Beata Ana de los Ángeles Monteagudo

Por: M.a Encarnación González Rodríguez | Fuente: Año Cristiano (2002)

Religiosa (+ 1686)

La Beata Ana de los Ángeles Monteagudo Ponce de León fue una monja dominica peruana que vivió durante el siglo XVII y pasó casi toda su existencia en el monasterio de Santa Catalina de Arequipa (Perú). La acompañó siempre gran fama de santidad: era considerada valiosa consejera, muchas personas acudían a ella como poderosa intercesora ante Dios con sus oraciones y se le atribuyen hechos extraordinarios.

Sus biógrafos coinciden en situar el día de su nacimiento el 26 de julio, fiesta de Santa Ana, de quien lleva el nombre. Pero manifiestan algunas discrepancias respecto al año. Según el P. Ambrosio Morales, uno de los más rigurosos, nació en 1595, aunque no puede documentar directamente esta fecha, dice, porque su partida de bautismo pereció en un incendio en la catedral de Arequipa. Respecto al fallecimiento, el libro de Religiosas difuntas en el trienio de la R M. Priora D.a M. Josefa Navarro indica, en el cuarto puesto, este dato: «En diez días del mes de enero del mil seicientos y ochenta y seis años murió sor Ana de los Angeles, Religiosa profesa de Velo negro, llamada en el siglo D.a Ana de Monteagudo», sin hacer referencia a la edad. Otros documentos, sin embargo, precisan que falleció a los 85 años, con lo que la fecha de su nacimiento debería colocarse en 1601.

Era la hija más pequeña, después de tres varones, de Sebastián de Monteagudo, un español nacido en Villanueva de la Jara (Cuenca), y de Francisca Ponce de León, arequipeña. Como perteneciente a una familia de elevada posición social, según el uso de la época fue llevada de muy niña —a los tres años, probablemente— al monasterio de Santa Catalina de Siena para ser educada en él, permaneciendo allí durante su infancia y adolescencia. En torno a los 16 años de edad sus familiares la obligaron a salir, porque le habían preparado un ventajoso matrimonio. Pero regresó a casa con gran disgusto por su parte, pues había comenzado a descubrir su vocación religiosa y se sentía inclinada a permanecer en el convento.

Una de las características más notorias de la espiritualidad de la Beata Ana de Monteagudo es la frecuencia de gracias extraordinarias que recibió a lo largo de su prolongada vida, cuidadosamente documentadas por sus biógrafos, comenzando por la de su discernimiento vocacional. Según relatan, durante la corta etapa que permaneció con su familia, una visión de Santa Catalina de Siena, presentándole el hábito dominicano que había de recibir si regresaba al monasterio, la confortó decisivamente en su propósito de abrazar la vida religiosa y, gracias a una guía providencial, pudo huir de su casa y cumplir este deseo. No obstante, tuvo que atravesar una situación muy dolorosa y critica, por la abierta oposición de sus padres, ante ella y ante la comunidad religiosa, a que adoptara ese estado de vida. Pero, según algunos testimonios, al fin, «dejándola en el Monasterio, se marcharon desconsolados». Allí completó su nombre, Ana, con «de los Ángeles».

Apenas comenzado su noviciado, una nueva gracia la puso en camino hacia la que había de ser una de las notas más específicas de su vida espiritual, sorprendentemente profundizada con el paso de los años. Era muy devota de San Nicolás de Tolentino, religioso agustino del siglo XIII, uno de los santos más venerados en Europa y América durante los siglos XVI a XVII, y solía celebrar sus fiestas más imitando sus virtudes que con otras manifestaciones externas. Leyendo su biografía, le hizo gran impacto saber que, estando un día el santo en ferviente oración por las almas del purgatorio, como sucedería después Santa Teresa de Jesús, percibió con mucha fuerza la realidad del infierno. Ella quedó muy impresionada, y se sintió impulsada a imitar esta devoción. Desde entonces tuvo siempre muy presentes en sus oraciones a las personas alejadas de Dios, a los pecadores y a los difuntos.

Dicen los documentos que «se preparó a la profesión religiosa como si nunca hubiera ejercitado la virtud», ya que puso todo su entusiasmo y entrega en aprenderla. «Hizo la profesión solemne el año del Señor 1617», y de 28 de noviembre de 1618 es el Acta notarial por la que su padre, don Sebastián de Monteagudo, entrega la dote que se solía ofrecer al monasterio.

