Por: Manuel Useros Carretero | Fuente: Año Cristiano (2002)
Religioso (+ 1892)
San Antonio María Pucci, uno de los siete hermanos de la humilde familia de Agustín y María Pucci, de Poggiole, encantador pueblecito acostado en las laderas preapenínicas toscanas, en la provincia del Dante, no ha llamado la atención de los conocedores del arte y de la cultura italiana. El párroco de Viareggio, diócesis de Lucca, pertenece a otra página de la historia de este pueblo armónicamente paradójico, capaz de ser a la vez garibaldino y rezador, papista y anticlerical, de honda cristiandad de Catacumbas y de atisbos de romanidad pagana. Es la historia de una generación de hombres santos, sacerdotes santificados en contacto con el pueblo fiel, a través de una labor pastoral, desde Juan Leonardo y Felipe Neri al papa Sarto y Juan Bosco.
El padre Pucci fue beatificado sesenta años después de su muerte por Pío XII, en 1952, y en su haber de santo cuenta extraordinariamente una cosa: cuarenta y cinco años de párroco y religioso servita ejemplar.
No obstante la heroicidad de sus virtudes, los trazos elementales de su biografía traen al recuerdo tantas vidas paralelas de seminaristas y sacerdotes, compañeros de estudios unos, conocidos otros tal vez en la propia parroquia. Ya durante su vida el padre Pucci se hizo tan familiar e íntimo a sus feligreses, que cariñosamente le llamaban «el Curatino». Una de estas figuras de párroco, que ha visto nacer y morir casi toda una generación y ahonda en el corazón del pueblo, como una institución patriarcal.
Sin un apellido ilustre, su nombre bautismal era Eustaquio. Nació en 1819. Monaguillo servicial y piadoso, ganó la confianza de don Luigi, su párroco. En cambio de los servicios prestados recibía clase de latín y cultura general. No conoció el Liceo del Renacimiento italiano. Y no lo echaría de menos después; su vida sacerdotal transcurrió ajena a la lucha de políticas y de culturas; y eso que su tiempo fue el de la unidad italiana y en parte pertenecía al de la «Kulturkamp6>. En último término, su padre no pretendía hacer de Eustaquio más que un buen labrador; y se opuso cuando el párroco de Poggiole fue a hablarle de que Eustaquio, joven ya de dieciocho años, aspiraba a «hacerse cura». Considerando su piedad mañana, don Luigi le había propuesto ingresar en la Orden de los Siervos de la Madre de Dios, de Florencia, con quienes cultivaba una sincera amistad y estima.
Al fin, el hombre del arado y de la esteva cedió al hombre de iglesia, y consintió; el padre de Eustaquio no era de los peores parroquianos de don Luigi. Y el «curato» se hace respetar mucho también en Italia, hoy todavía, entre las buenas familias de las parroquias rurales.
Conseguido el permiso paterno, Eustaquio ingresaba el 10 de julio de 1837 en el convento de la Anunciación. La primera etapa de su vida aldeana se cierra con un certificado protocolario de buena conducta, presentado por el párroco al superior de Florencia. ¡Habría hecho tantos otros para sus feligreses! Y, sin embargo, aquel del hijo de la familia Pucci sería un eslabón más del proceso de canonización de un santo.
Su inclinación al sacerdocio, observada por don Luigi y alguno de sus familiares que le habían visto jugar «a decir misa», se convirtió en realidad. Eustaquio, ahora fray Antonio María, fue ordenado sacerdote el 24 de septiembre de 1843. Los Siervos de María, cuyo origen, bordeado de leyenda, data del siglo XIII, conservan una tradición más eremítica que monacal, más pastoral que académica, caracterizada por la propagación de la devoción a la Virgen de los Dolores. En su santoral cuenta con diez santos canonizados: San Felipe Benizzi, San Pellegrino Lazioni, Santa Giuliana Falconen y los siete santos fundadores. La historiografía moderna de la Orden encuentra su máxima figura en el cardenal Lepicier, muerto en 1936.
