Por: Pedro Langa, OSA | Fuente: Año Cristiano (2002)
Presbítero (+ 1850)
Guillermo José Chaminade vio la luz en Périgueux, la ciudad francesa donde vivían los suyos, humilde familia de artesanos y comerciantes, el 8 de abril de 1761, cuando en Francia estaban de moda los ataques a la religión y un nuevo modo de pensar, crítico hacia la fe, pugnaba por abrirse camino en la sociedad. A la Cátedra de San Pedro había subido en 1758 el cardenal Rezzonico con el nombre de Clemente XIII, y los jesuítas, pese al apoyo del Papa, habían sido expulsados de Portugal un año después. Decimocuarto y último de los hijos que el matrimonio Blas Chaminade y Catalina Béthon sacó adelante, sólo seis llegarían a edad adulta, Guillermo José fue bautizado el mismo día de su natalicio en Saint Silain, la más importante de las seis parroquias de la ciudad, después de la catedral Saint-Front. El padre había causado baja como maestro vidriero y se dedicaba al comercio de telas en un modesto establecimiento de la calle Teillefer. Difíciles tiempos aquéllos para mantener a tantos de familia, y eso que los Chaminade pertenecían a la pequeña burguesía; eran de costumbres recias, religiosas, bien inculcadas a los hijos. Guillermo José hablará mucho de la influencia de su madre.
Terminada la escuela primaria fue con su hermano Luis Javier, tres años mayor que él, al Colegio de Mussidan, del que era director Juan Bautista, el hermano mayor, jesuíta que, al suprimirse en Francia la Compañía de Jesús (1762), se había incardinado en Burdeos. La Congregación sacerdotal de San Carlos, a la que Juan Bautista se había adherido, dirigía Mussidan, cuyo reglamento educativo influirá en nuestro Beato cuando redacte las Constituciones de la Compañía de María. Aunque Mussidan no era propiamente seminario, muchos alumnos iniciaban allí los estudios sacerdotales. Al confirmarse, añadió José al nombre de pila como queriendo significar así su sensibilidad mariana: José fue la primera persona más cercana a María, la cual ya para entonces destacaba en su vida de fe. Peregrino tiempo atrás al santuario de Verdelais para agradecer una curación, ahora empezó a visitar la pequeña iglesia de Nuestra Señora de la Roca, en el mismo Mussidan, junto al río Isle, cuya curiosa imagen de María con Jesús niño en brazos y con Jesús tras el descendimiento de la cruz parecía señalarle el camino de la encarnación y de la misión. En 1775 profesa en privado pobreza, castidad y obediencia y en 1777 pide con Luis Javier el hábito eclesiástico.
Le atrae, pese a todo, la vida religiosa y de ahí su visita a conventos de la comarca, aunque por ninguno se decide en vista de que, uno tras otro, todos, por diversos motivos, le van decepcionando. Y es que la vida religiosa había caído mucho desde unos años antes de la Revolución. Ya en 1770 la Asamblea Nacional del Clero había propuesto medidas tendentes a evitar lo peor, pero ni así. Sólo en Francia llegaron a cerrarse por esos años más de cuatrocientos cincuenta conventos y desaparecieron ocho órdenes religiosas. De manera que su hermano Juan Bautista le aconseja ingresar siquiera provisionalmente en la Congregación sacerdotal de San Carlos.
Terminadas las humanidades, acude a Burdeos y de allí a París para cursar filosofía y teología. Su estancia parisina dura cuatro años en el seminario de San Sulpicio, donde tiene por maestros a futuros mártires de la Revolución. Tres de sus hermanos son ya sacerdotes cuando él recibe allí la ordenación sacerdotal en 1785, año también de su Doctorado en teología. De vuelta en Mussidan, es nombrado profesor de matemáticas, física y química, y administrador del Colegio en el que su hermano Luis Javier es prefecto de estudios y Juan Bautista director. Bajo los tres Chaminade, Mussidan vive los mejores años de su historia.
Pero el panorama político iba deteriorándose por días. Como último recurso, Luis XVT decidió convocar a los Estados Generales, no reunidos desde 1614, y Guillermo José salió compromisario para la elección de diputados que en representación del clero de Périgueux debía ir a París.
Los acontecimientos iban a precipitarse: estalla en el verano de 1789 la Revolución Francesa y al siguiente, 12 de julio, se aprueba la constitución civil del clero que convierte a los sacerdotes en funcionarios del Estado e instrumentos de una «Iglesia nacional». Juan Bautista muere a principios de 1790.
Los sacerdotes de Mussidan se niegan a jurar y tienen que cerrar el Colegio. Con Robespierre llega el terror.
