Martirio de san Clemente, papa

Capítulo I

Clemente presidió el tercero en la Iglesia de Roma, y siguiendo las enseñanzas del Apóstol Pedro, de tal manera sobresalió por la excelencia de las costumbres, que fue agradable y aceptado por los judíos y gentiles y por todo el pueblo cristiano. Los gentiles ciertamente le amaban mucho, porque no insultándoles, sino explicándose con razones, demostraba con los mismos libros, misterios y ceremonias de ellos, de donde procedían y dónde habían tenido origen aquellos a quienes tenían y adoraban como dioses; qué era lo que éstos habían hecho y cómo después habían desaparecido, lo demostraba con argumentos evidentísimos, y enseñaba que los mismos gentiles conseguirían perdón de Dios, si se abstenían del culto de aquellos dioses.

Capítulo II

Entre los judíos se captaba las simpatías de esta manera. Demostraba que en otro tiempo los padres de ellos habían sido amigos de Dios, declarando que su ley era santa y sacratísima. Añadía que ellos hablan de ocupar el primer lugar en presencia de Dios, si guardaban los misterios de su Ley, pero de ninguna manera si negaban que la promesa hecha a Abraham había recibido su complemento en Cristo, porque Dios había prometido que en la descendencia de Abraham recibirían su herencia todas las naciones, y que se había cumplido también en Cristo lo que Dios dijo a David: Del fruto de tu vientre pondré sobre tu mesa[1], y además lo que había anunciado por el Profeta Isaías: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo y será llamado su nombre Emmanuel[2].

Capítulo III

Por los cristianos era tanto más amado, cuanto que tenía inscritos en sus libros los nombres de los pobres de cada una de las regiones y a aquellos que se habían distinguido por la consagración bautismal, no les permitía sufrir la pública mendicidad. En sus predicaciones diarias exhortaba a los ricos y a los de mediana posición, que no permitieran a los iniciados por el bautismo, recibir públicamente la comida de los judíos o gentiles, de modo que su vida purificada por las aguas del bautismo se manchase con los dones de los gentiles.

Capítulo IV

Con estas y otras muchas virtudes, agradaba tanto a Dios como a las personas dotadas de recta conciencia; porque a los que carecen de recto sentido, no puede agradar todo aquello que es visto agrada a Dios.

Y por esto, las ofensas de los que carecen de recto sentido, no son tan temidas por aquellos que están convencidos de que no se debe temer a aquellos que desagradan a muchos. Por lo cual sucedió que el bienaventurado Clemente, Obispo de la Sede Romana, no temió a Sisinnio, amigo del emperador Nerva.

Capítulo V

Así es que, como Teodora, mujer de Sisinnio, se hubiese convertido a Dios por las enseñanzas de aquél, y por esto ofreciera a Dios continuas acciones de gracias, el marido de aquélla, guiado por los celos, intentaba envolverla en sus lazos, cuando se dirigía a la iglesia. Por esto al penetrar ella en el templo, entrando él por otra puerta, empezó a observar con curiosidad, y cuando San Clemente hizo oración y el pueblo dijo: Amén, en aquel mismo momento Sisinnio quedó sordo y ciego, de modo que no podía ver ni oír.

Entonces dijo a sus criados: Cogedme en brazos y sacadme fuera, porque mis ojos han quedado ciegos, y de tal manera han ensordecido mis oídos, que de modo alguno me es posible oír.

Capítulo VI

En tal caso, sus criados daban vueltas con él por toda la iglesia, por medio del pueblo que oraba, tanto los hombres como las mujeres, sin poder encontrar la puerta por donde habían entrado.

Así fue que mientras andaban errantes de acá para allá, llegaron hasta donde se encontraba Teodora, su señora, que estaba haciendo oración a Dios. La cual, luego que vio a los criados que andaban errantes llevando a su señor ciego, al principió apartó la vista de ellos, pensando que su marido la miraba con los ojos abiertos; después envió a uno de sus esclavos para preguntar qué era lo que querían de ella, dando vueltas por allí con su marido. Los criados respondieron: Nuestro señor, al querer ver por sí mismo lo que no le es permitido, y al desear oír un misterio que no le pertenece, ha quedado sordo y ciego, y nos ha mandado que le sacáramos de aquí de cualquier manera.