El nombre del padre Antonio María Pucci nos lleva al ambiente recoleto donde el «Curatdno» fue destinado a ejercer su ministerio: Viareggio, pequeña ciudad junto al Tirreno, hoy famosa playa internacional. Tres años de coadjutor y después… siempre párroco de San Andrés. Sus feligreses eran casi todos pescadores, que se fueron encariñando poco a poco con el párroco de pequeña estatura y ojos serenos. Los más íntimos se sentirían orgullosos de tener un párroco apreciado en la curia de Lucca, de la que había sido nombrado, tan joven como era todavía, examinador prosinodal. Los primeros años de actividad pastoral no le habían impedido preparar el examen de «maestro en Sagrada Teología», título que concedía el capítulo de la Orden. En otro ambiente, el padre Pucci hubiera sido tal vez un hombre de estudios; pero si la Orden ha perdido un científico, ha ganado, en cambio, un santo.
Los que le conocieron, confiesan que no era simpático; su voz nasal y de tono monótono, la cabeza siempre inclinada, sus ligeros gestos nerviosos, no hacían de su persona una figura estética. Se diría que era un hombre con complejo de inferioridad. Algunos contemporáneos, al saber que se introducía su proceso de canonización, desconfiaban del éxito, porque consideraban que era una personalidad ordinaria. No es un caso aislado. También el alcalde de Viareggio, de aquella época liberal, respondía al superior de San Andrés, que solicitaba la dedicación de una calle en recuerdo del padre Pucci, minimizando su actuación y justificando su negativa: «Al fin y al cabo, es un cura, que no ha hecho más que cumplir con su deber».
Es bella esta heroicidad humilde de un párroco que cumple durante cuarenta y cinco años con su deber. Heroicidad perseverante y desapercibida en su actividad apostólica y en su vida de religioso. Como el cardenal Laurenti, prefecto de la Congregación de Ritos, decía, de broma y de veras, al padre Ferrini, postulador general de la Orden: «Si el padre Pucci ha sido siempre buen párroco y buen religioso a la vez, es sin duda un santo de verdad».
Objetivo central de sus preocupaciones pastorales fue la organización parroquial: catequesis y beneficencia, grupos de seglares y fundación de religiosas, acción social y apostolado del mar.
Para desarrollar más eficazmente sus tareas de catequista, organizó la Congregación de la Doctrina Cristiana. Con sorprendente espíritu de dinamismo apostólico utilizaba todos los resortes para atraer los niños a la parroquia; ayudado de sus fieles militantes de la congregación, daba especial relieve, religioso y espectacular a la vez, a las fiestas de las primeras comuniones, del reparto de premios, de la «Befana» (o «hada-buena»), manifestación italiana de la tradición española de los Reyes Magos, llevando él mismo los juguetes a casa de los niños.
Con una concepción orgánica de las obras parroquiales, instituyó para la formación integral de los jóvenes y en función también de la catequesis la «Compañía de San Luis». Sin conocerse, el padre Pucci realizaba con los jóvenes una labor paralela a la que contemporáneamente San Juan Bosco lleva a cabo en Turín. Humano y perspicaz psicólogo, no olvidaba prescribir a sus muchachos en el reglamento de la asociación que «buscaran un buen amigo y huyeran de los tristes». Posteriormente, esta asociación fue la base en Viareggio de uno de los primeros centros interparroquiales de la Acción Católica, promovida poco después de la muerte del padre Pucci con las directrices pontificias.
Incrementó la devoción eucarística con la Cofradía del Santísimo Sacramento y organizó los grupos apostólicos femeninos, cuya dirección encomendó a una joven piadosa, Giuliana Lucci; más tarde, con otro grupo de jóvenes de la parroquia, ingresó en las Siervas de María de Viareggio, cuya fundación se atribuye fundadamente al Beato Pucci.
La incorporación de los seglares al apostolado parroquial, en un plano más ambicioso, llevada a cabo con un moderno espíritu de iniciativa por el padre Pucci, está vinculada a los azares políticos de la época. Eran tiempos en que el ideal mazziniano de la República italiana adquiría un intenso desarrollo. El romanticismo católico liberal afloraba un Papa, en frase de Chateaubriand, «León de la libertad italiana».
