Meditación para el Jueves Santo del papa Benedicto XVI

La Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del ángel del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre amparada y reconstruida.

En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta pascual, la Pascua era el primer día del año, el día en que Israel había de ser nuevamente defendido contra la amenaza de la nada. La casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida, el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que permite vivir y guarda la creación. También en tiempos de Jesús se celebraba la Pascua en las casas, en las familias, luego de la inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la ciudad de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación contra la noche del caos, y sus muros eran como diques que defendieran la creación.

Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la ciudad santa, para volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su liberación y fundamento. Hay aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo se halla siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también desde dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y rigen. Tiene necesidad de volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua representaba este retorno anual de Israel, desde los peligros de aquel caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había fundado y que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel sabía que sobre él brillaba la estrella de la elección, era también consciente de que su buena o malaventura traería consecuencias para el mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el destino de la tierra y de la creación.

También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia. Obrando de este modo, obedecía también a un precepto entonces vigente, según el cual los judíos que acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos, llamadas chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la familia de la Pascua. Y es así como la Pascua ha venido a ser también una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la chaburah de Jesús, su familia, la que el fundó con sus compañeros de peregrinación, con los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia.

Como compañeros suyos de peregrinación, nosotros somos su casa, y de esta suerte la Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad que es para nosotros lo que fue Jerusalén, casa viviente que aleja las fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros mismos. La Iglesia es la nueva ciudad en cuanto familia de Jesús; es la Jerusalén viviente, cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas amenazantes del caos, que se confabulan para destruir el mundo. Sus murallas se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de Cristo, es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce límites. Este amor es la potencia que lucha contra el caos; es la fuerza creadora que funda continuamente al mundo, los pueblos y las familias, y de este modo nos ofrece el shalom, el lugar de la paz, en el que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro, el uno proyectado hacia el otro.

Pienso que, sobre todo en nuestro tiempo, existen sobradas razones para reflexionar de nuevo sobre tales analogías y referencias, y para dejar que ellas nos hablen. Porque no podemos menos de ver la fuerza del caos; no podemos menos de ver cómo surgen, precisamente en el seno de una sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo, las fuerzas primordiales del caos que se oponen a lo que esa sociedad define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha llegado a la cúspide del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación es amenazada por las oscuras potencias que anidan en el corazón del hombre y cuya sombra se cierne sobre el mundo.

Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden por sí solos alejar la capacidad destructiva del caos. Únicamente pueden hacerlo las murallas auténticas que el Señor nos ha construido y la nueva familia que nos ha dado. Y yo pienso que, por este motivo, la fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de los nómadas a través de Israel y de Cristo, tiene también una importancia política eminente en el más profundo de los sentidos. Nuestros pueblos de Europa tienen necesidad de volver a sus fundamentos espirituales si no quieren perecer, víctimas de la autodestrucción.

Esta fiesta debería volver a ser hoy una fiesta de la familia, que es el auténtico dique puesto para defensa de la nación y de la humanidad. Quiera Dios que alcancemos a comprender de nuevo esta admonición, de suerte que renovemos la celebración de la familia como casa viviente, donde la humanidad crece y se vence al caos y la nada. Pero debemos añadir que la familia, este lugar de la humanidad, este abrigo de la criatura, únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta bajo el signo del Cordero, cuando es protegida por la fuerza de la fe y congregada por el amor de Jesucristo. La familia aislada no puede sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran familia, que le da estabilidad y firmeza. Por esta razón, ésta ha de ser la noche en la que rehacemos el camino que conduce a la nueva ciudad, a la nueva familia, a la Iglesia; la noche en que de nuevo nos adherimos a ella con el más firme de los vínculos, como a la patria del corazón. En esta noche deberíamos aprender de esta familia de Jesucristo a conocer mejor a la familia humana y a la humanidad que ha de guiarnos y protegernos.

Se nos ofrece otra reflexión. Israel heredó esta fiesta del culto y de la cultura de los nómadas. Celebraban éstos la fiesta de la primavera el día en que iniciaban una nueva migración con sus rebaños. Lo primero que se hacía era trazar con sangre de cordero un círculo en torno a las tiendas. Con este gesto trataban de defenderse seguramente contra las fuerzas de la muerte, a las que deberían enfrentarse en no pocas ocasiones en el mundo desconocido del desierto. La ceremonia se llevaba a cabo con las vestimentas del peregrino en el momento de la partida, con la comida de los nómadas, el cordero, las hierbas amargas, que sustituían a la sal, y con el pan sin levadura. Israel ha heredado de sus tiempos de nomadismo estos elementos fundamentales en la celebración tradicional de la fiesta, y la Pascua le ha recordado siempre el tiempo en que era un pueblo sin hogar, un pueblo en camino y sin patria. Esta fiesta le ha traído siempre a la memoria que, aun cuando tenemos casa, seguimos siendo nómadas; como hombres que somos, nunca nos hallamos definitivamente en casa, estamos siempre con el pie en el estribo. Y pues vamos de camino y nada nos pertenece, todo cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno para el otro. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pascha como «paso», y expresó de este modo el camino de Jesucristo a través de la muerte hasta la nueva vida de la Resurrección.

