La Liturgia católica de la Palabra, luz y vida

Por: P. José María Iraburu | Fuente: Reforma o Apostasía.

Ascendido al cielo nuestro Señor Jesucristo, a la vista de sus discípulos, «una nube lo ocultó a sus ojos» (Hch 1,9), y quedó ya Cristo para nosotros invisible hasta la Parusía, hasta su segunda venida, la definitiva. ¿Y mientras tanto?…

La sagrada Liturgia, con sus signos visibles, audibles y eficaces, es en este mundo presencia real de Cristo, manifestación suya y comunicación de su Espíritu. En la liturgia, especialmente en la Eucaristía, para los cristianos que tienen abiertos los ojos de la fe, Cristo se hace audible, visible y palpable. «Mi carne es verdadera comida» (Jn 6,55). «Donde dos o más se congregan en mi nombre, allí estoy yo [realmente presente] en medio de ellos» (Mt 18,20). «Dichosos los que sin ver han creído» (Jn 10,29).

La presencia de Cristo en la liturgia se da de varios modos, y todos son reales. El Concilio Vaticano II hace una enumeración de las modalides fundamentales de la presencia de Cristo.

«Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y cantasalmos, aquel mismo que prometió: “donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20)» (SC 7a).

A partir de la presencia de Jesús, que está en los cielos, han de entenderse todos estos modos eclesiales de hacerse realmente presente entre nosotros. Voy a considerar ahora especialmente la presencia de Cristo en las palabras de la sagrada liturgia. <em”>Oímos a Cristo en la liturgia con la misma realidad cierta con que le oían hace veinte siglos. Su palabra se mantiene siempre viva en el misterio de la Iglesia, según el mismo Cristo lo aseguró: «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35); «el que a vosotros oye, a Mí me oye» (Lc 10,16). Y así lo afirmó San Pedro: «tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).

Es real y verdadera la presencia de Cristo en su palabra. Escuchamos realmente a Cristo cuando oímos la voz de la Iglesia en la liturgia, su expresión más plena.Si creemos, gracias a Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en el pan consagrado, también por gracia divina hemos de creer en la realidad de la presencia de Cristo cuando nos habla en la liturgia. Recordemos aquí lo que dice Pablo VI: que la presencia eucarística «se llama real no por exclusión, como si las otras [modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es substancial» (enc. Mysterium fidei 1965,22). Sin embargo, hemos de reconocer que con frecuencia hemos sido bien educados para captar la presencia real de Cristo en el Pan eucarístico, y poco para captar la presencia real de Cristo en su Palabra.

Palabra de Dios. Cuando el ministro, confesando su fe, dice al término de las lecturas: «Palabra de Dios», no afirma solamente que «ésta fue la palabra de Dios», dicha hace veinte o más siglos, que ahora recordamos piadosamente; sino que «ésta es la palabra de Dios», la que precisamente hoy el Señor está dirigiendo a todos sus hijos al paso de las horas, desde el Oriente hasta el Occidente.

La Iglesia católica enseña que Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien nos habla» (Sacrosanctum Concilium 7). En efecto, «cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio. Por eso, las lecturas de la palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia un elemento de la mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración» (OGMR 9).

«En las lecturas, que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con los cantos y muestra su adhesión a ella con la Profesión de fe [el Credo]; y una vez nutrido con ella, en la oración universal, hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo» (OGMR 33).

Hemos de recibir del Padre celeste el pan espiritual de la Palabra encarnadaEn la liturgia es el Padre quien pronuncia en Cristo la plenitud de su palabra eterna, ya que no tiene otra, y por él –por ella– nos comunica su Espíritu. En efecto, cuando nosotros queremos comunicar a otro nuestro espíritu, le hablamos, pues en la palabra encontramos el medio mejor para transmitir nuestro espíritu. Y nuestra palabra humana transmite, claro está, espíritu humano. Pues bien, el Padre celestial, hablándonos por su Hijo Jesucristo, plenitud de la Palabra eterna divina, nos comunica su espíritu, el Espíritu Santo.

Siendo esto así, hemos de aprender a comulgar a Cristo-Palabra como comulgamos a Cristo-Pan, pues incluso si nos dice el Maestro que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4), también puede aplicarse su afirmación si la referimos al pan eucarístico. Es el mismo Cristo quien nos vivifica hablándonos, pues por su palabra nos comunica su Espíritu: es Él quien nos habla por medio de la Iglesia. Y si al escuchar la Palabra divina es muy importante enterarnos de lo que nos dice, por supuesto, aún más importante es enteranos de quién nos está hablando.

En la liturgia de la Palabra se reproduce aquella escena de Nazaret, cuando Cristo asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura» de un texto de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: “hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir”» (Lc 4,16-21). Con la misma realidad le escuchamos nosotros en la misa. Y con esa misma veracidad experimentamos también aquel encuentro con Cristo resucitado que vivieron los discípulos de Emaús: «se dijeron uno a otro: ¿no ardían nuestros corazones mientras en el camino nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).

La doble mesa del Señor. En la eucaristía, como sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la liturgia del Sacrificio, en la que se nos da el Pan de vida. Y lo primero va unido a lo segundo, lo prepara y lo fundamenta. Ya sabemos que ése fue también el orden –liturgia de la Palabra primero, liturgia del Sacrificio después– que se dió en el sacrificio del Sinaí (Ex 24,7), en la Cena del Señor, en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (Lc 24,13-32), en la Liturgia católica ya desde el tiempo de los Apóstoles (155, San Justino, I Apología 67; 380, Constituciones de los Apóstoles, II, 57,1-21).