Pero no podemos sacarle de este lugar de manera alguna.

Capítulo VII

Después que Teodora oyó este relato de su esclavo, se postró en oración y rogaba a Dios llorando que permitiese salir de allí a su marido. Y dirigiéndose a los criados que estaban con él, les dijo: Retiraos, llevando en brazos a vuestro señor; volvedle a casa, porque yo no he de interrumpir la oración comenzada, sino que ofreceré a Dios mi sacrificio, y cuando concluyan mis prácticas religiosas, os seguiré.

Entonces salieron los criados, llevando a su señor de la mano, y ya fuera del templo, le volvieron a su casa, y dirigiéndose luego adonde estaba su señora, le comunicaron que su marido continuaba aún sordo y ciego.

Mas Teodora lloró aún más y más rogando a Dios para que concediese misericordia a su marido. Y cuando terminó su oración se acercó Teodora al bienaventurado Clemente y le manifestó que su marido, queriendo investigar los arcanos de los misterios de nuestro Señor Jesucristo, había sufrido la pérdida de los dos ojos y que al mismo tiempo había perdido la facultad de oír por ambos oídos.

Capítulo VIII

Entonces, pues, el bienaventurado Clemente, derramando lágrimas empezó a exhortar a los presentes para que unánimemente pidieran al Señor que volviese a aquel hombre el oído y la vista.

Confiadamente marchó después de la oración, acompañando a Teodora, y se dirigió a casa del marido de esta, encontrándole con los ojos abiertos, pero sin ver nada, y sin que oyese tampoco las palabras o sonidos. Todos los que vivían en aquella casa se lamentaban en confusión, pero Sisinnio nada oía.

Capítulo IX

Entonces, postrándose Clemente en presencia de Dios, oró así: «Señor Jesucristo que entregaste las llaves del reino de los Cielos a tu Apóstol y maestro mío Pedro y le dijiste, lo que abrieres abierto será, lo que cerrares cerrado quedará[3], manda, oh Señor, que se abran a este hombre los ojos y los oídos. Pues tú dijiste también: Todo lo que creyendo, pidiereis, lo recibiréis[4] y esta tu promesa es duradera por los siglos de los siglos.»

Y habiendo respondido todos, Amén, se abrieron los ojos y los oídos de Sisinnio. El cual viendo a San Clemente que estaba de pie en compañía de Teodora, se turbó ignorando lo que aquello significaba. Y creyendo por último que había en ello prestigios e ilusiones mágicas empezó a gritar a sus criados: «Coged al Obispo Clemente porque para seducir a mi esposa me ha producido la ceguera por medio del arte mágico.»

Capítulo X

Mas aquellos a quienes había mandado que atasen y le trajesen a Clemente, ataban y le traían las columnas de piedra que estaban inmediatas, unas veces las del interior al exterior y otras veces al contrario. Pero todo esto aparecía al mismo Sisinnio como si atasen y le presentaran al mismo San Clemente. Y este le dijo: La dureza de tu corazón se ha convertido en piedras, y por cuanto crees que las piedras son dioses, has tenido la desgracia de estar condenado a arrastrar las piedras.

Capítulo XI

Mas Sisinnio como si insultase a Clemente atado le decía: Voy a hacerte matar, como ejemplo para todos los hechiceros.

Entonces San Clemente, habiendo orado, y bendiciendo a Teodora, se marchó, recomendando a la vez a esta que no cesara de orar, hasta que el Señor se dignase manifestar los efectos de su gracia sobre su marido. Mientras que Teodora oraba y lloraba, se le apareció por la tarde un venerable anciano de blanca cabellera y le dijo: Por tus oraciones quedará sano Sisinnio, para que se cumpla lo que dijo mi Hermano Pablo: Será santificado el varón infiel por la mujer fiel[5]. Y dicho esto desapareció de su presencia. De aquí se deduce como cosa segura y clara que fue el Apóstol San Pedro el que se le apareció.

