San Severino

Por: Enrique Iniesta Collant-Valera, schp | Fuente: Año Cristiano (2002)

Abad (+ 482)

Al considerar un poco a fondo cada época de la historia, la primera consecuencia es de una curiosa humildad: todos los momentos históricos aparecen claves, críticos, decisivos. Objetivamente hay que acabar opinando así pese a que filósofos de la historia de talla actualmente han caído en creer nuestros años como especialmente distintos y de límite. Y es que, así como el individuo se sitúa en el centro de su mundo y su ambiente pequeño y todo lo interpreta como circunstancia personal, de igual forma cada generación y cada siglo se ha colocado en el centro de dos épocas y ha tenido la petulancia y el egotismo de juzgarse históricamente en el umbral de una nueva edad.

También puede nacer esta postura y opinión de un sentido de responsabilidad loable, de la conciencia de saberse protagonista del rumbo de su tiempo y querer redimir a la humanidad y su historia del pecado original y sus secuelas, constante lastre, constante anticristo frente al que es preciso plantarse. En realidad, todas las épocas fueron cruciales de una manera semejante. Nuestro siglo XX es decisivo para la divinización del mundo como lo fue el XIX —con todas las locuras de sus libertades sin freno—, lo fue el siglo llamado de «las luces» por su laicización general y su cultura antirreligiosa, lo fue el XVII con la universal resquebrajadura de la unidad religiosa europea, y el XVI por el neopaganismo renacentista que afectó a la misma Roma. Los siglos de la Edad Media fueron tan críticos para el nacimiento de las naciones que su catalogación mereció el nombre preciso de «Media», de borrón y nueva cuenta. La etapa anterior se llama «Edad de Hierro» de la Iglesia, lo que era lo mismo que decir de la humanidad y la cultura, por ser todo lo humano y culto prácticamente eclesiástico. Y el derrumbamiento del Imperio latino tuvo iguales categorías de crucial.

Siempre ha sido nuestra Iglesia la conciencia del mundo. Siempre ha llevado ella la responsabilidad y la tarea de educar y dignificar a los hombres, de lavar heridas y levantar otra vez los muros y las instituciones, el idealismo y la espiritualidad de cada momento.

Por eso hablar de la Iglesia es hablar de la continuidad de la obra educadora de la humanidad.

Todo esto nace de la simple consideración del ambiente que rodeó y justificó la figura de San Severino, quien, por vivir la inquietud de la Iglesia de su tiempo, puede ser escogido como figura tipo de su época. Entonces anticristo se llamó Atila, como después se llamaría Lutero, Voltaire, más tarde Napoleón, Hitler y Stalin.

El ambiente del santo abad fue bronco, decisivo, de universal naufragio y de anuncio de un nuevo mundo. Si su silueta histórica es de ejemplar, sus coordenadas geográficas también resultan asimismo muestra de la tónica general del momento. El origen de Severino es un misterio; pero más importa su obra que su fuente. A su estilo austero y tan poco de este mundo, conviene maravillosamente este pasado en nieblas. Por su trato exquisito, su lenguaje escogido y su cultura, hizo sospechar cuna italiana. Con ello sería una vez más Roma la madre de los pueblos.

Severino había llegado hasta la provincia romana del Nórico —entre las actuales Baviera y Hungría— cuando aquella región inhóspita se conmovía trágicamente contra las embestidas en aluvión de los pueblos bárbaros en las últimas resistencias imperiales. Corría el año 453 a grupas del corcel de Atila, el huno, ya sin jinete al haber muerto entre los coros salvajes de sus hombres que cabalgaron hasta días entre trompas de guerra en torno de su tienda en homenaje póstumo.

Los herederos de Atila se disputaban el reino húngaro y los confines del Danubio ante la temerosa expectativa, de las guarniciones romanas debilitadas por el rigor invernal. Era ésta una de las primeras versiones de la gran defensa del Asia frente a la Europa culta: el hielo. Contrasta con el escenario abigarrado de violencia la figura de Severino, el monje que llevaba una vida pobre, casta, pacífica. Ni los hielos, ni las distancias, ni los peligros de caer en manos de las partidas guerreras incontroladas, pusieron freno a su caridad, que era larga como cruel la barba de los invasores.

