Por: Ursicino Domínguez del Val, OSA | Fuente: Año Cristiano (2002)
Obispo (+ 367)
El siglo IV es la época de las grandes controversias dogmáticas en el seno de la Iglesia. Si toda disensión teológica fue peligrosa, ninguna más grave ni más desgarradora que el arrianismo predicado en Alejandría por el presbítero Arrio. Según este heresiarca, el Verbo no es Dios en el sentido propio de la palabra; ni es eterno ni formado de la sustancia del Padre; es sólo la primera de las criaturas, la más eminente de las cosas creadas, el
elemento intermedio entre Dios y las criaturas propiamente dichas. Esta doctrina es la negación de todo el cristianismo, pues de no admitir como inconmovible la divinidad de Jesús, nuestras creencias quedan por completo desvirtuadas. Por eso, en 325, el concilio de Nicea, presidido por nuestro gran Osio de Córdoba, definió como dogma de fe que Jesucristo es Dios. En este marco histórico del arrianismo se desenvuelve la actividad del primer doctor de la Iglesia de Occidente.
Hilario nació hacia el 315 en Poitiers, de distinguida familia pagana. Recibió esmerada formación cultural, tal ve2 en el mismo Poitiers; por aquella época florecían los estudios en las Galias y sobre todo en Aquitania, cuya capital, Burdeos, era un verdadero foco de cultura intelectual. Su estancia en Tréveris, Roma y Grecia durante diez años es incierta; pero es, en cambio, indiscutible que sus escritos reflejan una vasta cultura, así filosófica como literaria, recibida en la juventud. Hilario estudió en sus años de adolescente la filosofía neoplatónica, se ejercitó en la poesía y aprendió la elocuencia. Su formación y su cultura fueron netamente paganas, pero su espíritu ñno y delicado supo eludir aquel ambiente cargado de inmoralidad y sibaritismo propio de la época; y su inteligencia penetrante tampoco se saciaba con las supersticiones del paganismo.
Hilario hizo en Su juventud una vida de honestidad y pureza consagrada al estudio. Nada más razonable desde el punto de vista humano. Pero el joven Hilario sentía apetencias de lo divino, que en modo alguno satisfacían las contradicciones de la filosofía. Él mismo nos cuenta en la introducción de su obra sobre la Trinidad cómo le traía preocupado el problema de nuestro destino y cómo providencialmente cayó en sus manos el evangelio de San Juan, que le dio la respuesta suspirada.
Cuando leyó que el Verbo se había hecho hombre para hacer hijos de Dios a los que le recibiesen, cesó la angustia, dio de mano al paganismo y hacia el 345 recibió el bautismo. Como en infinidad de casos, una buena lectura había transformado el interior del joven pictaviense. Hilario estaba casado y tuvo una hija llamada Abra. Una y otra —la mujer y la hija— le siguieron en la conversión y en el bautismo.
Destinado con misión providencial para ser puntal de la Iglesia de Occidente, una vez convertido se consagró con avidez al estudio de la Escritura, rompiendo para siempre con aquella ciencia profana que tanto daño le había hecho, reteniéndole en las degradantes supersticiones del paganismo. Sentía aversión por los enemigos de la Iglesia y con repugnancia se sentaba junto a ellos en la mesa. Cristiano virtuoso y ejemplar, nos cuenta Venancio Fortunato, que escribió su vida, con tal delicadeza y entrega se ejercitaba en las prácticas del cristianismo y tanta diligencia y esmero ponía en ajustar su vida a las leyes de la Iglesia, que más parecía sacerdote del Señor que seglar y hombre casado.
Muerto el obispo de Poitiers, tal vez Majencio, clero y pueblo proponen a Hilario hacia el 350 para obispo de su propia ciudad. La esposa da el consentimiento y se decide a no mirarle más que en el altar: ambos cónyuges se separan desde entonces para hacer una vida de perfecta continencia. Puesto en la silla de Poitiers, no tardó en emprender la lucha que llenó y dio unidad a toda su vida. Hasta ahora Hilario había permanecido al margen de la controversia arriana, pero los sínodos de Arles y Milán, que depusieron una vez más a San Atanasio, y el destierro de los obispos de Tréveris, Vercelli, Cagliari y Milán, decretado por el emperador Constancio, le abrieron los ojos sobre la amenaza de los arríanos.
