«¡Es el Señor!»

Por: Eloi Leclerc | Fuente: «Id a Galilea» Al encuentro del Cristo pascual (2006)

Antes incluso de que los evangelios fueran redactados, la comunidad cristiana primitiva había captado y expresado el mensaje esencial de la cita galilea, a saber: la identidad fundamental existente entre el Resucitado, Señor de la gloria, y el humilde profeta del reino, Jesús de Nazaret.

En la Carta a los Filipenses, que se remonta a los años 50-56, el apóstol Pablo recoge un himno que él mismo ciertamente había aprendido poco después de su conversión, en torno a los años 37-38. Este himno, una de las primeras profesiones de fe cristiana, proclama con fuerza el vínculo estrecho que une los humildes caminos de la vida terrestre de Jesús de Nazaret y su glorificación por el Padre como Hijo de Dios y Señor del universo. He aquí el himno:

«…el cual, siendo de condición divina,
no reivindicó su derecho
a ser tratado como igual a Dios,
sino que se anonadó,
tomando condición de esclavo

Haciéndose semejante a los hombres
y reconocido como hombre por su aspecto,
se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó
y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre,
para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese: “El Señor es Jesucristo
para gloria de Dios Padre”» (Filipenses 2,6-11)

Este texto afirma con fuerza la identidad entre el Jesús de la historia y el Señor de la gloria. Parece, sin embargo, que establece una oposición entre la experiencia de vida evangélica, hecha de sombras y humillaciones, y la gloria esplendorosa de Cristo resucitado. Después de haber aceptado la condición humana más humillante, Jesús habría sido elevado a una gloria que lo habría restablecido en su verdad y su soberanía divinas. Como si, al hacerse uno de nosotros, en la condición de siervo, el Hijo de Dios se hubiera distanciado de sí mismo, de lo divino.

Ahora bien, ¿es éste el sentido de la afirmación esencial de este texto: «El Señor es Jesucristo»?

¿No hay que entender más bien esta proclamación como un reconocimiento de una identidad paradójica, pero profunda, entre las opciones históricas de Jesús y la gloria divina que manifiesta su resurrección? ¿No ha desvelado Jesús al mundo con sus propias opciones –las de las bienaventuranzas– el verdadero rostro de Dios, su verdadero Señorío, su verdadera gloria? Su exaltación, lejos de oponerse a la experiencia de vida evangélica, ¿no proclamaría, por el contrario, la verdad divina?

Para saberlo tenemos que encontrar, siguiendo a los discípulos, a Jesús resucitado en los caminos de Galilea.

Es allí donde el Señor nos descubre su verdadero Señorío.

Al citarlos en el país de Galilea, el Resucitado mostraba a sus hermanos que, aun habiendo sido exaltado junto al Padre, seguía siendo el hombre de las bienaventuranzas, hoy igual que ayer. Más aún, de este modo les revelaba que su gloria presente correspondía totalmente a lo que les había enseñado durante toda su vida acerca del Reino y el Señorío de Dios: un Reino y un Señorío que no consisten en el alejamiento y en el poder de dominación, sino en un amor soberano que es la expresión plena de la proximidad y la comunión.

Desde una perspectiva puramente humana, hay una oposición entre la idea de «señorío» y la de «proximidad».

El señorío es la superioridad, la soberanía y, por tanto, la distancia. Es señor quien permanece por encima de los otros, quien los domina y ejerce el poder. La proximidad, por el contrario, suprime las distancias. Crea la comunidad de destino, la fraternidad, la comunión. Es próximo quien está con, quien comparte las mismas condiciones de vida, las mismas penas y las mismas alegrías.

Los seres humanos han pensado siempre que el Señor Dios los dominaba infinitamente con su gloria y su omnipotencia. Su soberanía establecía una distancia infinita entre él y sus criaturas. Por no hablar de la no menor distancia existente entre el Dios tres veces santo y el hombre pecador.

Ahora bien, Jesús de Nazaret vino a proclamar que el Reino de Dios estaba cerca. El Reino de Dios, es decir esencialmente «el Señorío de Dios, la manifestación de su gloria, su ser de Dios»1. Para Jesús, este Señorío, este Reino, se sitúa bajo el signo de la proximidad.

Y para mostrarlo claramente, él mismo se hizo el más próximo de los hombres, de todos los hombres. Tanto sus acciones como sus palabras testimonian una voluntad de proximidad. Lejos de aislarse, encerrándose en un círculo de amigos y de justos, va hacia los más alejados, hacia los seres perdidos, los pecadores y los excluidos; se mezcla con ellos y come con ellos. Transgrede todas las prohibiciones, suprime todas las distancias. Deja que las muchedumbres se aproximen a él y lo toquen. Todos tienen que saber que el Reino de Dios se ha acercado y que Dios quiere entrar en contacto, en comunión, con todos los hombres.

