San José María Tomasi Caro

Por: Pedro A. Rullán Ferrer, CR | Fuente: Año Cristiano (2002)

Cardenal y confesor (+ 1713).

Don Julio Tomasi-Caro y La Restia se casó el 11 de noviembre de 1640 con doña Rosalía Traína y Drago, dama de gran virtud perteneciente a la nobleza siciliana. Era sobrina del obispo de Agrigento y heredaba de su tío don Fabricio las baronías de Faiconeri, La Torretta y Montecolombrino. La bendición del Señor descendió copiosa sobre el hogar de los nuevos duques de Palma, que se vio alegrado con el nacimiento de tres hijas, Francisca, Isabel y Antonia. Mas deseando ellos un hijo varón elevaron súplicas al cielo por mediación de San José. Al obtener la gracia suspirada, impusieron a su hijito el nombre de José María en agradecimiento a la Virgen Santísima y al glorioso Patriarca. Más tarde nacieron Fernando y Alipia Cayetana.

Licata, pequeño puerto de la ribera meridional de Sicilia, situada en la ondulación de unas colinas costeras, al amparo de la mole roquera de Sant’Angelo, el Ecnomos de los antiguos, había sido comprada al rey de España por el obispo de Agrigento, el cual designó a su sobrino el duque de Palma para que en su nombre gobernara la ciudad. En ella nació José María el 12 de septiembre de 1649, siendo bautizado el día siguiente por el arcipreste de la misma, doctor Roque Fraynito, protonotario apostólico.

La infancia y la juventud de José María se deslizaron plácidamente en las rientes campiñas de Monteclaro, bajo la amorosa vigilancia de sus cristianísimos progenitores, los cuales procuraron imprimir a su muy querido hijo aquel espíritu de religión y piedad que fue siempre el más preciado florón de su estirpe. En la ciudad de Palma o en el vecino castillo tenía residencia aquella noble familia, que vivía únicamente para la gloria de Dios y el bien espiritual y material de sus vasallos.

Mientras, el culto se celebraba en una capilla provisional, los duques fundaron y dotaron espléndidamente el nuevo templo parroquial y un monasterio de monjas benedictinas, en el que ingresaron sus cuatro hijas, la segunda de las cuales, sor María Crucificada, murió en olor de santidad y es honrada con el título de Venerable.

La pintoresca comarca conserva, aún hoy día, gratísimo recuerdo de esta insigne familia, y sus habitantes refieren con orgullo al visitante la obra religioso-social de don Julio Tomasi, al que llaman con simpática reverencia «il santo duca». La reina gobernadora, doña Mariana de Austria, en la minoría de Carlos II, queriendo enaltecer los relevantes méritos del linaje Tomasi-Caro, otorgó a don Julio y a doña Rosalía el título de príncipes de Lampedusa.

En un ambiente tan selecto y profundamente cristiano el corazón de José María sintió bien pronto la atracción de un ideal excelso. Fue su predilección por las ceremonias litúrgicas. Por esto pidió y obtuvo que le confeccionaran los ornamentos eclesiásticos conforme a su estatura, y con ellos revestido imitaba los sagrados ritos con extraordinaria devoción y admirable compostura.

Llevado de tan santas aficiones pidió licencia a su padre para usar sus propios vestidos según el color litúrgico de cada día. El duque sólo le permitió tal variedad en las medias. Conformado y satisfecho, recordaba cada noche a su aya que se las preparara para el día siguiente. Eran los ingenuos albores de su espíritu sacerdotal, los primeros pasos de su ruta hacia el altar de Dios, porque sólo Dios alegraba su juventud.

Habiendo aprendido, con extraordinario aprovechamiento, latín, griego y español, el duque concibió, ufano, el proyecto de enviarle en calidad de paje a la corte de Madrid. Pero un buen día postróse José María humildemente a sus pies para suplicar que le permitiera ingresar en la Orden de los Clérigos Regulares deseoso de seguir el ejemplo de su tío don Carlos, y enamorado del ideal litúrgico de la Orden.

El día 11 de noviembre de 1664, habiendo renunciado al mayorazgo en favor de su hermano Fernando, implorada la bendición de sus padres, dio José María el adiós supremo a sus vasallos, al amado castillo roquero y a su opulento patrimonio, para dirigirse a Palermo. Pero antes quiso pasar por el santuario de Nuestra Señora de Trápani, ante cuya sagrada imagen la duquesa su madre le había ofrecido en su infancia a la Reina de los cielos. Ahora, en el gozo de su florida juventud, agraciado con el sello de una elección divina, pide la protección de la Virgen María para corresponder con generosidad a su vocación altísima.

A los quince años ingresó, pues, José María en la casa teatina de San José en calidad de postulante. El 24 de marzo de 1665 recibió el santo hábito y comenzó el noviciado bajo la experta dirección del padre don Francisco María Maggio. En la festividad de la Anunciación de María del año siguiente emitió su profesión religiosa, y seguidamente fue trasladado a Mesina para iniciar sus estudios eclesiásticos, que continuó en las casas de Ferrara, Módena y Roma. En las Témporas de Adviento de 1673 fue ungido en la Ciudad Eterna sacerdote del Señor, y la noche de Navidad subió por vez primera al altar para celebrar las tres misas rituales en el templo de San Andrés della Valle. Tenía veinticuatro años.

Al sentir realizado el primogénito de los príncipes de Lampedusa el ideal sacerdotal que entreviera en los suaves crepúsculos de Monteclaro, retoñaron, con nueva y poderosa savia, sus antiguas aficiones litúrgicas, que marcaron la orientación definitiva de su vida, consagrándola totalmente al esplendor del culto divino y al fomento de las ciencias sagradas.

