El encuentro pascual

Por: Eloi Leclerc | Fuente: «Id a Galilea» Al encuentro del Cristo pascual (2006)

«Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado» (Mateo 28,16). Obedecieron, pura y simplemente. No pudieron percibir de manera inmediata la significación de esta cita galilea. Sólo después, y poco a poco, los discípulos tomaron conciencia de su importancia. En un primer momento se limitaron a hacer lo que Jesús les había ordenado. Sin hacerse preguntas.

Galilea era su patria chica. Todos ellos eran «varones galileos» (Hechos 1,1). Fue allí, a orillas del lago, donde todo había empezado. Un día, Jesús se había acercado a ellos. Les había sorprendido en su actividad de pescadores. Su mirada y su palabra les habían impresionado profundamente. Se habían sentido conmovidos. Habían sentido nacer en ellos una esperanza tan grande que, en el impulso y el ardor de su juventud, no habían dudado en seguirlo, felices por haber descubierto a Aquel a quien los profetas habían anunciado y a quien todos esperaban sin conocerlo.

Galilea eran todos los lugares que Jesús había marcado con su presencia. Era Caná, donde había convertido el agua en vino de bodas; era el monte donde había proclamado las bienaventuranzas; eran todos los caminos que habían recorrido siguiendo al Maestro, las comidas que habían celebrado juntos, las curaciones de las que habían sido testigos asombrados, las muchedumbres entusiastas, cada vez más numerosas… Galilea eran también los lugares retirados donde habían visto cómo oraba o se había confiado a ellos. ¡Cuántos recuerdos y emociones en una sola palabra: Galilea…!

Sí, Galilea era todo eso. Pero era, sobre todo, la persona tan cautivadora del joven profeta galileo que había conmovido su corazón. Ciertamente, más de una vez se habían sentido en su presencia como abrumados ante un misterio de santidad que los sobrepasaba; habían experimentado su indignidad, sus límites de hombres simples y pecadores, como Moisés ante la zarza ardiente. Pero él se había mostrado tan humilde y accesible en medio de ellos, tan humanamente próximo, que con mucha frecuencia habían tenido la impresión casi física de una proximidad divina inaudita. Al verlo caminar hacia los pobres y los despreciados, e incluso hacia los pecadores y los excluidos, al verle mezclarse con ellos y comer con ellos, les parecía que el cielo había perdido todo su orgullo: el reino de los cielos tocaba la tierra, se abría a todos y se encarnaba en la vida cotidiana. Era como si un intenso aliento divino soplara sobre su tierra.

Pero después de esta primavera luminosa de Galilea vinieron los días sombríos de Judea. Ellos, que habían acompañado al Maestro en su camino de subida hacia Jerusalén, se dieron cuenta muy pronto de que estaban entrando en otro mundo: un mundo más frío, desconfiado, hostil y lleno de amenazas. Les parecía que allí el cielo se estaba cerrando. Finalmente, el arresto, la condena y el suplicio de su Maestro les habían dejado completamente desamparados. Todo había sucedido tan deprisa que tenían la impresión de haber sido arrebatados en un torbellino de pesadilla.

Ellos no podían comprender ni aceptar tan trágico fin para Aquel en quien habían puesto todas sus esperanzas y a quien el pueblo aclamaba, también en Jerusalén, como el Mesías. Aquello era para ellos un verdadero naufragio.

Habían pasado ya tres días desde la muerte de Jesús.

Los discípulos estaban aterrados y temblaban de miedo. El evangelio según san Juan nos dice que estaban con las puertas cerradas «por miedo a los judíos» (Juan 20,19). Y he aquí que en aquel momento reciben una noticia asombrosa y magnífica: algunas mujeres habían ido de madrugada al sepulcro y lo habían encontrado abierto y vacío: el cuerpo de Jesús ya no estaba allí, ¡había resucitado! Nos imaginamos la emoción, el estupor, las dudas, pero también la loca esperanza de los discípulos. Ante semejante acontecimiento, se sentían completamente sobrepasados. No sabían qué pensar.

Así, cuando, al atardecer de aquel día de Pascua, Jesús se les aparece de improviso en el lugar donde están escondidos, se sienten sobrecogidos de espanto al verlo. No creen lo que ven. Piensan que están viendo un espíritu o un fantasma. Jesús tiene que insistir: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (Lucas 24,39). Y como no pueden creer, por la alegría, y siguen sobrecogidos por el estupor, les dice: «“¿Tenéis aquí algo de comer? Ellos le ofrecieron un trozo de pescado. Lo tomó y comió delante de ellos» (Lucas 24,41-43).

Es manifiesto que la aparición del Resucitado les produce una conmoción, y se quedan a la vez asombrados y temerosos. El encuentro con un ser que vive después de haber muerto es motivo suficiente para hacer que vacilen hasta los más seguros.