Y para afirmarlo aún más intensamente, Jesús acepta ser contado él mismo entre los pecadores y los malhechores: muere crucificado entre dos bandidos. ¿Podía llevar más lejos la proximidad humana y testimoniar con más fuerza la proximidad de Dios? Ciertamente, Jesús inaugura una nueva comprensión del Señorío de Dios2. Invierte las concepciones tradicionales. El Señorío de Dios que Jesús revela, tanto con su vida como con su enseñanza, es esencialmente una soberanía del amor que ignora todas las fronteras, todas las distancias, y sólo triunfa en la proximidad y la comunión.

Los profetas de Israel habían subrayado ya la proximidad sorprendente del Dios de la Alianza. Una proximidad maternal, como pone de manifiesto este pasaje del profeta Oseas: «Cuando Israel era niño, lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí: ofrecían sacrificios a los Baales […]. Yo enseñé a caminar a Efraín, tomándolo por los brazos, pero ellos no sabían que yo los cuidaba. Con cuerdas humanas los atra- ía, con lazos de amor; yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla; me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Oseas 11,1-4).

Se comprende la admiración del autor del Deuteronomio ante tal proximidad: «Porque, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que lo invocamos?» (Deuteronomio 4,7).

No obstante, esta proximidad divina tenía sus límites. Estaba reservada al pueblo elegido y era entendida la mayoría de las veces como un privilegio de los justos. Por otra parte, no establecía nunca una verdadera comunión.

No suprimía las distancias, dejaba intacto el aspecto temible de la gloria de Yahvé, del Dios todopoderoso y tres veces santo, ante el cual tiemblan los serafines y cuya manifestación en el templo hizo gritar al profeta Isaías: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros! (Isaías 6,5). «En medio de ti está Yahvé tu Dios, Dios grande y temible» (Deuteronomio 7,21).

Con Jesús de Nazaret, la proximidad de Dios a su pueblo alcanza un grado nunca igualado. A decir verdad, se franquea un umbral. Empieza una proximidad completamente nueva y propiamente inaudita.

En la fuente de esta nueva proximidad hay una experiencia única: la experiencia filial de Jesús. Todo en su existencia, tanto en sus actos como en sus palabras, pone de manifiesto que vivía en una relación sin precedentes con Dios: con el Padre, con su Padre. Tenía conciencia de mantener con su Padre una relación de intimidad y de comunión absolutamente filiales.

Jesús expresaba esta experiencia única con una palabra: ¡Abbá! Este término familiar era empleado por los niños arameos para dirigirse a su padre. El evangelio de Marcos narra que, en la hora dolorosa de Getsemaní, Jesús oró a su Padre llamándolo Abbá (cf. Marcos 14,36). Jesús hizo suyo este término que expresaba la ternura afectuosa y espontánea del niño, manifestando con ello el vínculo profundo y único que lo unía con su Padre, incluso en la hora dramática de su pasión3.

En verdad, el término Abbá, en labios de Jesús, revela una proximidad incomparable entre Dios y él, una intimidad sin igual en todo el contexto religioso bíblico o extrabíblico. En él se expresa, como escribirá más tarde el evangelista Juan en su prólogo, «el Hijo único que está vuelto hacia el seno del Padre» (Juan 1,18).

De esta experiencia filial fluye todo el mensaje evangélico. La feliz noticia que Jesús proclama es precisamente esta nueva proximidad de Dios, que a través de él se ofrece a todos los hombres. Él invita a sus discípulos a entrar en esta intimidad filial: «Cuando oréis, decid: “Padre…”» (Lucas 11,2). Les enseña a llamar Padre a Dios, como sólo él sabe hacerlo, como sólo él puede decirlo.

Con la misma seguridad y la misma alegría.

Y la conversión evangélica consiste esencialmente en acoger esta nueva proximidad de Dios en Jesús: «El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Marcos 1,15). La Ley no es suprimida, pero deja de ser la referencia suprema. Algo la precede. Es la fe en la gracia filial ofrecida a todos en el Hijo amado.

La gracia filial es el nombre nuevo de la Alianza. Es su cumplimiento, su cima. En ella se manifiesta plenamente el designio de Dios sobre la humanidad. En adelante, esta gracia está por encima de todo. Todo reposa sobre este don inaudito, totalmente gratuito. Vivir según la Buena Nueva es fundar por entero la propia existencia en este don. Se trata, ante todo, de acoger en la fe esta comunicación de intimidad divina que se ofrece a nosotros en Jesús y que nos hace vivir de la vida misma de Dios.

Obviamente, los discípulos que escuchaban a Jesús y lo seguían a lo largo de su recorrido terreno no sospecharon siquiera en aquel momento la profundidad de su mensaje. Sólo podían concebir la venida del Reino y su revelación como una manifestación de poder, y en esto no se diferenciaban de los demás judíos de su tiempo. Y hasta el final esperaron que llegaría un día en que Jesús haría estallar su poder, liberando a Israel de sus opresores, e inauguraría una era de paz y de justicia sobre la tierra, como habían anunciado los profetas.