Guillermo José no tiene más remedio que irse a Burdeos, donde, por menos conocido, puede ser más útil. «El San Vicente de Paúl bórdeles», disfrazado de vendedor ambulante o de calderero, resuelve dificultades, visita enfermos, celebra sacramentos clandestinamente y compra la viña de San Lorenzo, pequeña finca con casa en las afueras de la ciudad donde instala a sus padres: será refugio para él y cuna para la Compañía de María.
Pero aquello no para. Proclamada la República en 1792, los sacerdotes negados al juramento tienen que salir al destierro. Se impone la vida clandestina, pues hasta 300, muchos de ellos sacerdotes amigos suyos, son guillotinados en Burdeos. Sigue a pesar de todo ejerciendo el ministerio, contrariamente a tantos, obispos incluso, que juran la constitución civil, cuya finalidad era implantar una Iglesia nacional independiente de Roma. Con la caída de Robespierre en 1794 vuelve la luz. Se arbitran normas para la reinserción sacerdotal de los que habían jurado, y Guillermo José no tarda en verse entre quienes deben controlar aquello. Piensa entonces en los jóvenes para reconstruir la vida diocesana y abre a tal fin oratorios y lugares de reunión.
Desdichadamente la calma dura poco, pues la Convención ordena expulsar a cuantos no hubieran jurado y la Municipalidad de Burdeos elabora una lista de quienes, expulsados de Francia, habían vuelto después de 1794. Por más que Guillermo José quiso probar que nunca había dejado la ciudad, le fue imposible ver borrado su nombre. Así que el 18 de septiembre de 1797, con los jacobinos en el poder, cruza la frontera rumbo a España y la víspera del Pilar llega a Zaragoza. Del Garona en Burdeos al Ebro en Zaragoza, pues.
Le impresiona la fe popular a orillas del Ebro, donde él mismo pasa largos ratos orando. Allí fraguaron muchos proyectos que luego irían saliendo a flote. Ante la Virgen del Pilar intuyó lo que acabaría siendo la Compañía de María. De ahí que tantas obras marianistas lleven hoy el nombre de «El Pilar». Y allí también comprendió, a fuerza de repetir el «Nova Bella elegit Dominus», que María estaba señalando la necesidad de una nueva manera de trabajar y misionar: como ella en la columna, «fuertes en la fe», portando a Jesús, conformando una gran comunidad misionera al servicio de la fe. Los exilia dos se convencieron pronto de que había que volver a Francia igual que se va a un país de misión. A consecuencia de la vorágine revolucionaria, el suyo ya no era un país cristiano; había que convertirlo aplicando nuevos métodos apostólicos. Esta idea se le grabó hasta tal punto que, cuando funde la Congregación primero y luego el Instituto de Hijas de María y la Compañía de María, insistirá mucho en el carácter misionero de su apostolado.
De nuevo en Burdeos con el crepúsculo de 1800 y en la miseria total, su antigua criada María Dubourg tiene que prestarle hasta una cama para dormir. Por si fuera poco, autoridades y pueblo recelaban de los que ahora volvían. Nada quedaba de lo anterior. La Santa Sede le otorga en marzo de 1801 el título de Misionero apostólico, único que aceptó y transmitió luego a los Superiores generales de la Compañía de María. Para empezar, abrió un oratorio en la calle de San Simeón, donde celebraba la eucaristía y atendía a los necesitados. Allí nacerá la Congregación de la Inmaculada, muy pujante luego. Mientras, le llega el nombramiento de Administrador apostólico de Bazas, a la sazón vacante, cargo que mantiene hasta que la diócesis es unida a la de Burdeos.
A partir de ahí y hasta su muerte, toda su historia va a ser el desarrollo progresivo, y a la vez complejo, de esa nueva manera de concebir la evangelización y la Iglesia. Al revés que muchos fundadores, lo primero que hace es trabajar con los seglares. En su Congregación de la Inmaculada, tienen cabida jóvenes, adultos, hombres y mujeres, con los que forma verdaderas comunidades de fe y de misión. Las celebraciones en la Iglesia de La Magdalena, centro de la ciudad (que hoy sigue siendo la iglesia marianista de Burdeos), impresionan por el nuevo estilo. Todos los grupos sociales están representados. Y al comprometerse, lo hacen con una «consagración misionera», en alianza con María, para lo que Jesús les diga. Este sentido mariano y misionero será el sello original de la Familia Marianista.
El 8 de diciembre de 1800 doce jóvenes se consagran de modo solemne a la Virgen. Aunque el dogma inmaculista se proclame cincuenta años después, la Congregación nace ya defendiéndolo públicamente. Ésta fue desde el principio su obra predilecta, de la que, como inspirador y director, estaba convencido que era el camino a seguir por la Iglesia de Francia: «unión sin confusión». La presidenta de la rama femenina fue mucho tiempo M. Teresa Lamourous, luego fundadora de la Obra de la Misericordia. Y una de las congregantes más activas, Adela de Batz de Trenquelléon, fundadora con él de las Hijas de María Inmaculada (Marianistas: FMI) el 25 de mayo de 1816 en Agen.
