Por: Eloi Leclerc | Fuente: «Id a Galilea» Al encuentro del Cristo pascual (2006)
El apóstol Juan fue el primero en reconocer a Jesús resucitado a orillas del lago de Galilea. «¡Es el Señor!», gritó al ver al desconocido que los esperaba en la orilla al amanecer, cuando regresaban a tierra después de una noche en la que no habían pescado nada. Se puede pensar que Juan vio a partir de ese instante cómo se iluminaba toda la vida de Jesús a la luz de la Pascua.
De esta mirada pascual sobre Jesús, reconocido como Señor, iba a nacer el evangelio de Juan. Es indudable que este evangelio está centrado en Jerusalén y se interesa más por los acontecimientos de la vida de Jesús que se desarrollaron en Judea. No obstante, la mirada de Juan sobre Jesús lleva claramente la marca del retorno a Galilea. Es la mirada del reencuentro. Una mirada que encuentra, a la luz de la Pascua, la maravillosa proximidad humana de Jesús y que percibe, en esta misma proximidad, el signo de la gloria de Dios.
Ningún evangelista vio ni supo hacer ver como Juan la gloria del Hijo de Dios en su encarnación. Ninguno estableció un vínculo tan estrecho entre la comunión carnal de Jesús en la historia de los hombres y su comunión en la gloria eterna de Dios. Nadie comprendió mejor que él que esta gloria consiste, ante todo, en la comunicación de una vida, y que resplandece precisamente allí donde parece más humillada.
En efecto, Juan no contempla esta gloria de Dios fuera del tiempo, en una experiencia mística interior e intemporal, sino en la historia de Jesús. La ve esplendorosa en un ser de carne, en la persona viva del joven profeta de Nazaret que se dejó encontrar, abordar y tocar en nuestros caminos humanos, que habló nuestra lengua humana, sufrió nuestros sufrimientos humanos y murió una muerte humana. En pocas palabras: ve la gloria de Dios en el desarrollo de la vida de Jesús:
«Y la Palabra se hizo carne
y puso su Morada entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria,
gloria que recibe del Padre como Unigénito,
lleno de gracia y de verdad» (Juan 1,14).
«A Dios nadie lo ha visto jamás:
el Hijo Unigénito,
que está en el seno del Padre,
él lo ha contado» (Juan 1,18).
Esta mirada que Juan dirige a la historia de Jesús es una mirada pascual: una mirada iluminada por el Espíritu que resucitó a Jesús. Una mirada que no se detiene en la simple materialidad de los hechos, sino que penetra en ellos y percibe su significación profunda. Esta lectura interior pone de manifiesto el sentido de una vida que es para Juan una teofanía, una manifestación de la gloria de Dios.
Pongamos como ejemplo el relato joánico del primer signo realizado por Jesús. El acontecimiento tiene lugar en Galilea, es decir, precisamente allí donde los discípulos volvieron a ver y a encontrar a Jesús después de su resurrección. Bajo esta luz pascual narra Juan el primer signo realizado por Jesús: «Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea…» (Juan 2,1). Jesús había sido invitado con su madre y sus discípulos. Resulta fácil imaginar el ambiente festivo y gozoso de una boda en un pueblo. Jesús está allí presente, en medio de los invitados. Pero he aquí que una sombra se cierne sobre la fiesta, y María, la madre de Jesús, es la primera en caer en la cuenta. Al ver el problema de los esposos, se inclina hacia Jesús y le dice: «No tienen vino» (Juan 2,3). Jesús lo comprende. Pero ¿qué relación tiene esto con su misión? Él no ha venido a proporcionar vino en abundancia para un día de bodas. Ciertamente ha sido enviado para traer a los hombres la alegría, «la vida sobreabundante» (Juan 10,10). Él dará esta plenitud de vida, pero cuando llegue su hora. Y su hora aún no ha llegado. «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Juan 2,4).
Sin embargo, Jesús atiende la petición de María. Lo hace situándose en la perspectiva de su misión. El acto que realiza es un signo. A la vez que responde a la petición inmediata y material de su madre, la sobrepasa por su sentido. El signo es elocuente por su desmesura, por su desproporción con el acontecimiento. El signo anuncia otro don: el de una vida sobreabundante, inagotable, eterna.
Allí donde bastaba una cierta cantidad de vino, Jesús elige deliberadamente la prodigalidad, la desmesura, la ebriedad: la desmesura y la ebriedad en el don.
«Llenad las tinajas de agua» (Juan 2,7), dice Jesús a los sirvientes. Esas tinajas estaban destinadas a las abluciones rituales de los judíos. Había seis, y tenían aproximadamente una capacidad total de seiscientos litros. Los sirvientes las llenaron hasta el borde.
Entonces Jesús les dice: «Sacadlo ahora» (Juan 2,7). Ya no era agua, sino seiscientos litros de un vino exquisito, mucho mejor que el que se había servido hasta entonces. ¡Más que suficiente para embriagar a un pueblo entero!
La simplicidad de las palabras de Jesús y su reserva contrastan con la exuberancia y la desmesura del don. Viene a la mente la observación de Pascal: «El rey habla fríamente de un gran don que acaba de conceder, y Dios habla bien de Dios» (Pascal, Pensamientos, Brunschvicg, 799).
Los invitados a la boda esperaban vino en abundancia, y Jesús les ofrece un don que puede saciar su sed eterna. En el vino sobreabundante y embriagador expresa Jesús por adelantado la entrega de su propia vida, dada sin medida. En el signo del agua transformada en vino anuncia la hora en que del costado abierto del Crucificado brotarán el agua y la sangre, como signo de una vida totalmente entregada.