Le confiaron pronto el oficio de sacristana, tratando las cosas sagradas con mucha responsabilidad, respeto y amor. Desempeñando este cargo, un nuevo episodio, casi casual, hizo nacer en ella otro de los rasgos que tanto habían de caracterizarla: su gran caridad con todos y, en especial, con los más necesitados. Un día, buscando cuadros para adornar la iglesia en una fiesta, encontró uno de Santo Tomás de Villanueva, también agustino, español de la primera mitad del siglo XVI canonizado en 1658, que se distinguió como gran benefactor de los que padecían necesidad, por lo que recibió el sobrenombre de «padre de los pobres», y le pidió ardientemente que fuera su protector y maestro y que obtuviera de Dios para ella la gracia de ser caritativa y generosa con los necesitados, en lo cual él había destacado. Ciertamente a la Beata Ana le fue concedido este don, pues se distinguió por su bondad y entrega a todos, en especial a los más carentes de recursos, hasta el final de sus días.

Arequipa, ciudad peruana donde nació, vivió y murió la Beata Ana, se caracterizaba entonces por la notable influencia española, presente desde la primera mitad del siglo XVI. Junto a los edificios de administración, cultura y comercio, en la populosa ciudad habían ido construyendo sus casas algunas familias religiosas, como los dominicos, mercedarios, franciscanos, agustinos, jesuítas, hospitalarios, recoletos, etc., además de dos monasterios para dominicas y un carmelo, todo lo cual contribuía al ambiente piadoso y culto de la ciudad, poblada sobre todo de mestizos y mulatos. El gusto pot el barroco, estilo propio de esta época, acentuaba en todos los sectores cierta tendencia a lo espectacular, exagerado o prodigioso, sin posible reacción crítica ante ello.

En este contexto, destacaba el monasterio de Santa Catalina tanto por su óptima ubicación en el ambiente urbano como por sus estrechas relaciones con las autoridades eclesiásticas y civiles. Había sido fundado como convento de vida contemplativa para monjas, centro de educación para niñas y jóvenes, lugar de acogida para huérfanos y residencia de viudas abandonadas. En esta época podría albergar a un centenar de religiosas y a otras doscientas personas más entre las acogidas al monasterio y las dedicadas al servicio.

Un acontecimiento externo, el aluvión provocado por el desbordamiento del torrente San Lázaro en 1637, obligó a muchas de estas personas a abandonar el recinto. Pero la Beata Ana de los Angeles prefirió permanecer en clausura. Reconstruida pronto la iglesia, continuaba siendo sacristana cuando se celebraron en ella algunas sesiones del Sínodo Diocesano convocado por el Obispo Pedro de Villagómez del 19 al 30 de diciembre de 1638.

Después, hacia 1644 se le encomendó la formación de las novicias, misión de gran responsabilidad, que cumplió eficazmente con la fuerza de su virtud y el testimonio de su ejemplo, aunque no por mucho tiempo.

Cuando en 1647 el Obispo don Pedro de Ortega visitó el monasterio, encontró en él algunas irregularidades, especialmente en las relaciones con el ambiente exterior, a las que deseaba poner adecuado remedio, y expresó su deseo de que Sor Ana de los Angeles, a quien conocía y admiraba mucho, estuviera al frente de él. Él mismo acudía a ella en algunas ocasiones. «A pesar de que era hombre de mucha doctrina y santa experiencia, que había estado durante muchos años en Lima, que era prebendado y catedrático de teología en la R. Universidad de esta ciudad, y calificador y consultor del Santo Oficio… quedaba maravillado y convencido del sublime espíritu» de esta humilde monja dominica.

Después de la elección, en torno a los 46 años de edad la Beata Ana de los Ángeles se encontró siendo priora del monasterio. No fue fácil para ella el desempeño de esta responsabilidad. Por su deseo de que se observaran bien las Constituciones y por haber limitado algunos abusos, durante el tiempo de su gobierno tuvo que sufrir la contradicción, e incluso la calumnia, por parte de algunas religiosas. Estaba convencida de que muchas cosas requerían reforma: en las costumbres, en el trato de las religiosas entre sí y con las personas de fuera, en los modos de observancia… y, a pesar de haber encontrado gran resistencia, con extraordinaria valentía y firmeza no dudó en proceder como creía conveniente. Pero tuvo que revestirse del mismo vigor y fortaleza para superar todo género de desprecios, amenazas e injurias. Sin embargo, cuando estas cosas llegaban a sus oídos

«nada de esto alteraba su ánimo; al contrario, decía que no tenía la culpa de que hubiesen hecho tan mala elección, que ella se había opuesto mucho […]; estimaba mucho a las que la injuriaban, y de este modo procedió toda su vida, sin despreciar a nadie, ni mermar la estima y el honor de su prójimo; en esto perseveró hasta la muerte».

