La historia del festivo árbol comienza en los densos bosques de Alemania, en el siglo VIII. El gran san Bonifacio, obispo y apóstol de aquellas tierras, había estado atrayendo un buen número de tribus paganas al rebaño de Jesucristo. Pero su labor no era fácil. A veces, los conversos, cuya fe todavía era vacilante, recaían en las perversas costumbres de sus antepasados.
En cierta ocasión, Bonifacio tuvo que realizar un largo viaje a Roma, donde fue a pedir consejo al papa Gregorio II. Meses después, al volver a la región del Bajo Hesse, durante el solsticio de invierno, sorprendió horrorizado a algunos nativos que estaban a punto de realizar uno de los holocaustos humanos anuales exigidos por la religión primitiva. Liberando a los nueve niños que iban a ser víctimas, el celoso obispo quiso entonces dar un testimonio público de lo impotentes que son los falsos dioses delante del Cordero de Dios.
Bonifacio mandó talar un enorme roble de Thor, bajo el que se iba a realizar el sangriento sacrificio y mientras tanto leía el Evangelio y les ofreció y plantó un abeto, un árbol de paz que representa la vida eterna porque sus hojas siempre están verdes y porque su copa señala al cielo. Los sacerdotes paganos amenazaron al obispo con ser fulminado por los rayos del dios del trueno por lo que había realizado. Sin embargo, derrumbado el árbol, nada sucedió, para humillación de los paganos.
Los relapsos se arrepintieron entonces, y muchos idólatras pidieron el sacramento del bautismo. La caída del árbol de Thor representó la caída del paganismo en aquellas regiones.
Los germanos, ya pacificados y convertidos, adoptaron entonces el pino como símbolo cristiano. Él siempre apunta al cielo y su ramaje eternamente verde nos recuerda Aquél que nos concedió la vida eterna. Bajo sus ramas ya no hay ofrendas crueles, sino los regalos en honra de Cristo recién nacido.
Años y años más tarde, el árbol de Navidad traspuso las fronteras de Alemania. En los siglos XVIII y XIX se hizo habitual entre la nobleza europea, alcanzando las cortes de Austria, Francia e Inglaterra, hasta la lejana Rusia. De los palacios se extendió al pueblo de Europa, y, por fin, en los días de hoy, lo encontramos por todo el orbe.
En el centro de la cristiandad, en plena Plaza de san Pedro, todos los años, es levantado un árbol de grandes proporciones, elegantemente adornado. Tocado por su belleza y simbolismo, el papa Juan Pablo II se refirió a él, en diciembre de 2004:
«La fiesta de Navidad, tal vez la tradición popular más querida, es extremadamente rica en símbolos, unidos a las diferentes culturas. Entre todos, el más importante es, sin duda, el Nacimiento […].
Al lado de éste, como en esta Plaza de san Pedro, encontramos el tradicional ‘árbol de Navidad’. También ésta es una antigua tradición, que exalta el valor de la vida, porque durante el invierno, el árbol siempre verde se convierte en una señal de la vida que no perece. Generalmente, es un árbol adornado y a los pies de este son colocados los dones de Navidad.
Así, el símbolo se vuelve elocuente también en un sentido típicamente cristiano: evoca a nuestra mente el ‘árbol de la vida’ (Cf. Gn 2,9), figura de Cristo, supremo don de Dios a la Humanidad.
Por consiguiente, el mensaje del árbol de Navidad es que la vida permanece ‘siempre verde’, si ella se vuelve don; no tanto de cosas materiales, sino de sí mismo: en la amistad y en el cariño sincero, en la ayuda fraterna y en el perdón, en el tiempo compartido y en la escucha recíproca. Que María nos ayude a vivir la Navidad como una ocasión para saborear la alegría de darnos a nosotros mismos a los hermanos, especialmente a los más necesitados» (Ángelus, 19/12/2004).
Además, el árbol de Navidad recuerda al árbol del Paraíso de cuyos frutos comieron Adán y Eva, y de donde vino el pecado original; y por lo tanto recuerda que Jesucristo ha venido a ser Mesías prometido para la reconciliación. Pero también representa al árbol de la Vida o la vida eterna, por ser de tipo perenne. Por otra parte, el árbol navideño simboliza la descendencia y el brote del Árbol de Jesé que sería Jesús, el culmen de las profecías y promesas hechas a Israel.