Y Juan concluye su relato con esta frase: «Tal comienzo de los signos hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (Juan 2,11). La manifestación de su gloria no está en el cambio milagroso del agua en vino, sino en lo que significa este cambio: en lo que anuncia. Tal manifestación está en el don infinito que Jesús realizará cuando llegue su hora, la hora de su pasión y muerte.
Juan no ve esta hora, que será el signo último, como una hora de tinieblas. Por lo demás, es significativo que en su relato de la pasión de Jesús no mencione la agonía de Getsemaní. Juan ve la hora de Jesús como la suprema manifestación de la gloria de Dios y de su Cristo. Es la hora en que la vida divina se revela en toda su profundidad y su esplendor mediante la entrega absoluta. Porque ésta es la gloria de Dios en su más alta expresión. Es la gloria de un amor soberano: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que, según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado» (Juan 17,1-2).
¿Cómo una muerte tan atroz e infamante podía ser considerada como la suprema manifestación de la gloria divina, como la revelación del Señorío de Dios?
En el evangelio según san Juan, Jesús no sufre al morir. Ningún evangelista insistió tanto como Juan en el don completamente libre que Jesús hace de su vida humana. No sufre, sino que se entrega: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo…» (Juan 10,17-18). «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Juan 10,11). «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15,13). No se puede ser más claro, más afirmativo. Jesús da su vida de una manera completamente libre. Y la da por amor.
No es que Jesús busque la muerte. Ahora bien, puesto que sus adversarios quieren librarse de él, no se esconde, no se echa atrás ante la muerte, sino que la asume libremente. Y hace de ella la cumbre de su misión: su muerte será el testimonio supremo.
Su muerte será el don libre de su vida, de la vida que tiene como misión revelar y comunicar al mundo. El don de su vida humana manifestará el don que Dios mismo quiere hacer de su vida íntima. Y de este modo glorificará a Dios, revelará su gloria: el esplendor de su amor.
Para Juan, en efecto, la muerte de Jesús en la cruz no es simplemente el don que un hombre puede hacer de su vida humana por una causa justa y noble. Su muerte tiene una profundidad divina. Dios mismo se compromete en esta muerte. Jesús no está solo. Haga lo que haga, lo hace en estrecha comunión con su Padre. No hace nada que no vea hacer al Padre: «Lo que hace el Padre, eso también lo hace igualmente el Hijo» (Juan 5,19). De tal manera que «las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras» (Juan 14,10).
Así pues, si Jesús da su vida, es porque ve que el Padre la da. El don de Jesús revela el don del Padre. En Jesús, el Padre se da totalmente. Y Juan puede escribir: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3,16). Dios se da sin reservas en el don libre de su Hijo. Se da con él, en él: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10,30); «El Padre está en mí, y yo en el Padre» (Juan 10,38b). Jesús y el Padre son uno en el don. Y en este don resplandece la gloria de Dios en todo su esplendor: el esplendor de un amor que se da sin medida. La gloria del Padre es dar su Vida, su Vida divina, en su Hijo.
Se percibe aquí el gran absurdo en que se incurre cuando se considera la muerte de Jesús en la cruz como un castigo infligido por el Padre a su Hijo para lavar en la sangre la ofensa causada a la Majestad divina por el pecado del hombre. Digámoslo francamente: afirmar esto es equivocarse de religión. Jesús no es la víctima de su Padre, de un Padre colérico, rencoroso, preocupado ante todo por su honor. Jesús no es sino la víctima de los hombres, del pecado de los hombres, de su negativa a creer en el don de Dios.
Nosotros somos salvados por la obediencia de Jesús a su Padre. Pero esta obediencia es una comunión en el amor. Jesús comulga totalmente con el designio de su Padre, con el don del Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Juan 10,17). Al dar su vida, Jesús revela al mundo el don del Padre. Y de este modo manifiesta la verdadera gloria de Dios, que consiste en darse sin medida.
Jesús contempla este misterio del amor de Dios en la escena de la lanzada. Del costado abierto del Crucificado brota, bajo el signo del agua y de la sangre, la vida infinita e incontenible. Aquí se realiza lo que Jesús escribe en su Prólogo: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad» (Juan 1,14).
Y añade: «Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Juan 1,16). En efecto, al dar su vida en comunión con el Padre, Jesús realiza, en nombre de toda la humanidad, un acto de amor que hace de nuevo posible la comunión entre Dios y el hombre: ofrece a Dios una humanidad abierta, capaz de recibir el don divino. En adelante, ya nada obstaculiza la realización del gran designio del amor divino. Esto es también lo que Juan contempló en el costado abierto del Crucificado.
Esta vida que brota del corazón de Cristo no tiene nada que temer de la muerte, sino que triunfa sobre la propia muerte mediante su entrega. Quien ama ha pasado de la muerte a la vida. Esto es lo que manifiesta la Resurrección del Señor. «¡Es el Señor!», grita Juan al ver a Jesús en la orilla del lago. Sí, él es el Señor. Pero este Señorío no tiene nada en común con nuestras glorias humanas. Es el esplendor del Ágape divino. Su esplandor es el de un Amor soberano que, en su gratuidad, no conoce fronteras.
Reconocer este Señorío es entrar en relación con él, en comunión con su misterio de amor. El evangelio según san Juan insiste mucho en este punto. Proclamar que Jesús es Señor sólo tiene sentido si uno mismo se abre a esa soberanía del amor que, en adelante, debe inspirar todas nuestras relaciones humanas. La vida divina, que es por entero comunión en el amor, sólo se nos puede comunicar creando entre nosotros una comunión semejante a la que reina entre el Padre y el Hijo en el Espíritu. Éste es un tema fundamental en el evangelio de Juan. «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno…» (Juan 17,21-23).