Capítulo XII

Mas Sisinnio llamó inmediatamente a Teodora a su lado, y le dijo: Te ruego supliques a tu Dios que no se irrite contra mí. Porque teniendo celos de ti llegué y entré detrás de ti en la iglesia; y porque quise ver los misterios que se celebraban, y oír lo que allí se decía, perdí juntamente la vista y el oído.

Mas ahora, por más que Clemente al venir me ha hecho recuperar lo uno y lo otro ruégale tú que venga de nuevo y me haga conocer la verdad. Porque yo y los criados estábamos persuadidos de que eran atados Clemente y sus clérigos, arrastrándolos a mi presencia; pero reconocen ahora los criados que lo que ataron y arrastraron hasta mi presencia fueron columnas de piedra.

Capítulo XIII

Así fue que Teodora, marchándose, contó a San Clemente todo lo que había visto, y lo que había dicho su marido. Entonces volviéndose el santo a casa de Sisinnio, fue recibido con todo honor. Hizo presente a este todo lo que convenía para la santificación de su alma, y Sisinnio creyó en Dios y fue confirmado en su fe. Arrojóse por último a los pies de Clemente, y empezó a exclamar:

Capítulo XIV

Doy gracias al verdadero y omnipotente Dios, que me hizo ciego para que viese, y me quitó el oído para que por él percibiera la verdad, de la que antes me burlaba por la ignorancia, creyendo que era falso lo que realmente es verdadero. En cambio, reputaba verdadero lo que es falso, creyendo que la luz era tinieblas y las tinieblas luz.

Pero mi alma ha sido purificada de las manchas del necio culto de los ídolos. Realmente he comprendido que los hombres son engañados por los demonios, hasta el extremo de que sobre aquellos que no creen que Cristo es Dios dominan las piedras y los simulacros que no tienen oído mi voz, como sobre mí han dominado hasta hoy.

Diciendo Sisinnio todo esto y otras cosas parecidas, experimentaron todos grandísima alegría. Creyó, pues, toda aquella familia juntamente con él, y cambiando su nombre fue bautizado al llegar la Pascua. Y se contaron los que fueron bautizados en aquella familia, tanto hombres, como mujeres y niños, ascendiendo su número a cuatrocientos veintitrés. Además, por mediación de este Sisinnio se convirtieron a Dios muchos magnates y amigos del emperador Nerva.

Capítulo XV

En aquella época, pues, el conde de los oficios religiosos, Publio Tarquinio, viendo que una multitud innumerable creía en Cristo, llamó a los prefectos de las provincias, y dándoles dinero, les persuadió de que evitasen un motín contra el nombre cristiano.

Capítulo XVI

Siendo, pues, Mamertino prefecto de la ciudad de Roma, se levantó en ella una gran sedición del pueblo contra Clemente, y mezclándose unos con otros, decían algunos: ¿Pues qué cosa mala ha hecho, o qué delito ha cometido? Porque todo enfermo a que ha visitado, ha conseguido la salud; todo el que se ha dirigido a él molestado por algún disgusto, ha vuelto consolado; a nadie ha perjudicado jamás; al contrario, ha hecho bien a todos.

Pero otros, excitados por el espíritu infernal, exclamaban: Haciendo todos sus prodigios por artes mágicas, destruye el culto de nuestros dioses. Niega que júpiter es Dios; dice que Hércules, nuestro protector, es un espíritu inmundo; enseña que la santa diosa Venus fue una meretriz; dice calumniosamente que la gran diosa Vesta fue consumida por el fuego. De igual modo infama y desacredita a la santísima diosa Minerva, y también a Diana y Mercurio, del mismo modo que a Saturno y Marte. Además, colma de injurias todos los nombres de nuestros dioses y nuestros templos. Hágasele, pues, sacrificar a nuestros dioses, o mátesele.