No se les ocurría pensar que el Reino de Dios proclamado por Jesús consistía esencialmente en la nueva proximidad de Dios, en su comunicación de intimidad con los hombres; en suma, en la gracia filial. Ciertamente admiraban a su Maestro y apreciaban su proximidad. Pero la mirada que le dirigían se quedaba en la superficie del misterio que lo habitaba. Permanecían atados a una concepción de la gloria de Dios y de su Señorío totalmente ajena al espíritu de su Maestro, como se aprecia claramente en la reacción espontánea de Pedro en el momento del lavatorio de los pies, antes de la última cena: «Señor, ¿lavarme tú a mí los pies…?» (Juan 13,6). A Pedro le parecía inconcebible que el Señor realizara tal gesto. En la mente del apóstol, aquello era incompatible con su cualidad de Señor. Es cierto que esperaba el Reino de Dios, pero no lo veía venir en esta profunda comunión con nuestra humanidad.

Se comprende el reproche que Jesús hizo a Felipe la víspera de su muerte. Felipe le había dicho: «“Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”. Le dice Jesús: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?» (Juan 14,8-10).

Habrá que esperar a la resurrección de Jesús y a la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que los apóstoles descubran la humanidad del Señor en su profundidad y se abran a la verdad de su misterio: «Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros» (Juan 14,20).

Entre ambos acontecimientos, la resurrección y la venida del Espíritu, se sitúan la vuelta a Galilea y la manifestación de Jesús resucitado a los discípulos en su patria chica. En esta manifestación hay que ver una preparación para la venida del Espíritu y su acción.

Una preparación del todo necesaria, porque en un primer momento el acontecimiento de la resurrección había conmocionado a los discípulos con su dimensión sobrehumana. A sus ojos, revelaba en Jesús un poder divino que lo elevaba infinitamente por encima de nuestra humanidad y que, por tanto, podía restablecer las distancias entre Dios y nosotros, en contra del mensaje evangélico.

Así pues, la vuelta a Galilea asume aquí todo su sentido. Al manifestarse a los discípulos allí donde se había mostrado tan próximo a ellos, Jesús les hacía saber que su Señorío y su entrada en la gloria del Padre no lo alejaban para nada de nuestra humanidad, y que seguía haciéndose muy presente a ellos, siempre tan próximo y comprensivo.

Sus últimas palabras no dejan ninguna duda a este respecto: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20).

De este modo les indicaba claramente que no hay que buscar la gloria del Padre y su Señorío por encima del mundo en un cielo olímpico, pues no esa gloria y ese Señorío no consisten en estar por encima de, sino con. No consisten en el dominio, sino en la comunión. No consisten en la distancia, sino en la Alianza. Porque la soberanía de Dios es una soberanía del amor. Y el amor encuentra su perfección, su soberanía y su gloria en la comunión más profunda, más universal y más gratuita. Una comunión más fuerte que todo lo demás. Más fuerte que la muerte y que el pecado. Porque ambos son destruidos en Jesús resucitado, en quien la gloria del Padre se identifica con el triunfo del perdón y de la comunión.

No es justo, por tanto, decir, como se hace a veces, que al hacerse hombre, el más próximo y el más vulnerable de los hombres, el Hijo de Dios se haya distanciado de sí mismo o de lo divino. Todo lo contrario: con su humilde encarnación, el Hijo nos ha revelado que lo divino está en la soberanía de un amor que se complace en la comunión más profunda y gratuita. Se ha convertido en la visibilidad del Padre, según la expresión de san Ireneo, que retoma las palabras del propio Jesús: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 14,9).

Y cuando, al final de su estancia en Galilea, Jesús resucitado tiene que despedirse de sus discípulos y privarlos de esta visibilidad, se preocupa de tranquilizarlos diciendo que el tiempo de la invisibilidad no será el de la ausencia y el alejamiento; les promete estar siempre con ellos.

La encarnación no es un episodio efímero, un paréntesis cerrado apresuradamente, sino que inaugura una comunión, definitiva e irreversible, del Hijo de Dios con nuestra humanidad. Los cielos cantan la gloria de Dios, pero es la tierra de la encarnación la que nos revela el esplendor secreto de esta gloria.

«Jesús es el Señor»: comprendemos ahora un poco mejor lo que significa esta profesión de fe. A decir verdad, es una profesión revolucionaria que hace añicos la idea imperial de la gloria divina. En Galilea, a orillas del lago, los discípulos aprendieron a reconocer al Señor resucitado en su proximidad humana: «Él es el Señor». El Espíritu de Pentecostés iba a terminar de iluminarlos.

La vuelta a Galilea asume, pues, la dimensión de una experiencia espiritual. No se trata sólo de un retorno a un lugar geográfico. Se trata, más bien, de descubrir, a la luz del Espíritu, el misterio de Cristo en su profundidad humana y divina.

«Padre,
bendito seas por haberme mostrado
en el rostro amado de Cristo,
ofrecido a nuestra mirada,
tu gloria inmensa»4.

Siguiente parte del libro

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1. «El reino de Dios no es ante todo un reino, sino que se trata del señorío de Dios, de la manifestación de su gloria, de su ser de Dios»: Walter KASPER, Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca 1979, p. 95.
2. Walter K
ASPER, Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca 1979, p. 96.
3. Joachim JEREMIAS, «Abba», en Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1981, pp. 17-89
4. Didier RIMAUD, «Dieu au-delà de tout créé», en Liturgie des heures, © CNPL.

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