Por este motivo, la Pascua ha sido siempre, y sigue siendo hoy para nosotros, fiesta de la peregrinación; también a nosotros nos dice: somos únicamente huéspedes en la tierra; todos somos huéspedes de Dios. Por eso nos exhorta a sentirnos hermanos de aquellos que son huéspedes, pues nosotros mismos no somos otra cosa que huéspedes. Somos tan sólo huéspedes en la tierra; el Señor, que se hizo él mismo huésped y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en este mundo han perdido la patria; espera de nosotros que nos pongamos a disposición de los que sufren, de los olvidados, de los encarcelados, de los perseguidos. El está presente en todos ellos. En la ley de Israel, cuando se dan normas para el tiempo en que el pueblo se establezca definitivamente en la tierra prometida, se insiste en prescribir que los peregrinos sean tratados igual que todos; y al hacerlo, se acude siempre a las palabras: «¡Recuerda que tú mismo fuiste nómada y peregrino!» Somos nómadas y peregrinos. Este es el punto de vista desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida misma, el ser el uno para el otro.

Estamos tan sólo de paso en la tierra, y esto nos hace recordar nuestra más secreta y profunda condición de peregrinos; nos hace recordar que la tierra no es nuestra meta definitiva, que estamos en camino hacia el mundo nuevo, y que las cosas de la tierra no constituyen la realidad última y definitiva. Apenas nos atrevemos a decirlo, porque se nos echa en cara que los cristianos no se han preocupado nunca de las cosas terrenas, que no se han entregado en serio a edificar la ciudad nueva de este mundo, siempre con el pretexto de que tenían en el otro su morada. Nada de esto es verdad. Quien se zambulle en el mundo, aquel que ve en la tierra el único cielo, hace de la tierra un infierno, porque la fuerza a ser lo que no puede ser, porque quiere poseer en ella la realidad definitiva, y de esta suerte exige algo que le enfrenta consigo mismo, con la verdad y con los demás. 

No; nos hacemos libres, libres de la codicia de poseer, justamente cuando tomamos conciencia de nuestro ser nómadas; es entonces cuando nos hacemos libres los unos para los otros, y es entonces también cuando se nos confía la responsabilidad de transformar la tierra, hasta que podamos un día depositarla en las manos de Dios. Por esta razón, esta noche del tránsito, que nos recuerda el último y definitivo trayecto del Señor, ha de ser para nosotros exhortación constante a recordar nuestro último viaje y a no echar en olvido que un día debemos abandonar todo cuanto poseemos, y que, al final de la vida, lo que de veras cuenta no es lo que tenemos, sino únicamente lo que somos; que, a lo último, deberemos responder sobre cómo -fundados en la fe- hemos sido personas en este mundo, personas que se han dado recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad.

La Pascua se celebraba en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero después de la comida, él se levantó y salió fuera, rebasó los límites establecidos por la ley, porque pasó al otro lado del torrente Cedrón, que señalaba los confines de Jerusalén. No tuvo miedo del caos, no quiso esquivarlo, se adentró en él hasta lo más profundo, hasta las fauces mismas de la muerte. Jesús salió, y esto significa que, pues las murallas de la Iglesia son la fe y el amor de Jesucristo, la Iglesia no es plaza fortificada, sino ciudad abierta; y, en consecuencia, creer significa salir también con Jesucristo, no temer el caos, porque Jesús es el más fuerte, porque él penetró en ese caos, y nosotros, al afrontarlo, le seguimos a «él». Creer significa salir fuera de los muros y, en medio de este mundo caótico crear espacios de fe y de amor, fundados en la fuerza de Jesucristo. El Señor salió fuera: éste es el signo de su fuerza. Bajó a la noche de Getsemaní, a la noche de la cruz, a la noche del sepulcro. Y pudo bajar porque, frente al poder de la muerte, él es el más fuerte; porque su amor lleva en sí el amor de Dios, que es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por tanto, se hace real justamente en este salir, en el camino de la Pasión, de suerte que, en el misterio de Getsemaní, se halla ya presente el misterio del gozo pascual. El es el más fuerte; no hay potencia que pueda resistírsele ni lugar que él no llene con su presencia. Nos invita a todos a emprender el camino con él, pues donde hay fe y amor, allí está él, allí la fuerza de la paz, que vence la nada y la muerte.

Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, que representa la soledad de Getsemaní, la soledad de la mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles; quieren acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con él, en medio de las tinieblas, la luz de la vida, que «él» mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible que en este mundo se levante el nuevo día, la vida de la Resurrección, que ya no conoce la noche. En la fe cristiana alcanzamos esta promesa.

Pidamos a Jesús en esta Cuaresma que haga resplandecer su luz por encima de todas las oscuridades de este mundo; que nos haga entender, también a nosotros, que él permanece siempre a nuestro lado en la hora de la soledad y el vacío, en la noche de este mundo, y que así edifica, por nuestro medio, la nueva ciudad de este mundo, el lugar de su paz, de la nueva creación.

Texto tomado de:
Ratzinger, J. (1990). El camino pascual. Madrid: BAC. págs. 107-113.

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