A partir de este momento, Hilario siguió con pasión la marcha de los acontecimientos y dio pruebas de la fortaleza de su carácter. Organizó inmediatamente la resistencia de los obispos de la Galia contra el metropolitano Saturnino de Arles, que simpatizaba con los arríanos. Para ello reunió un sínodo en París en 355, en el que los obispos franceses que asistieron determinaron apartarse para siempre de Ursacio, Valente y Saturnino, principales promotores del arrianismo en Occidente. El metropolitano arlesiano respondió convocando otro sínodo en Beziers, al que por orden de Constancio hubo de asistir Hilario. El obispo de Poitiers fue invitado a que condenase a Atanasio, y con ello lo que se había defendido en Nicea. El santo obispo no sólo se opuso con firmeza a tan improcedente demanda, sino que, además, con valentía inusitada pidió que en medio de aquella asamblea de encarnizados enemigos se le permitiese rebatir las nefastas doctrinas de Arrio. Le fue negado, claro está, ante el temor de verse confundidos.
Por esta su intrépida postura de campeón de la ortodoxia en Francia, sus enemigos le acusaron ante el emperador como faccioso y perturbador, y obtuvieron de Constancio un decreto por el que le desterraba a Frigia, en el Asia Menor. A finales del 356 se ponía en camino hacia la otra extremidad del Imperio Romano. Con ello habían eliminado de Occidente uno de los enemigos más caracterizados del arrianismo. Hilario permaneció cuatro años en Frigia (356-360), pero supo aprovecharse ampliamente de esta época dolorosa para su perfeccionamiento intelectual. Conoció la literatura cristiana de Oriente y elaboró su obra maestra teológica sobre la Trinidad, monumento de alta especulación cristiana en los primeros siglos.
Pese al destierro, continuó siendo obispo de Poitiers y el alma de las diócesis de Francia. Desde Frigia sugería sabios consejos a sus colegas en el episcopado, escribía cartas, enviaba instrucciones, redactaba libros para instruir a sus fieles. Todo le parecía poco a quien se había hecho todo para todos. Hilario encontró las provincias a que había sido confinado totalmente contaminadas por la herejía. Él mismo nos cuenta que apenas si encontraba un obispo que conservase la verdadera fe. El celoso obispo de Poitiers recorrió todo el Imperio oriental, discutió con los jerifaltes del arrianismo, entraba en sus iglesias, se sumaba a sus reuniones no buscando más que el apostolado. «Permanezcamos siempre desterrados con tal que se predique la verdad», repetía con frecuencia.
El trato personal de Hilario con los herejes fue en esta época de finura y delicadeza y en sus escritos usó de mucha moderación. La obra Sobre los sínodos, redactada en el destierro, la dirigió a los obispos de la Galia, de las dos Germanias y Bretaña, para poner a los occidentales al corriente de las luchas que en Oriente se llevaban a cabo contra el arrianismo. Esta obra preparó la pacificación de los espíritus, dando un panorama más claro de los problemas en litigio y de la posición de los partidos.
Razón tenía Rufino de Aquileya cuando escribió que los éxitos obtenidos por Hilario fueron debidos a la dulzura y suavidad de carácter.
Hilario era un sabio; así nos lo dicen sus escritos; pero era no menos santo. La santidad no puede ocultarse y Dios se encarga de glorificar a sus siervos incluso en este mundo. De su estancia en Frigia nos ha conservado la tradición un hecho en este sentido. Cierto domingo entró Hilario en una iglesia en el momento preciso en que los católicos celebraban sus oficios religiosos. En pleno silencio una joven se abre paso en medio de la muchedumbre gritando que allí se encontraba un gran siervo de Dios y arrojándose a los pies de Hilario le pide que la admita entre los cristianos y haga sobre ella la señal de la cruz. Era la joven pagana Florencia, a quien el santo doctor instruyó en la fe y luego bautizó junto con su familia. A partir de este momento, Florencia siguió a todas partes al santo obispo y, dirigida por él, vistió el hábito religioso, alcanzando la santidad heroica de los altares. El martirologio galicano pone su fiesta el primero de diciembre.
Por todo esto, la autoridad de Hilario se afianzaba incluso en Oriente. Aunque obispo latino, fue invitado a tomar parte en el concilio de Seleucia, convocado por Constancio, que buscaba a toda costa la unión religiosa del Imperio con el arrianismo.
Con la valentía que da la verdad, defendió en aquella asamblea la divinidad de Jesús y formó parte de la comisión que luego se dirigió a Constantinopla a informar al emperador sobre las discusiones. En Constantinopla se encontraba Saturnino, responsable del destierro de Hilario. El obispo de Poitiers solicitó una audiencia de Constancio para convencer al obispo de Arles de sus errores, pero le fue negada. Entonces, con una sorprendente entereza de carácter, escribió contra Constancio un enérgico libelo, llamado corrientemente invectiva, en el que le compara con los peores perseguidores de la Iglesia.