El primer campo de su acción fue la ciudad de Astura, en una de las orillas del Danubio. Vivió allí una existencia retirada hasta que se le vio llamando a penitencia a sacerdotes y pueblo. Les habla de la necesidad de mudar de vida como medio de desarmar al Señor en su ira antes de que sufran la invasión que vaticina inminente. Pero fue en vano. Todas las insistencias del Santo fueron inútiles, por lo que, después de señalar a un buen anciano que le hospedó el día y la hora en que sr cumplirían sus predicciones, partió para Cumana, plaza fuerte cercana a Astura. Cumana ya había caído en manos bárbaras, pero otros pueblos amenazaban con nuevo sitio y matanza. Por ello también les amonestó al cambio de vida y, cuando empezaban los oyentes a discutir las razones del Santo, un hombre, huido de la destrucción de la vencida Astura, les testimonió del cumplimiento de las palabras de Severino. «Nada de esto hubiera sucedido de haber dado oídos al santo varón que nos lo anunciaba». Y señaló al monje predicador: «Éste es el que quiso librarnos».

Se resolvieron a tres días de oración que terminaron con la ayuda del cielo por un terremoto que hizo huir a los bárbaros. La fama del Santo corrió y de nuevo encontró motivo en los prodigios que obró en Fabiena que, bloqueada por los hielos la navegación fluvial, perecía de hambre. También con la oración y penitencia logró Severino que fundieran los ríos, y desde la Retia llegaron los navios salvadores.

La crítica histórica se estrella ante el misterio de esta existencia. Ya sus contemporáneos, concretamente los habitantes de Cumana, deseosos de conocer la naturaleza de su salvador, fracasaron. La única fuente de conocimiento de esta vida pintoresca es la Vita Sancti Severini de su discípulo Eugipio. Este escrito tiene toda la candidez suficiente para averiguar un fondo indudable de veracidad y lograr una abundancia de detalles capaces de dibujar en el santo abad una talla de ejemplar de la Iglesia de su siglo.

Era suyo un criterio fundamental sobre las relaciones entre los desastres y la justicia vindicativa de Dios. Si Atila había dejado nombre y fama de «azote de Dios», azotes divinos sabía ver Severino en todas las calamidades que desde la guerra llovían sobre los territorios y los hombres de aquel imperio corrompido.

Aunque su vida transcurrió en olor de multitudes, su temperamento era inclinado a la soledad monacal. Para ella fundaba monasterios a su paso sin arraigarse en ninguno de ellos, pero buscando en todos esa vida retirada en Dios. Pese a esta vocación contemplativa, señala Eugipio que «cuanto más ardientemente deseaba darse a la soledad, tantas más revelaciones le movían a no negar su presencia a los pueblos afligidos». Por eso seguía su predicación evangélica por aquellas llanuras heladas, descalzo, ayunando, mientras se hacía respetar por romanos y bárbaros, los que, incluso siendo arríanos, le veneraban como a santo en la más universal acepción.

En campo abierto, predica y sana enfermos. Siempre a cambio de la penitencia que predicaba, de la limosna a los pobres deportados por las huidas en masa que empujaba la guerra, de la confianza en Dios.

Odoacro había hecho del Nórico puente de sus incursiones en las propias tierras de Italia y, cuando se decidió a la aventura definitiva, oyó de labios de Severino una profecía que no había de olvidar jamás: «Hijo mío, pasa a Italia. Si ahora vas vestido de pieles, te verás después en situación de dispensar grandes beneficios a tus semejantes». Este reyezuelo de un pueblo mínimo acabó, en el 476, venciendo las postreras resistencias imperiales y, depuesto Rómulo Augústulo, sentándose en el trono de Italia.

El prestigio del santo crecía y le fue pedido aceptara una silla episcopal. Su reacción reveló de nuevo su ahondado deseo de solitario: «Bastante es haberme privado de la soledad para mezclarme con las multitudes». Y quedó en abad de los dos monasterios que fundó.

La misión de paz, educación y esplritualismo de la Iglesia está siempre alumbrando en la historia figuras como la de Severino. Las comunidades religiosas suelen ser la herencia que estos hombres dejan para extensión y continuidad de su estilo y su labor. Severino fundó dos monasterios de importancia y otros muchos auxiliares. Boetro —la actual Instadt—, Fabiena. También Batavia, a la que arrancó de la rapiña de Giboldo, rey de los alamanes, por quien era extraordinariamente apreciado y de quien logró el canje de prisioneros. En Instadt su fundación persiste en basílica y en ella se conserva la celda del santo abad.