Fue asimismo el germen de la Compañía de María (Marianistas: SM) que él también, junto con el joven congregante seglar Juan Bautista Lalanne, fundó el 2 de octubre de 1817, en la finca de San Lorenzo, de Burdeos. Su «composición mixta», que representará en la Iglesia un modelo nuevo de congregaciones religiosas, ni clericales ni laicales, encuentra al principio dificultades para su aprobación por la Santa Sede. La Compañía de María, no obstante, la tiene como uno de sus mayores tesoros, al suponer un modelo integrador y original en la vida religiosa masculina.
Se distinguía el nuevo Instituto por «una verdadera y sólida devoción a María: es decir, la práctica de los tres grandes deberes de esta devoción: honrarla, invocarla e imitarla». Pero él no pretendía reducir la vida del congregante a un acto permanente de piedad personal. La Congregación debía ser una «milicia activa» y por eso eligió como lema: Mana Duce (con María por capitana). Desde entonces serán treinta años de promoción y animación de las tres ramas: los grupos de seglares, las religiosas, y los religiosos. La misión es universal, y esto supone disponibilidad para acoger diversos compromisos evangelizadores.
Siguiendo el ejemplo de los seglares, la Compañía de María y las Hijas de María se implican en la tarea educativa, pero siempre desde una intención de formación en la fe y de extender las comunidades de fe.
Ambas congregaciones están incluso llamadas a trabajar por y con los seglares.
Desaparecidas o reducidas casi a la nada muchas órdenes, Guillermo José soñaba para su Congregación con «el hombre que no muere». La quería sólida, pero flexible. El mismo atravesó en 1806 una situación económica difícil que le obligó a plantearse dejarla. Tras meses de reflexión, decidió seguir adelante, una vez resuelto el problema con ayuda de su familia. La tensión entre la Iglesia y Napoleón crecía mientras tanto. Su hermano Luis Javier fallece en 1808 y un incendio deja La Magdalena, oratorio de la Congregación, hecho cenizas. Napoleón, en efecto, hace prisionero al Papa en 1809 y se anexiona los Estados Pontificios. Pío VII firma la bula de excomunión al Emperador, y éste decreta el 15-9-1809 la desaparición de todas las asociaciones religiosas. Sonaba de nuevo la hora de la clandestinidad, de donde le sacó la restauración borbónica. Pero Napoleón consigue huir de la isla de Elba en marzo de 1815 y regresa a Francia. Guillermo José vuelve a ser detenido por monárquico, confinado en el fuerte de Ha, y deportado poco después a Cliateauroux. Napoleón sólo dura cien días, al cabo de los cuales abdica para siempre. Burdeos, al fin, se le abre apoteósico a Guillermo José y la nueva situación hace que su obra pase al primer plano bórdeles. No pocos de la nueva clase dominante ingresan en sus filas. La Sociedad de María, o Marianistas, para distinguirla de la Sociedad de María de los Maristas, recibió el decreto de alabanza en 1839, vio confirmada su organización en 1865 y aprobadas sus Constituciones en 1891.
Difíciles, sin embargo, fueron los diez últimos años de su vida. Se le presionó indebidamente para que dejase el cargo de superior general e incluso le impidieron relacionarse con sus fundaciones. El 7 de enero de 1841, en efecto, dimitía, aunque sin desentenderse por ello, claro es, del progreso de la obra. Sus últimos años, ya él anciano, estuvieron curtidos por esas duras pruebas que Dios permite a veces para acrisolar la santidad de sus siervos. En 1848 hace testamento en favor de los pobres de Burdeos, donde, después de haber sufrido un ataque de apoplejía que le paraliza el lado derecho y le priva del habla, muere el 22 de enero de 1850. Tuvo que llegar la investigación histórica del siglo XX para dejar clara su heroica fidelidad hasta el final.
Introducida la causa en Roma el 9 de mayo de 1918, y declarada la heroicidad de sus virtudes el 18 de octubre de 1973, fue al fin beatificado por el papa Juan Pablo II el 3 de septiembre de 2000, en pleno Año jubilar, junto a otros siervos de Dios, entre ellos Juan XXIII. Se cumplían doscientos años de su primera fundación y ciento cincuenta de su muerte: todo un signo para la Iglesia.
Nunca dejó de considerar a María como su fuerza secreta, y de ver en la cruz la única y verdadera esperanza del mundo.
Hizo gala de una capacidad inusual para comprender las necesidades del momento.