Iniciábase un glorioso movimiento de restauración litúrgica, y podemos decir que en él ocupa el padre Tomasi un puesto destacado en primera fila. Trasladado a la casa de San Silvestre del Quirinal, pese a su complexión delicadísima y enfermiza, continuamente atormentado por una pesada cruz de escrúpulos y penas interiores, recogió la herencia del eximio cardenal Bona para dedicarse totalmente a los estudios litúrgicos y bíblicos, y a la investigación de las sagradas antigüedades. Se impuso una preparación eficiente y aprendió hebreo, caldeo, etíope, árabe y siríaco. Con afán apostólico logró convertir a la fe de Cristo a su profesor de hebreo, el docto rabino Moisés de Caví, que al bautizarse tomó el apellido Tomasi.

El padre Tomasi pasó su vida entera escondido en las bibliotecas y archivos de Roma, especialmente en la Vaticana, la Vallicelana, la de Cristina de Suecia, la de San Pedro y la de San Pablo, que le franquearon sus tesoros bibliográficos y sus ricos fondos documentales. Con la abnegación de un santo y el entusiasmo litúrgico de un perfecto teatino, laboraba silenciosamente para desentrañar sus códices milenarios y libar en amarillentos pergaminos toda la potente vitalidad de la Iglesia en los siglos medievales. Fruto preciosísimo de sus afanes investigadores es el nutridísimo repertorio de sus obras litúrgicas, teológicas, bíblicas y ascéticas que fue publicando desde 1679 hasta 1710. Entre ellas cabe citar el Sacramentario gelasiano, el Sacramentario galicano, el Responsorialy antifonario de San Gregorio, el Salterio con cánticos, el Sacramentario gregoriano y las Instituciones teológicas de los Santos Padres.

Estas magníficas publicaciones tomasianas en aquel momento histórico que vivía la Iglesia fueron de una oportunidad portentosa. Aportación valiosísima al incipiente movimiento de investigación litúrgica y bíblica, constituyeron un arma poderosa para confundir a los herejes, los cuales clamaron en Holanda: Cávete Thomasium: «¡Guardaos de Tomasi!». Por otra parte sirvieron de base y punto de partida para ulteriores estudios sobre liturgia antigua, ofreciendo aún actualmente un provechoso instrumento de trabajo a los que a tales investigaciones se dedican.

Pero en Tomasi, el sabio, el investigador, están en función del sacerdote y del santo. No se engolfó en los estudios a título de curiosidad o erudición, sino con el propósito de entender plenamente los ritos y preces que como sacerdote debía usar en el ejercicio del culto divino, y al propio tiempo hacer participantes al clero y a los fieles del fruto de sus investigaciones, para lograr una mayor eficacia santificadora en las funciones litúrgicas. En tal sentido, Tomasi es un precursor y abanderado del actual apostolado litúrgico.

Cultivador insigne de las virtudes religiosas y sacerdotales, sentía Tomasi una predilección marcadísima por la humildad, base de todas ellas. Abroquelado en su vida de trabajo silencioso, procuraba pasar desapercibido entre el fasto de la corte pontificia. Pero su virtud y su sabiduría hicieron famoso su nombre en los círculos eclesiásticos de Roma y de toda Europa. Cuando el doctísimo Juan Mabillon fue a Roma en viaje de estudios, tuvo necesidad de ir a ver al padre Tomasi para que le sirviera de mentor en sus itinerarios científicos y le hiciera partícipe de los felices hallazgos en la investigación litúrgica. Al ser nombrado el futuro cardenal Vallemani secretario de la Sagrada Congregación de Ritos, fue enseguida a buscar al humilde teatino para pedirle normas y orientaciones.

El papa Clemente XI, amigo y admirador de este hijo esclarecido de San Cayetano, le nombró consultor de la Sagrada Congregación de Ritos y de la Propaganda Fide, y calificador del Santo Oficio. Y en el Consistorio del 18 de mayo de 1712 le creó cardenal presbítero de la Santa Romana Iglesia, asignándole el título de San Silvestre y San Martín in montibus. Tras un dramático forcejeo con su humildad contrariada, Tomasi vino obligado a aceptar el capelo en virtud de santa obediencia y fue nombrado miembro de la misma Congregación de Ritos. En los ocho meses escasos de su cardenalato desplegó en su iglesia titular un sapientísimo apostolado litúrgico, dando el magnífico ejemplo de asistir con asiduidad a los oficios corales. Demostró con gallardía que sabía trasladar la liturgia de los fríos códices milenarios al calor del santuario para proyectarla luego, en derredor suyo, como una vida hecha culto y un culto transformado en vida.

El día de Navidad del mismo año, al regresar de la solemne capilla papal tenida en San Pedro, se sintió herido por una grave afección pulmonar que le tuvo en cama ocho días. Recibidos con extraordinaria devoción los santos sacramentos, dictó su testamento, en el cual consignó su voluntad de ser enterrado en la cripta de su iglesia titular, ante el altar de la Virgen, gozo de los cristianos. En la madrugada del 1 de enero de 1713, besando con gran ternura el crucifijo, voló su alma a cantar el eterno Magníficat en las delicias de la liturgia celestial. Contaba sesenta y cuatro años. Su confesor, el teatino padre Chiesa, aseguró que su alma no había perdido la inocencia bautismal.

Por la fama de sus virtudes y el esplendor de sus milagros se introdujo en la Curia Romana, en 1723, la causa de beatificación. El 29 de septiembre de 1803 fue beatificado por Pío VII en la Basílica Vaticana, y canonizado el 12 de octubre de 1986.

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