Contra tal previsión ilusionada, la unidad de Italia, sin intervención pontificia, fue proclamada por Cavour en Turín, en 1861. En 1870 las tropas italianas eran saludadas en Roma como libertadoras y Pío IX se refugiaba en el Vaticano. Cairoli, Crispí, Zanardelli, De Pretiis son nombres de notables republicanos, antipontificios, conmemorados ahora como gloria nacional en las calles de la que en otros tiempos fue la Roma papal. Cavour resumía su ideología política en pocas palabras: «La Iglesia libre en Estado libre». El espíritu laico tomó auge en Italia después de la constitución del Reino; en 1873 era abolida la Facultad de Teología de las Universidades y suprimida la enseñanza religiosa en las escuelas.
El ambiente cargado de incertidumbre religiosa se hacía sentir también en Viareggio. Para el párroco de San Andrés la situación ofrecía un aspecto eminentemente pastoral. Frente al problema de la descristianización pública que se planteaba en Viareggio, cuyas autoridades civiles eran todas republicanas y hacían profesión de incredulidad, el «Curatino» pensó en una asociación de hombres católicos; así organizó «La Pía Unión de los hijos de San José para mantener incólume la fe católica en la familia y en la sociedad cristiana».
Podría pensarse, con motivo, que el párroco de Viareggio habría sido criticado de «hacer política»; sobre todo, cuando los biógrafos aseguran que «defendía con todas las armas de la ciencia y de la historia los sacrosantos derechos de la Iglesia, incluido el poder temporal de los Papas». Pero el «Curatino» no fue tildado de clericalismo político, campaña preferida de los grupos de oposición desde que en Italia comenzó a desarrollarse la democracia cristiana. Ni siquiera los republicanos de Viareggio quisieron mezclar el recuerdo del padre Pucci con la política; porque el «Curatino» ¡había sido tan bueno! Había socorrido heroicamente a los enfermos en los días de la epidemia, 1854-1855; había dado tantas veces su manteo y su colchón a los pobres ateridos de frío, no excluidos los anticlericales; había instituido para la beneficencia la Cofradía de la Misericordia y la Conferencia de San Vicente; su vida había sido una cadena de heroica caridad.
La venerable figura del párroco, recorriendo las calles a socorrer a los pobres o a asistir a los enfermos, se había grabado hondamente en los miembros del Consejo Comunal y en atención a su obra asistencial, declaraban en sesión plenaria, después de su muerte: «Que el padre Pucci, no ocupándose nunca de política, dejó esta misión a quien pertenecía, siendo así ejemplo de cómo se debería comportar el clero en la convivencia social».
El «Curatino» había conquistado de veras el amor de su pueblo. Los hechos de celo y de caridad se sucedían día a día. De sus obras asistenciales merece destacarse la Colonia Marina, que organizó para hijos de obreros, la primera en Italia, superando así con su acción su ideología social, enmarcada en el «paternalismo» propio de la época y paralela al título que el pueblo le dio de «Padre de los pobres».
Su temple de santo se acendraba en la vida religiosa. Elegido superior de la casa de Viareggio en 1859, fue reelegido, contra toda costumbre, continuamente, llegando a ser en 1883 Superior Provincial en toda la Toscana. Pero su personalidad de párroco modelo absorbe la de religioso observante.
Para el estudioso de la historia del apostolado pastoral el Beato Pucci representa un eslabón de unión de las antiguas y de las nuevas formas con que se ha ido realizando en las diversas épocas; integración del concepto esencial de un óptimo pastor de almas del siglo XIX y de la concepción de una perfecta organización parroquial de nuestros tiempos. Se adaptó al ambiente popular y a la piedad, un tanto ritualista, de sus feligreses, pero presintió el surgir de nuevos problemas y nuevos estilos, sabiendo afrontarlos con tantas iniciativas. En este afán de juntar «lo nuevo y lo viejo» en sus métodos de apostolado, obsesionado por la salvación de sus fieles, se encuentra la continuidad extraordinaria de su santidad.
Se extinguió a los setenta y tres años. Testigos oculares hablan de éxtasis y de hechos milagrosos en su vida. A pesar de todo, prevalece la venerable figura del anciano párroco, pobre y sacrificado, fervoroso y organizador, consumido en la tarea ordinaria de apostolado. El párroco enraizado en su pueblo fiel, a quien edificó constantemente y para el que aún después de la beatificación continúa siendo, sencillamente, «el Curatino santo», Eustaquio Pucci, nacido en la aldea de Poggiole.