Capítulo XVII

Entonces Mamertino, prefecto de la ciudad, no pudiendo sufrir el tumulto del pueblo, hizo que fuese conducido San Clemente a su presencia, y cuando se presentó éste empezó a decirle: De noble origen seguramente procedes, lo cual nos lo atestigua el pueblo romano; pero has caído en el error, y por eso el pueblo no te tolera, porque adoras no sé a qué Cristo y lo sustituyes a los dioses, a los dioses que reciben honor en los templos. Respecto a esto es conveniente que abandones toda superflua superstición, y des culto a nuestros ilustres dioses.

A esto respondió San Clemente: Desearía yo que la prudencia de tu autoridad atendiese a defenderme y que me acusaras, no por motivo del tumulto de los ignorantes, sino con motivo de mi doctrina. Porque aun cuando muchos perros nos ladrasen y despedazaran, no por eso pueden quitarnos nuestra condición de hombres racionales, mientras aquéllos seguirán siendo perros que ladran sin razón. Porque es cosa sabida que los tumultos empiezan siempre por la gente ignorante, hasta el punto que de estos tales nada hay seguro, ni aun lo verdadero y justo. Por esto, pues, búsquese la manera de imponerles silencio, para que el hombre partícipe de razón empiece a consultar e inquirir en su conciencia lo que conviene a su salvación, y de este modo encuentre al verdadero Dios, al cual dirija dignamente su fe.

Capítulo XVIII

Entonces Publio Tarquinio, enviando relación de lo sucedido al emperador Trajano, respecto al nombre de Clemente dio las siguientes noticias: El pueblo no cesa de buscar a este Clemente, prorrumpiendo en gritos sediciosos; pero no puede encontrarse una causa suficiente para condenar su conducta.

A esto contestó el emperador Trajano que era preciso o que Clemente se aviniera a sacrificar a los dioses, o que se le había de desterrar al otro lado del mar, en el Ponto, en un pueblo cercano al desierto Quersoneso.

Capítulo XIX

Y aceptada la determinación según el mandato del emperador Mamertino, discurría de qué modo se valdría para que Clemente no aceptara con gusto el destierro, sino que más bien accediera a sacrificar a los ídolos. Mas el Santo procuraba convencer para la fe de Cristo la misma razón de su juez, haciéndole comprender que él deseaba el destierro más bien que temerlo.

Y concedió Dios a Clemente gracia tan grande, que el prefecto Mamertino prorrumpió en llanto y dijo: El Dios a quien tu sinceramente adoras, es el que te favorecerá en este juicio de destierro. Y preparando la embarcación, y poniendo en ella todo lo necesario, lo hizo embarcar. La nave iba muy cargada, y además hombres religiosos del pueblo, en gran número, por cierto, siguieron a Clemente.

Capítulo XX

Mas luego que llegaron al lugar del destierro, encontró allí a más de 2.000 cristianos, condenados hacía tiempo por sentencia de los jueces, al trabajo de cortar mármoles. Los cuales, luego que vieron al santo e ilustre Obispo Clemente, acercándose unánimemente todos, con lágrimas y sollozos, le dijeron: Ruega por nosotros, santo Pontífice, para que seamos dignos de la promesa de Cristo. Y enterándose San Clemente de que todos ellos habían sido deportados por causa de la religión, les dijo: No sin motivo Dios me ha trasladado aquí; pues participando yo de vuestros sufrimientos, debo daros ejemplo de paciencia y consolaros.

Capítulo XXI

Hiciéronle saber ellos que les obligaban a traer el agua a brazo desde la distancia de seis millas. En seguida San Clemente les exhortó diciendo: Roguemos a nuestro Señor Jesucristo para que abra a sus confesores un manantial de agua, y el que hirió la piedra en el desierto de Sinaí, y las aguas corrieron en abundancia, él mismo nos dé un abundante manantial, para que nos regocijemos con este hallazgo.

