de gran número de magnates de su pueblo. Reduciendo, pues, a lo substancial todo este relato, podemos sintetizarlo de la manera siguiente:
Con el consejo de su esposa, Santa Clotilde, Clodoveo se puso en contacto con San Remigio de Reims, y, efectivamente, bajo su dirección, tanto el rey como un buen número de magnates y del pueblo recibieron la instrucción necesaria para poder recibir el bautismo. Clodoveo manifestó, por una parte, su preocupación de que muchos de ellos, particularmente los hombres de su guardia personal, no renunciarían fácilmente a sus dioses, y, por otra, su voluntad de que no se forzara a nadie a abrazar la fe cristiana. Pero la mayoría de los magnates y demás cortesanos se manifestó decidida a seguir el ejemplo de su rey. Así, pues, dedicóse de lleno San Remigio a la obra de su instrucción, en lo que consta que le ayudó otro santo insigne, San Vedasto.
La escena misma del bautismo, aun exponiéndonos a mezclar los hechos estrictamente históricos con detalles subjetivos del cronista, vale la pena reproducirla como nos la refiere San Gregorio. En efecto, con el objeto de impresionar los sentidos de aquel pueblo bárbaro con las solemnes ceremonias del bautismo, San Remigio y la reina Clotilde procuraron que la ciudad de Reims, donde se reaÜ2Ó probablemente este gran acto, se engalanara con toda magnificencia y que la catedral y el baptisterio aparecieran con los esplendores de las grandes fiestas. Luego añade el historiador:
«El nuevo Constantino avanza hacia el baptisterio. Cuando hubo entrado en él, en presencia de todo el pueblo y de la corte entera que lo contemplaba, el obispo Remigio le dice: “Inclina humildemente tu cabeza; adora lo que hasta ahora has quemado: quema lo que hasta aquí has adorado”. Así, pues, habiendo hecho Clodoveo la profesión de fe en Dios omnipotente y en la Trinidad, fue bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
A continuación San Remigio bautizó a dos hermanas del rey y, con la ayuda de otros sacerdotes, a unos tres mil hombres de la corte y del ejército, así como también a gran multitud de mujeres y niños. Muchos suponen que estos acontecimientos tuvieron lugar el 25 de diciembre de 496, el mismo año de la victoria de Clodoveo sobre los alamanes.
Fácilmente se comprende el entusiasmo con que recibió estos acontecimientos el episcopado de las Galias. San Avito de Vienne escribía al príncipe:
«Vuestra fe es nuestra victoria […] ¿Osaré yo predicaros la misericordia de Dios, cuando un pueblo, hasta ahora cautivo, celebra la vuestra con transportes de júbilo ante el mundo entero y con lágrimas delante de Dios? Yo no formulo más que un voto: puesto que Dios va a hacer, por vuestro medio, un pueblo enteramente suyo, esparcid del tesoro de vuestro corazón semillas de fe entre los pueblos vecinos que, viviendo en su ignorancia, no han sido corrompidos por los gérmenes de las doctrinas perversas».
Una vez realizada la conversión oficial del pueblo franco, en la que tan activa parte tuvo San Remigio, continuó éste trabajando con la mayor intensidad en su ulterior instrucción. Bajo la protección de Clodoveo continuó esparciendo entre los francos la semilla del Evangelio, con lo cual realizó una obra admirable.
La leyenda le atribuye un número extraordinario de milagros en esta labor de evangelización. A este propósito es célebre, sobre todo, la de la vasija o ampolla santa, que se conservaba en la abadía de San Remigio, que se supone ser la misma que sirvió para ungir con el óleo santo del bautismo al rey Clodoveo y que vino milagrosamente del cielo. Esta vasija se empleaba en la consagración de los reyes de Francia, pero fue rota en la Revolución Francesa, si bien se conserva una parte de ella en la catedral de Reims.
Los obispos, reunidos en una asamblea convocada en Reims, declararon que se sentían impulsados a la defensa de la fe por el ejemplo viviente de San Remigio, el cual, según ellos afirman, «en todas partes destruyó los altares de los ídolos, realizando multitud de milagros». De él conservamos una carta, escrita poco después de la muerte de Clodoveo, ocurrida en 511, y dirigida al obispo de Tongres-Maestricht. En tono enérgico reprocha a este último obispo algunos excesos cometidos contra algunos pueblos. De este modo aparece la entereza de carácter con que continuó trabajando hasta el fin de su vida.
De todo ello se deduce que San Remigio, en la última etapa de su vida, hizo lo que pudo para promover el Evangelio entre el pueblo de los francos, recién convertido al cristianismo, por lo cual, con justo título, es venerado como su apóstol. En un sínodo celebrado en 517 convirtió a un obispo arriano, que se había presentado para argüir contra el santo obispo. Sin embargo, su acción apostólica no siempre encontró la aprobación y buena acogida entre sus hermanos de episcopado.
Poco después de la muerte de Clodoveo, probablemente en 512, los obispos de París, Sens y Auxerre le escribieron acerca de un sacerdote, llamado Claudio, ordenado por él a petición del rey. En la carta le reprochan el haber ordenado a un hombre mercader, según ellos, de degradación, y dan a entender que piensan fue sobornado para ello, acusándole de haber perdonado todos los desaciertos financieros de Claudio. Se conserva la carta con la que San Remigio respondió a este cúmulo de inculpaciones y acusaciones infundadas. Claramente convencido de que aquellos obispos estaban llenos de despecho y apasionamiento, se lo manifiesta así con toda claridad, pero su respuesta es un modelo de paciencia y caridad.
San Gregorio de Tours atestigua que gobernó la Iglesia de Reims setenta años, y que murió en paz hacia el año 530. Se ha conservado el texto de un testamento, que se le atribuye. Probablemente es auténtica la versión breve del mismo. Su fiesta se celebró en distintas fechas, y la Iglesia de Reims le dedicaba cinco durante el año: el 12 de enero, la vigilia; el 13, su fiesta, el 29 de mayo, la traslación, el 1 de octubre, otra trasladan; el 30 de diciembre, su relación. Pero, al fin, prevaleció el 1 de octubre como única fiesta.