Es de todo punto evidente que la resurrección de Jesús situó a los discípulos ante un acontecimiento sin precedentes y que les superaba. Tenían dificultades para reconocer al Maestro al que habían conocido, seguido y admirado en su patria. Su aparición era para ellos algo a la vez irreal y espantoso y los ponía de improviso en contacto con un mundo que no era ya el suyo: un mundo extraño y temible, el mundo de ultratumba. El Jesús a quien habían conocido asumía una estatura sobrehumana. Estaban lejos, muy lejos, de aquella tierra tan familiar y real de Galilea.

Así pues, se corría el riesgo de que, en el espíritu de los discípulos, la conmoción de la resurrección arrancara a Jesús de nuestra humanidad, de nuestra historia, y lo proyectara a un universo mítico de una grandeza a la vez fascinante y temible. En el punto límite anulaba la encarnación.

Empezamos aquí a entrever el porqué de la cita galilea.

Era urgente vincular el extraordinario acontecimiento de la resurrección con todo aquello que le había precedido en Galilea, en los humildes caminos del Maestro en compañía de los discípulos. El retorno a Galilea tenía que permitir a estos últimos encontrar a Jesús en su realidad y su proximidad humanas.

Estos encuentros eran absolutamente necesarios, desde el momento en que Jesús resucitado se disponía a afirmar ante ellos solemnemente su Señorío universal, antes de volver al Padre (cf. Mateo 28,18). Los discípulos tenían que saber que no había una ruptura entre el Jesús de la historia y el Señor de la gloria, y que el vencedor de la muerte era este hombre, tan próxima y tan maravillosamente humano, a quien ellos habían conocido y con quien habían caminado. Sólo entonces el Resucitado podía decirles: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28,18).

Ninguna página de los evangelios nos informa mejor sobre el desarrollo de la cita galilea que el relato de su manifestación a orillas del lago, en el evangelio según san Juan. Este relato nos permite asistir en directo, en su simplicidad y profundidad, al encuentro del Resucitado con los suyos.

Efectivamente, los discípulos retornaron a Galilea, volvieron a su contexto vital; incluso reanudaron su actividad de pescadores. Pedro fue el primero en dar ejemplo: «Simón Pedro les dice: “Voy a pescar”. Le contestan ellos: “También nosotros vamos contigo”. Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada» (Juan 21,3). Cuando regresan de madrugada, ven desde la barca a un hombre de pie en la orilla. Parece que el desconocido está esperándolos. En efecto, en cuanto puede hacerse oír, les pregunta: «“Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?”. Le contestaron: “No”. Él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla, por la abundancia de peces» (cf. Juan 21,4-6).

«El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: “Es el Señor”». Juan lo había reconocido. Al instante, sin decir una palabra, Pedro se lanza al mar y va nadando al encuentro del Maestro. La orilla estaba a poco menos de doscientos metros. Los demás discípulos vuelven en la barca, arrastrando la red llena de peces. Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas, con un pez sobre ellas y pan. Jesús les dice: «Traed algunos de los peces que acabáis de pescar». Simón Pedro sube a la barca y saca la red a tierra, llena de peces grandes… Jesús dice entonces: «Venid y comed». Ninguno de los discípulos se atreve a preguntarle: «¿Quién eres tú?». Pero saben que es el Señor (cf. Juan 21,7-13).

«¡El Señor!». Es él, en efecto. Se encuentran con él, tal como era cuando se acercó a ellos por primera vez a orillas del lago. Jesús se presenta de nuevo en medio de ellos, tan cercano y familiar como el día de su primer encuentro.

Esta manifestación del Resucitado en la orilla del lago de Galilea no tiene nada de fantástico o de abrumador.

Jesús está allí, sin majestuosidad, sin resplandor, como el más sencillo de los hombres. Y tal vez no haya nada más familiar que esta petición del Maestro: «Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?». O esta invitación: «Venid y comed». Incluso la pesca milagrosa, que recuerda la de los comienzos del ministerio galileo, resulta conocida para los discípulos. Lleva la marca del Maestro: un Maestro que se interesa por su actividad y se muestra próximo a ellos.

También los discípulos tienen la impresión de estar reviviendo aquel momento de gracia que experimentaron en el origen de su vocación. Y, como consecuencia, en su mente se establece un vínculo de manera totalmente natural entre el Resucitado, vencedor de la muerte, y el Maestro al que conocieron y amaron.

«Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Romanos 1,4), Jesús no ha renegado de su humanidad. Sigue siendo el hombre humilde y próximo a quien los discípulos conocieron y siguieron por los caminos de Galilea. Vuelve hacia los suyos –hacia sus hermanos, como él los llama– con la misma simplicidad y la misma dulzura. Y ellos lo encuentran más vivo y más real que nunca en su ambiente familiar, a orillas del lago. Lejos de hacer de él un ser distante y mítico, un ser desencarnado, su Señorío y su exaltación junto al Padre lo hacen aún más próximo a sus hermanos. Y las llagas que lleva en las manos, en los pies y en el costado son las marcas de nuestro destino de debilidad y de sufrimientos, de humillaciones y de muerte. El Señor resucitado no rechazó este destino, sino que lo incorporó al corazón de su propio destino para llenarlo de su luz.