La Beata Ana de los Angeles se esmeró en que las personas que tenía confiadas conocieran bien sus obligaciones y la doctrina cristiana. Según los testimonios de quienes la conocieron,

«explicaba los sacrosantos misterios de nuestra creación y de cuanto debemos a los sufrimientos de Dios con tanto espíritu y fervor que parecía una maestra de grande doctrina. La tuvieron en gran estima todos los Obispos de esta ciudad que la conocieron, los cuales todos vinieron a comunicarse con ella y a tratarla, y la tuvieron en concepto y crédito de santa».

A partir de 1650 dejó de ser priora, pero continuó con creces su fama de santidad y también, en algunas ocasiones, la persecución y el descrédito. Intervinieron algunos obispos en su favor, como don Gaspar de Villarroel en 1658.

Sor Ana de Monteagudo era una religiosa de reconocida vida de sacrificio y oración y, además, carismática, por lo que resultaba una persona muy interesante y atractiva en aquel tiempo. En comunidad, lo que hacía como sacristana, maestra de novicias o priora, era sin duda observado por la mirada atenta y vigilante de las monjas y, cuando la virtud o la gracia daba lugar a algún hecho extraordinario, lo divulgaban con rapidez y amplitud. Esto hacía que mucha gente acudiera a ella en busca de consejo, oraciones o ayuda, e incluso, a veces, con la secreta esperanza de observar algún portento.

Son muchos los prodigios que se le atribuyen y, aunque a lo mejor alguno de ellos no pudiera resistir la crítica histórica, varios se consideran probados y sirvieron de hecho para la edificación de cuantos los divulgaban: cae sin hacerse daño en las obras de construcción de la nueva iglesia, revela algunos acontecimientos futuros, conoce a los ausentes, profetiza la muerte de una persona y un mal viaje a otra, neutraliza un incendio, evita un naufragio, etc.

Sin embargo, lo que más prueba la santidad de Sor Ana son las afirmaciones de quienes conocieron su vivir cotidiano: «era una mujer virtuosísima», «de pocas palabras, pero sustanciosas»; «de conversación afable, discreta, angélica»; «no perdía el tiempo hablando de cosas ociosas que no fueran del servicio de Dios»; «era una religiosa de virtud superior y en grado heroico»; «de espíritu humilde, plácido, sencillo, sin ningún doblez, con una verdad muy sincera»; «de gran sencillez y mansedumbre, era amiga de los pobres, de los humildes, y estimaba a las personas que eran despreciadas». «Para hacerse una idea de su santidad bastaba la sencillez con que desvelaba lo que sentía, sin que se reconociera en ella ninguna cosa que no fuera de perfecto espíritu, por lo que refería a Dios todas sus palabras y sus obras». «Las virtudes que resplandecieron en ella con más intensidad fueron la fortaleza, la humildad, la caridad, el ser desinteresada, la paciencia y el sufrimiento».

Era notoria su piedad eucarística y tenía gran devoción a la Santísima Trinidad, a los misterios del Verbo encarnado y a la Virgen Inmaculada:

«Cuando hablaba de algún misterio de la divinidad o humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, decía muchas cosas tan excelentes que quedaban admirados quienes las escuchaban; y explicaba los misterios con tanto fervor y espíritu, y con palabras tan suaves, que se notaba bien que no tenía en el corazón nada contrario a nuestra santa fe, con la cual acompañaba las buenas obras y los ejercicios de virtud heroica, que confirmaban la viva fe que reinaba en su alma».

En 1676 la Beata Ana de los Ángeles se encontraba enferma, con sufrimientos hepáticos, reumatismo y ceguera, y supo soportar durante diez años con extraordinaria virtud sus dolencias y ancianidad. De esta etapa es el retrato hecho por un pintor que don Diego Vargas introdujo en su celda. Murió cargada de buenas obras y reconocida fama de santidad, como hemos indicado, el 10 de enero de 1686.

Después de un largo y minucioso proceso informativo, en 1975 fue declarada la heroicidad de sus virtudes. El Papa Juan Pablo II la beatificó el 2 de febrero de 1985.

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