En este sentido, el Vaticano II, siguiendo antigua tradición, ve en la eucaristía «la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la eucaristía» (Presbyterorum ordinis 18; cf. Dei Verbum 21; OGMR 8). En efecto, desde el ambón se nos comunica Cristo como palabra, y desde el altar se nos da como pan. Y así el Padre, tanto por la Palabra divina como por el Pan de vida, es decir, por su Hijo Jesucristo, nos vivifica en la eucaristía, comunicándonos su Espíritu Santo.

Por eso San Agustín, en un tiempo y lugar en el que se recibía la comunión eucarística en la mano, refiriéndose no solo a las lecturas sagradas sino a la misma predicación –«el que os oye, me oye» (Lc 10,16)–, decía: «toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo» (ML 39,2319). Es la misma convicción de San Jerónimo: «Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús. Cuando él dice “quien come mi carne y bebe mi sangre”, ésas son palabras que han de entenderse de la Eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero cuerpo y sangre de Cristo» (ML 26,1259).

«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo» (DV 21). De hecho, al Libro sagrado se presta en el ambón, como al símbolo de la presencia de Cristo Maestro, unos signos de veneración semejantes a los que se atribuyen al cuerpo de Cristo en el altar. En las celebraciones solemnes, si el altar se besa, se inciensa y se adorna con luces, en honor de Cristo, Pan de vida, también el leccionario en el ambón se besa, se inciensa y se rodea de luces, honrando a Cristo, Palabra de vida. La Iglesia confiesa así que es el mismo Cristo el que, a través del sacerdote o de los lectores, «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).

Lo diré de paso. –Un ambón pequeño, feo, portátil, que se retira quizá a un rincón tras la celebración, no es el objeto sagrado que la Iglesia quiere como signo para expresar el lugar de la Palabra divina en la misa. –Tampoco parece apropiado confiar las lecturas litúrgicas de la Palabra a niños o a personas que leen con dificultad. Si en algún caso puede ser esto conveniente, normalmente no es lo adecuado para simbolizar la presencia de Cristo que habla a su pueblo. La tradición de la Iglesia, hasta hoy, entiende el oficio de lectorcomo «un auténtico ministerio litúrgico» (SC 29; cf. Código 230; 231,1).

Una anécdota histórica significativa. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III, expresa bien la veneración de la Iglesia antigua hacia el oficio de lector, cuando instituye en tal ministerio a Aurelio, un mártir que ha sobrevivido a la prueba. En efecto, según San Cipriano comunica a sus fieles, le confiere «el oficio de lector, ya que nada cuadra mejor a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión de Dios que resonar en la lectura pública de la divina Escritura. Después de las sublimes palabras que se pronunciaron [en el martirio] para dar testimonio de Cristo, es propio leer el Evangelio de Cristo por el que se hacen los mártires, y subir al ambón después del potro. En éste quedó [Aurelio] expuesto a la vista de la muchedumbre de paganos; aquí debe estarlo a la vista de los hermanos» (Carta 38). No se confiaba a cualquiera el oficio de lector.

El Pan nuestro «de cada día». La lectura de la Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, especialmente en el curso de lecturas de la Misa y de las Horas, nos permite escuchar los mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por eso, «el que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las Iglesias» (Ap 2,11). Así como cada día la luz del sol va amaneciendo e iluminando las diversas partes del mundo, así la palabra de Cristo, una misma, va iluminando a su Iglesia en todas las naciones, comenzando en el Oriente y terminando en el Poniente. Es el pan de la palabra que ese día, concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte el Señor a sus fieles. Innumerables cristianos, de tantas lenguas y naciones, están en ese mismo día meditando y orando esas mismas palabras de la sagrada Escritura que Cristo les ha dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en Nazaret, podemos decir al escuchar la Liturgia de la Palabra: «hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,21).

La lectio divina es la forma tradicional de la oración meditativa. En ese modo de oración se medita las palabras que el Señor nos ha dicho hoy a sus hijos, en el hoy litúrgico de la Iglesia. Por eso se entiende bien, a la luz de lo que venimos considerando, que es conveniente, aunque no necesario, que la oración meditativa sea litúrgica, es decir, que escuche la palabra que Dios expresa ese día por medio de la Iglesia, que reciba concretamente el Pan espiritual de la palabra, justamente aquella que la Madre Iglesia da hoy a sus hijos: que coma de ese Pan y que lo asimile.

El Misal y las Horas litúrgicas ofrecen al orante el mejor alimento para su meditación, y no solo por la calidad intrínseca de sus elementos –preciosos textos de la Escritura, antífonas, enseñanzas de los Padres y de los santos, oraciones de la Iglesia–, sino porque en la fiesta del día, en el momento concreto del Año litúrgico, quiere el Señor comunicarnos luces y gracias peculiares, que con su ayuda queremos recibir por la meditación orante en el hoy lleno de gracia de la Liturgia de la Iglesia.

El nexo meditación-liturgia debe ser preferente, pero, por supuesto, no necesario y exclusivo. Sin embargo, una desvinculación habitual entre el curso de la liturgia y el curso de la meditación privada indicaría un subjetivismo poco atento a lo que el Espíritu Santo quiere ir diciendo a su Iglesia.

De la liturgia de la Palabra pasamos a la liturgia del Sacrificio eucarístico, de la que trataré, Deo volente, en otra ocasión. El paso de la Palabra al Sacrificio se da en la oración del Ofertorio, que va precedida siempre de esta otra: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre todopoderoso. –El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia».

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