Una actitud tan intrépida pareció peligrosísima a los arrianos orientales. Le acusaron, por lo mismo, ante el emperador de perturbador de la paz en Oriente. Constancio, a quien eran molestas las acusaciones de Hilario, dio órdenes al obispo de Poitiers de abandonar la capital del Imperio y tomar el camino de las Galias. Después de cuatro años de destierro entraba en su diócesis (360) en medio del júbilo más indescriptible. La Galia entera, nos cuenta San Jerónimo, abrazó al héroe que volvía del combate victorioso y con la palma en la mano. Como si el Señor quisiera demostrar la santidad del gran obispo, a su llegada a Poitiers, nos dice una tradición que, a ruegos de una madre, volvió a la vida a un niño que acababa de morir sin haber recibido el bautismo.
Instalado en su sede, Hilario no se permitió el menor reposo. Trabajó sin tregua por relegar de las Galias el arrianismo.
Promovidos por él, se celebraron sínodos en todo el país, y en 361 se reunió un concilio en París con carácter nacional en el que se anatematizó a Auxencio, Ursacio, Valente y Saturnino, que acaudillaban el movimiento arriano. Con ello la fe de Nicea triunfaba en las Galias. Hilario llevó entonces la batalla a Italia, donde los arríanos tenían aún fuerzas considerables. Durante dos años trabajó con éxito al lado de Eusebio de Vercelli por el renacimiento de la fe de Nicea. En esta difícil tarea tropezó con un gran obstáculo en la persona de Auxencio, obispo arriano de Milán. En su afán de superarla presidió una asamblea de obispos italianos que pretendían conseguir del emperador la deposición del taimado obispo. No lo consiguió, porque Valentiniano estaba satisfecho con la fórmula de fe ambigua que le presentaba Auxencio. Acusado ante Valentiniano como perturbador de la paz de la Iglesia de Milán, tuvo que abandonar Italia por orden imperial y encaminarse de nuevo a su diócesis. Hilario obedeció, pero con la valentía que le era característica denunció el equívoco y trapacería del obispo milanés en su libro Contra Auxencio.
De regreso a su diócesis (365) consagró los últimos años de su vida al cuidado espiritual de sus fieles y a su actividad de escritor. De esta época datan dos de sus grandes obras: los tratados sobre los misterios y sobre los salmos. El apostolado de Hilario no se limitó tan sólo al común del pueblo. Orientado y dirigido por él, un grupo selecto de almas se apasionó por el ideal de una vida más perfecta, abrazando los consejos evangélicos. El más ilustre de estos discípulos fue San Martín, futuro obispo de Tours, que fundó en ligugé el primer monasterio, inaugurando así la vida monástica en Francia. Entre las almas que Hilario consagró al Señor, la tradición señala a su propia hija Abra y la noble Florencia.
Durante su estancia en Frigia pudo aprender la sorprendente eficacia de la palabra cantada. Arrio, primero, y los gnósticos, después, habían utilizado este procedimiento para divulgar sus errores. San Isidoro de Sevilla dice que Hilario fue el primero que compuso versos eclesiásticos en latín y que, pese a las dificultades que lleva consigo tal innovación, logró introducir en su iglesia antes que ningún occidental el cántico de los mismos.
Hasta en la poesía, Hilario es el hombre de acción y de lucha.
Con sus versos litúrgicos y populares a la vez, pretendía el santo doctor grabar en sus fieles las verdades esenciales del cristianismo, tan amenazadas por los arríanos.
El trabajo ímprobo de unos diecisiete años al frente de su diócesis, el destierro y la contienda con los arríanos agotaron al santo obispo. Dos de sus discípulos velaban junto al lecho del maestro. Repentinamente la habitación se llena de una luz extraordinaria que les dejó deslumhrados. Lentamente fue extinguiéndose la luz y en el momento preciso en que Hilario exhalaba el último suspiro también ella desaparecía. Era el 1 de noviembre del 367. Su venerable cuerpo reposó muchos años en la iglesia de San Hilario el Grande, en Poitiers, hasta ya mediado el siglo XVII en que fue quemado por los hugonotes. En 1851 Pío IX le declaró Doctor de la Iglesia universal, galardón bien merecido, entre otras razones, por la defensa heroica que hizo de la divinidad del Verbo.
La postura vigilante y firme con que abordó la controversia arriana, el destierro, la firmeza de carácter, la amplitud de miras, las cualidades innegables de un verdadero hombre de acción e indiscutible jefe, que concillaba en sí la energía con la dulzura, le han valido el honroso nombre de «Atanasio de Occidente». Si la Iglesia latina, después de la muerte de Constancio, surgió con tanta rapidez, se debe en gran parte al gran obispo de Poitiers.