«Resistiendo no sólo a los motines revolucionarios, sino también a la no menos dramática e, incluso, perniciosa amenaza de la indiferencia religiosa que minó los cimientos mismos del cristianismo, demostró, según Juan Pablo II, cualidades de imaginación y audacia apostólicas que hunden sus raíces en la auténtica santidad».
No fue su comportamiento en medio de los desórdenes el de un nostálgico de lo que se estaba perdiendo, sino el de un profeta de lo que estaba por llegar, siempre ojo avizor a los signos de los tiempos. El suyo fue un sí a la Libertad, como apertura y tolerancia y respeto a la conciencia personal; sí a la Igualdad, creando una congregación religiosa en que laicos y sacerdotes trabajan unidos con iguales derechos y deberes; sí a la Fraternidad, mediante la creación de comunidades de fe, vida y misión, de seglares, religiosas y religiosos con estilo sencillo, cordial y familiar. Su espiritualidad parece responder a diversas fuentes: Constituciones de los Oblatos de San Carlos de Mussidan, maestros de la Compañía de Jesús, Comunidad de San Sulpicio en Francia, y, en España, los Trapenses exiliados, especialmente el famoso abad Raneé, de donde provendría el inspirar sus fundaciones en la Regla de San Benito.
Doctrina tradicional la suya, llena de sabiduría y discreción, en la que destacan el espíritu de fe y de oración, la piedad filial hacia la Virgen María y el celo apostólico. Preside su obra esa fe viva, práctica, cordial, de la que hubo de echar mano tantas veces. La inculca a dirigidos, la predica a ejercitantes, la mima en sus cartas.
Alimento de su oración, oración de fe dirá, de tal suerte la recomienda, propone y practica que se le puede llamar, a justo título, apóstol de la oración. También, «Apóstol de María». De hecho, sus fundaciones llevan su nombre. Es la suya una devoción filial y apostólica. Filial por basada en el abajamiento del Verbo que toma la forma de esclavo, más que en el estado del Hijo de María en quien el Verbo ha realizado sus santas humillaciones. Mana, de qua natus estlesus es el texto evangélico que abre las Constituciones de la Sociedad por él fundada. Y en lo del carácter apostólico, arrancaría de Zaragoza; en todo caso sale ya en el bienaventurado Griñón de Montfort. Habría fundado sus congregaciones, en resumen, para darle a María ministros y soldados prestos a trabajar a sus órdenes y combatir a su lado. Por otra parte, también enseña con fuerza la mediación universal de la Virgen preludiando así el gran movimiento que ve en María a nuestra necesaria y universal mediadora. Y es, en fin, un adelantado de la Inmaculada.
Quiere que sus religiosos sean «verdaderos misioneros» dispuestos a «multiplicar los cristianos» (su expresión favorita), y que los colegiales se conviertan en semillas de virtud. Como director de almas y escritor de la oración, su método comprende las «virtudes de preparación» (o sea, los cinco silencios: de la palabra, de los signos, de la imaginación, del espíritu, de las pasiones, a relacionar con las «noches» de San Juan de la Cruz); el «trabajo de purificación» (que nos libra de la causa permanente de nuestras faltas, inherentes unas a nuestra fragilidad natural, otras solicitándonos desde fuera); y las «virtudes de consumación» (o sea, el sacrificio donde la víctima recibe el golpe mortal en la humildad, la abnegación de sí misma, la renuncia al mundo y la pobreza: el alma se reviste así de Jesucristo para vivir con él de la fe, la esperanza y la caridad). Lo resumiría bien esta frase de sus Constituciones: «La perfección consiste en la imitación de Jesucristo, Hijo de Dios, devenido Hijo de María para la salud de los hombres».
«Vuestro fundador —precisó Juan Pablo II al XXXII Capítulo General de los Marianistas (7.VII.2001)—, estableciendo una Sociedad que combinara las diferentes vocaciones propias de la Iglesia —sacerdotal, religiosa y laical—, anticipó la enseñanza del concilio Vaticano II de que todos los bautizados, sin excepción, están llamados a una santidad que no conoce límites (cf. LG 5). Al enviar la Sociedad a misionar, comprendió que la verdadera santidad es el seno de la verdadera misión, y que todos los cristianos están llamados a ser misioneros. El éxito de la nueva evangelización en el alba del tercer milenio depende de la acogida renovada de estas verdades sin tiempo».
Los suyos fueron proyectos de servicio a una sociedad menesterosa de la presencia de un Dios que quiere misericordia y alegría y salvación. Guillermo José Chaminade perdura con su irresistible atractivo y su fondo prodigioso como un referente de la Iglesia en la hermosa faceta del apostolado didascálico, y l es buena prueba de que hoy como ayer también es posible vivir en toda su profundidad y alegría el Evangelio de Jesús.