Por: Juan Ferrando Roig | Fuente: Año Cristiano (2002)
Diácono y mártir (+ 304)
En marzo del 303 se publicó el primer edicto imperial, en el cual se ordenaba que las iglesias fueran arrasadas y los libros sagrados echados al fuego. Como penas, se establecía que las personas ilustres serían tachadas de infamia y que los plebeyos perderían la libertad. A poca distancia de ese edicto siguieron otros, ordenando el encarcelamiento de los jefes de la Iglesia y obligarles a sacrificar a los dioses sin parar en medios; que se diera tortura sin limitación, a criterio de los magistrados, a todo cristiano que no renegase de sus creencias; y para que nadie pudiera escapar, todo el mundo debía presentarse en determinado día para ofrecer a los dioses el sacrificio prescrito.
Las leyes no podían ser más severas ni más difíciles de burlar. Maximiano se dio prisa para que se cumplieran los edictos en nuestra Península, cuya cristiandad era floreciente, y para ello mandó al prefecto Daciano. Éste estuvo en España un par de años y se dio a conocer en todas partes por su fanatismo y crueldad. A él debemos la gloria de tener tantos mártires y gracias a ellos ha perdurado el nombre de Daciano. Entró por los Pirineos. Dejó la pequeña Gerona al cuidado del juez Rufino, pasando él a Barcelona. En esa ciudad se conformó con un escarmiento pasajero sacrificando a Cucufate, un apóstol seglar, y a la jovencita Eulalia, una espontánea. Y siguió el camino hasta Zaragoza, la floreciente colonia César Augusta emplazada a orillas del Ebro. Allí se encontró con el obispo Valerio, el diácono Vicente y un grupo numeroso de cristianos tenaces, decididos a todo menos a renegar la fe. Zaragoza fue la ciudad de España que tuvo más mártires.
Las actas que poseemos sobre el martirio de San Vicente son tardías, mas concuerdan en lo sustancial y en muchos detalles con el himno de Aurelio Prudencio y con los panegíricos que le dedicó San Agustín. Vicente descendía de una familia ilustre y era hijo de padres cristianos. Piadoso y despierto que era, se aficionó de muy joven al servicio de la Iglesia. Valerio, el obispo, era un celoso propagador de la fe, pero hallándose ya anciano y con dificultad en el hablar, adivinó en el joven Vicente un buen colaborador. Le ordenó diácono, le nombró su arcediano, o sea, el primero de los siete diáconos que había en las iglesias catedralicias, y le encargó el ministerio de la predicación.
Vicente predicaba y convencía. Por su elocuencia, fervor y ejemplaridad de vida pronto se hizo popular.
En eso, llega Daciano a Zaragoza. Sacrifica a los dioses según costumbre, publica el edicto y espera. Comienzan las denuncias y consiguientes encarcelamientos. Valerio y Vicente, maniatados, fueron conducidos a la cárcel. Daciano no se atrevió a juzgarlos en la misma ciudad, sin duda por temor a un tumulto. Se marchaba a Valencia y llevóse a los presos. Allí, lejos del apoyo moral de los feligreses, creía ablandarlos con más facilidad.
Ya en Valencia, fueron conducidos un día ante el tribunal.
El agotado obispo no se explicaba a satisfacción del Prefecto; mas allí estaba Vicente dispuesto a secundarlo, y lo hizo con frases tajantes: «No creemos en vuestros dioses. Sólo existe Cristo y el Padre, que son un solo Dios. Nosotros somos siervos suyos y testigos de esa verdad. Arráncame, si puedes, esta fe». Daciano se desentendió del anciano obispo, mandándolo al destierro; mas, para el arrogante diácono comenzaron los tormentos.
La justicia romana utilizaba la tortura como medio corriente para arrancar a los reos la verdad. Para con los cristianos sucedía a la inversa: se les atormentaba para que negasen. Había diversos grados de tortura: el potro o ecúleo, los garfios y tenazas y, finalmente, el fuego. Vicente pasó por todos ellos. En primer lugar lo extendieron sobre el ecúleo para descoyuntarle los miembros. Viendo que el joven aguantaba impávido, el juez ordenó que le desgarraran el cuerpo con garfios de hierro. Entre tanto, Vicente decía:
«Te equivocas si piensas que me castigas desgarrando estos miembros, mientras no puedes manchar el alma libre e intacta. Te empeñas en romper un vaso de tierra, por otra parte frágil, que de todas formas ha de quebrarse pronto».