Y luego que terminó esta súplica, miró a uno y otro lado, y vio un cordero parado, que levantó el pie derecho, como si enseñase un sitio determinado a San Clemente. Entonces éste, creyendo que aquello era cosa del Señor, pues sólo él lo veía, y no ninguno otro, se dirigió a aquel lugar y dijo: En nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, cavad en este lugar. Y cavando todos con sus azadones en forma circular, pero no en aquel lugar precisamente en que el cordero había estado parado, el Santo, tomando un pequeño almocafre, cavó con ligero golpe en el lugar en que estuvo el pie del cordero, de donde en el acto brotó una hermosísima fuente con abundante caudal de agua, la cual, saliendo impetuosamente, dio origen a un río. Entonces el Santo, saltando todos de gozo, entonó aquel versículo: El ímpetu del río alegra la ciudad de Dios[6].

Capítulo XXII

A la fama de este prodigio concurrió toda la provincia, y los que buscaban oír las enseñanzas de San Clemente, todos se convertían al Señor, hasta el punto de que todos los días se marchaban, después de bautizados, 500 o más. En el espacio de un año se construyeron allí por los fieles 75 iglesias, y fueron destruidos todos los ídolos, derribándose los templos de éstos en toda la región circunvecina. Además, todos los bosques comarcanos, 300 millas alrededor, fueron destruidos y allanados.

Capítulo XXIII

Por último, la fama de todo esto llegó al emperador Trajano, haciéndole saber los envidiosos que allí había aumentado el pueblo cristiano, en una multitud innumerable. Con tal motivo fue enviado el gobernador Anfidiano, el cual, habiendo matado con suplicios a muchos cristianos, y viendo que todos llegaban al martirio llenos de alegría, dejó en paz a la multitud y sólo quiso obligar a San Clemente a que sacrificase. Y viéndolo tan fuerte en el Señor, y no pudiendo apartarle de su creencia, dijo, dirigiéndose a los suyos: Llevadle al medio del mar y atadle un ancla al cuello, arrojándole al abismo, para que los cristianos no puedan adorarle como Dios.

Capítulo XXIV

Hecho esto, toda la multitud de los cristianos corrió a la playa y allí prorrumpían en lamentos.

Mas entonces Cornelio y Febo, sus discípulos, dijeron a esto: Todos unánimes oremos para que el Señor nos manifieste los restos de su mártir.

Y orando el pueblo se retiró el mar hacia el interior cerca de tres millas; y entrando a pie enjuto el pueblo, encontraron un edificio dispuesto por Dios a manera de templo, y allí, en un sarcófago de piedra, estaba colocado el cuerpo de San Clemente, discípulo del Apóstol San Pedro, hasta el punto de que el ancla, con la cual había sido arrojado al mar, se encontraba al lado de su cuerpo.

Capítulo XXV

Y se reveló a sus discípulos que no sacasen de allí aquellos restos, a cuyos discípulos se les anunció también por Dios, que sucedería todos los años que el día del martirio del Santo, el mar se retiraría durante siete días, para dar acceso a los que vinieran a aquel lugar. Lo cual quiso Dios que sucediera todos los años, hasta los tiempos presentes, para gloria de su santo nombre.

Después de esto, todos los gentiles que vivían en los alrededores, creyeron en Cristo, de modo que en aquella región no se encuentra ya gentil alguno, ni judío, ni hereje. Además, se dispensan por Dios muchos beneficios en aquel lugar. En aquella Fiesta anual los ciegos recobran la vista, son expulsados los demonios, se curan todos los enfermos, y la gloria de Clemente dura sin término, por los méritos de nuestro Señor Jesucristo, por el cual, y con el cual sea la gloria a Dios Padre, con el Santísimo, inmaculado y vivificante Espíritu, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos, Amén.


[1] Cf. Ps. 131,11.

[2] Is. 7,14.

[3] Mt. 16,19.

[4] Mt. 21,22.

[5] I Cor. 7,14.

[6] Ps. 45,5.

Fuente: Obras de San Clemente Romano, Madrid, Biblioteca Clásica del Catolicismo 1889.

(COTELERIO, Padres Apostólicos, I, 108).

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