El encuentro con el Resucitado en Galilea, allí mismo donde lo habían conocido, admirado y amado, fue para los discípulos un momento decisivo. Al establecer el vínculo entre la gloria del Resucitado y su vida terrestre, este encuentro inauguró la memoria viva de toda la experiencia evangélica. Los discípulos hacen memoria de esta vivencia, pero a la luz de la Pascua. En adelante, en su espíritu, el Jesús de la historia y el Señor de la gloria no serán más que uno.

Esta memoria viva, iluminada por la resurrección, iba a encontrar su expresión en los evangelios, cuyo relato narra todo el camino recorrido por Jesús: «todo lo que hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue levantado a lo alto» (Hechos 1,1-2).

Los evangelios son, en efecto, el eco amplificado de esta cita galilea en la que a los discípulos se les concedió encontrar a su Maestro tal como lo habían conocido. A partir de este momento, en efecto, toda la experiencia de vida evangélica iba a revivir a sus ojos bajo la luz pascual.

No se conoce bien un camino hasta que se sabe por experiencia adónde lleva. En adelante, los discípulos, a la luz de la resurrección del Señor, saben que el camino recorrido por Jesús y con él es un camino que conduce a la vida.

Y, como consecuencia, ellos imaginan y sienten que esta vida que se ha manifestado con poder en la mañana de Pascua estaba ya presente en todo lo que habían vivido en compañía del Maestro.

No tiene nada de extraño, pues, que en cada página de los evangelios se respire ya un ambiente de resurrección. La memoria se transforma aquí en fuerza de resurrección. Todo revive en el soplo de la Pascua. Por todos los lugares por los que pasa, Jesús cura, levanta, libera, devuelve la vida. De su persona emana una fuerza de vida. Los sordos oyen, los mudos hablan, los paralíticos caminan, los muertos resucitan. Hombres y mujeres abatidos y desesperados se alzan a su paso y encuentran la alegría de la marcha. Los evangelios evocan en varias ocasiones el movimiento poderoso y entusiasta de las muchedumbres que siguen a Jesús. Este pueblo en marcha constituye el telón de fondo del primer anuncio del reino en Galilea. En contacto con Jesús, la vieja humanidad, contagiada por la esperanza mesiánica, nace a una nueva juventud.

A veces se ha calificado como «primavera galilea» este primer anuncio del reino. A decir verdad, si este anuncio es presentado por los evangelistas como una explosión primaveral de vida, es sin duda porque lo reinterpretaron a la luz de la Pascua. La verdadera primavera galilea empieza por el encuentro con el Resucitado en la orilla del lago. Allí se abrió, en el corazón de los discípulos, un camino por donde el soplo pascual entró en su vida, resucitando de alguna manera toda la experiencia de vida evangélica y dándole su sentido.

Sería erróneo pensar que la luz de la Pascua deformó la verdad histórica. En un bosque, al atardecer, cuando el sol declina en el horizonte y sus rayos oblicuos golpean los troncos de los árboles y penetran en la maleza, los pasillos sombríos se iluminan. En ese momento la vista puede adentrarse a lo lejos en el bosque. Nada ha cambiado en la realidad de las cosas; y sin embargo, todo es diferente, ha sido transfigurado. Del mismo modo, la luz pascual no alteró en nada, a los ojos de los discípulos, los hechos y los gestos de Jesús. Pero reveló su sentido interior. Les hizo ver adónde conducían las opciones de su Maestro. De este modo, profundizó las raíces de su fe en Cristo, Señor de la historia. La luz pascual impidió que esta fe se escapara a una visión olímpica e intemporal de su gloria y su Señorío.

Allí, en Jerusalén, en la casa donde estaban escondidos y temblando de miedo, la resurrección del Señor sólo podía parecerles un acontecimiento abrumador y desconcertante, que rompía con todo lo que habían vivido en compañía de Jesús de Nazaret, y vacío, por consiguiente, de sentido. El acontecimiento les sobrepasaba por completo.

Pero en su Galilea, a orillas del lago, bajo el cielo libre y puro, se les concedía encontrar a su Maestro en su humanidad. El acontecimiento ya no tenía un aspecto aterrador. Sin perder nada de su grandeza, les parecía acorde con la sencillez de su vida. La presencia del Señor resucitado adquiría a partir de ese momento su verdadero sentido. Era como un amanecer, un nuevo Génesis. «El mismo Dios que dijo: “Del seno de las tinieblas brille la luz”» (2 Corintios 4,6) iluminaba de pronto su corazón, haciéndoles descubrir, en la gloria del Resucitado, el sentido de todo lo que habían vivido mientras seguían a Jesús de Nazaret.

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