Le pidieron los bátavos que fuera a solicitar del rey Flava de los susos permiso para comerciar. El Santo respondió: «Llega tiempo en que esta ciudad sea un desierto como con otras ha sucedido. ¿Para qué proveer de comercio un lugar en que ningún comerciante podrá comprar ni vender?». La rudeza de la contestación provocó a un sacerdote a increparle diciendo: «Vete, te ruego, vete deprisa y, con tu marcha, descansemos un poco de ayunos y vigilias». Estas palabras levantaron un clamoreo burlesco entre el pueblo en contra de Severino, quien marchó de la ciudad prediciendo el castigo. Poco después Curimundo invadió el lugar y el sacerdote poco amigo de las austeridades murió en el mismo sitio en que pronunciara sus palabras hirientes.

Cuenta Eugipio que en la ciudad de Tulnam había surgido una secta secreta cuyo culto califica de «nefando» el biógrafo. El Santo predicó al pueblo según su costumbre y los sacerdotes hicieron ayuno por tres días. Entonces ordenó Severino repartir cirios por las casas que después llevarían los fieles al templo con ocasión de los divinos oficios. Suplicó allí el hombre de Dios que se mostrara la luz del Espíritu Santo para que fueran descubiertos los herejes, pese al secreto en que se escondían. Después de su oración, la mayor parte de los cirios se encendieron de súbito milagrosamente mientras permanecían apagados los de los inficionados por error. Fue en esta misma ciudad donde hubo de intervenir con ocasión de una desoladora plaga de langosta. Reunió como de costumbre al pueblo para oración y penitencia. Acudió al templo «todo sexo y edad, incluso los que con la voz aún no podían rezar», y, cuando todos estaban entregados a estas prácticas, uno dejó el resto y estuvo en su campo de mies combatiendo la plaga. Sólo después volvió a la iglesia. Su cosecha quedó devorada en medio de la abundante mies de los demás.

Esta rudeza de los medios —rezos, ayunos, penitencias— y de las reacciones justicieras, es nota que colorea la vida de San Severino de un tinte especial un tanto apocalíptico, muy propio del ambiente violento y de límite que trae consigo todo período de guerra y crueldad.

También alumbra un franciscanismo adelantado como ocurrió en Kuntzing, donde el Danubio hacía tremendos destrozos con sus riadas, y su iglesia, edificada extramuros de la ciudad, sufría aún mayor daño. Ordenó Severino grabar la señal de la cruz en el pavimento del templo y habló así al río: «No te deja mi Señor Jesucristo traspasar este signo». Y el Danubio obedeció siempre desde entonces. Sólo una fe evangélica —la que traslada montes y tuerce ríos— es capaz de plantarse ante el caudal turbulento y correr el riesgo de esta orden tan expuesta al fracaso más público.

En tanto, Odoacro, ya rey de Italia por la caída del Imperio, no olvidó la profecía que de este triunfo le había hecho el santo abad y, en su memoria, él, arriano, no se contentó con no perseguir a los católicos, sino que los protegió deferentemente. Fue el último homenaje de los pueblos bárbaros al Santo y como el adelanto y primera cosecha de la educación que había de hacer la Iglesia, a través de toda la Edad Media, sobre estos pueblos.

Severino, sintiéndose próximo a la muerte, llamó al rey Fleteo y a su hermano Federico de Nórica, que acudieron a Fabiena para recoger el testamento del monje. «Veo cercana la muerte, les dijo, por eso os conjuro a que respetéis la hacienda de vuestros subditos y proveáis los monasterios faltos de mi ayuda a causa de mi muerte».

Desde entonces se entregó a la preparación para el trance y a cuantos le visitaban, les anunciaba día y hora que había conocido por revelación. Llegado el momento, abrazando a los monjes y con el salmo 150 en los labios, murió: «Laúdate Dominum in sanctis eius…».

Era el 8 de enero del 482. Los hielos del Danubio echaron de menos desde aquel invierno los pies de Severino evangelizando paz, evangelizando bien.

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