A Daciano le desconcertó la entereza de aquel joven y, comenzando a dudar del triunfo, cambió de método. «Pase —le dice— que no quieras sacrificar a nuestros dioses; pero, entrégame por lo menos los libros de tu religión para que los eche al fuego». Vicente se niega una vez más, rotundamente, y Daciano, cegado por la ira, ordena el supremo grado de tortura, el fuego. El mártir es colocado sobre unas parrillas puestas al rojo y aplican a su cuerpo hierros candentes. Vicente permanecía inmóvil en medio de aquel horrendo suplicio; sólo levantaba los ojos al cielo, no pudiendo levantar las manos porque las tenía atadas.
Con frecuencia, los hagiógrafos nos presentan a los mártires como insensibles a los tormentos. Aunque alguna vez se pudiera dar este caso por gracia especial, lo ordinario no fue así, los mártires sentían las torturas en sus carnes y padecían de verdad. El auxilio divino no consistía en hacer el tormento innocuo, sino en hacerlo llevadero. Y es que Dios nuestro Señor, cuando nos pone en un apuro, del orden que sea, nos da al mismo tiempo las gracias necesarias para salir de él. Nunca somos probados por encima de nuestras fuerzas. Vicente no hubiera resistido aquello humanamente. Resistía porque Dios le ayudaba. Era la gracia divina. Lo cual nunca pudieron comprender los paganos y atribuían tanta resistencia a obstinación, teatralidad o magia.
Vicente salió triunfante una vez más de aquella prueba.
Antes se cansaron los verdugos de atormentar que el Santo de resistir. No sabiendo qué hacer de aquel cuerpo horriblemente lacerado y quemado, Daciano, consciente de la derrota, se lo sacó de delante, mandándolo al lugar más oscuro del calabozo.
Parece que el poeta Prudencio visitó esta cárcel, pues unos años más tarde, al cantar el martirio de nuestro Santo, la describe en estos términos: «En el fondo del calabozo hay un lugar más negro que las mismas tinieblas, un covacho que forman las estrechas piedras de una bóveda inmunda; allí reina una noche eterna y jamás llegó a penetrar un rayo de luz». Despojando lo que hubiere de exaltación poética, esta descripción concuerda con lo que eran algunas celdas; más lóbregas que las comunes, para castigar e incomunicar a determinados prisioneros.
Pero Dios no abandonó a Vicente. Aquella noche el calabozo se iluminó de pronto, el suelo quedó sembrado de flores, el Santo se vio sobre un lecho mullido y los ángeles descendieron junto a él y le recreaban con celestiales armonías, mientras uno de ellos le decía con rostro sonriente: «Levántate, ínclito mártir, y únete como compañero nuestro a los coros celestiales». Vicente, que había resistido tantos tormentos, no resistió el goce anticipado de la felicidad celeste y falleció en aquellas circunstancias. Se convirtió el carcelero, que se había dado cuenta de todo, y un grupo de cristianos fue a rendirle homenaje.
Pasamos por alto las hermosas leyendas que se tejieron alrededor de su entierro. El cuervo que defendía el cuerpo sagrado de la voracidad de otras aves; la piedra atada al cadáver, la cual, en vez de sumergirlo en el mar, lo retorna a la orilla. Los artistas medievales echarán mano de estos atributos para representar al santo diácono.
El culto a San Vicente se propagó enseguida. San Agustín atestigua que la Iglesia de África leía públicamente las actas el día de la fiesta. El papa San León Magno en Roma y San Ambrosio en Milán hicieron el panegírico en el aniversario de su muerte. Elogian la intrepidez de nuestro Santo San Isidoro de Sevilla y San Bernardo. En la Roma medieval había tres basílicas dedicadas a San Vicente. Las había también en otras partes de Italia, en Francia y en la Dalmacia (actual Yugoslavia). El culto favoreció el reparto de reliquias. Se encuentran éstas en muchas ciudades de España, Portugal y Francia, a donde las llevó, según cuentan las crónicas, el rey franco Childeberto, en el siglo VI, y las repartió por París, Metz, Castres y Besancon. Alrededor de los traslados de reliquias han surgido también curiosas leyendas, que, si no responden siempre a la estricta verdad, dan idea de la gran devoción que le tenían los fieles. San Vicente ha resultado ser el más famoso de los santos españoles, sin duda porque hasta el último momento supo hacer honor al nombre de Vincentius, o sea invicto.