La conversión de san Pablo

Por: Ignacio Escribano | Fuente: Año Cristiano (2002)

(+ 34)

«Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio predicado por mí no es conforme al gusto de los hombres; pues yo no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo. Porque habréis oído de mi vida un tiempo en el judaísmo: con cuánto exceso perseguía yo a la Iglesia de Dios y la asolaba; y me aventajaba en el judaísmo sobre muchos de mi edad en mí linaje, siendo excesivamente celador de las tradiciones de mis padres» (Gál. 1,11-14).

Todos habían sido testigos, en efecto, de la bramante furia que contra los nacientes grupos de cristianos había desplegado aquel joven, apenas salido de la adolescencia, de estatura más bien baja y resoluto andar, en cuyas facciones se aúnan, en difícil juego, la inflexión refinada del hombre que se las ha visto con manuscritos caligráficos, y el visaje marcado, esquinado, violento, del fanático, para quien el judaísmo es turbulencia y avatar político. De antiguo le vienen esos achaques. En Tarso, la griega, ha estado en contacto con el mundo de las letras, a la vez que arrebujado en la atmósfera densa y erizada de un islote judaico, de una de esas familias que los griegos compaisanos, excluidos siempre del acceso y trato con los escogidos – fariseos -, denominan, vengativamente «hebreas».

A los dieciocho años, como solamente pueden permitirse los aventajados entre los de su linaje, se traslada a Jerusalén, metrópoli, para escuchar lecciones de Gamaliel el Viejo. Después vemos cómo, llevado por su celo farisaico, reaparece en la escena histórica en la lapidación de San Esteban, protomártir. No le está permitido levantar con su brazo los pedruscos contra la cándida víctima desnuda, pero recaba para sí el honor de custodiar los mantos de los apedreadores. De esta traza, el discípulo de Gamaliel conserva un contacto, si remoto, casi táctil -textil- con la lapidación.

¿Podrá extrañarnos ahora que Ananías, prevenido por una visión celeste sobre la llegada de Saulo, responda: «Señor, oí de muchos acerca de ese hombre, cuántos males causó a tus santos en Jerusalén»? (Hch 9,13). ¿O que cuando Pablo, tras lo acaecido en Damasco, se presente de nuevo en Jerusalén, tenga que esperarlo todo, sumisamente, de la intercesión de Bernabé ante los apóstoles, pues «todos se temían de él, no creyendo que fuera discípulo?» (Hch 9,26).

La extrañeza y sobresalto de los buenos discípulos del Señor al oír de ese formidable cambio no es privativa de ellos solamente. Toda la humanidad, desde los días en que aconteciera aquella conversión, se ha visto constreñida a pensar sobre ella con el mismo asombro.

La respuesta no es: ni de índole psicológica, congojas e insatisfacciones de Saulo con un judaísmo con el que, por lo demás, es su voluntad de servicio, hasta el último instante, indefectible; ni se nos da vertida en sesudas ponderaciones filosóficas sino si Saulo hubiera reconocido en Cristo la plasmación corpórea de un grave ideal, etcétera; ni se nos ofrece nimbada en un bello mito, redondo, adornado de cisnes y prodigiosos juegos astrales, como en el nacimiento de los héroes griegos. La respuesta es crudamente histórica. Es la que Bernabé mismo ofrece a los asustados discípulos de Jerusalén. Es la que nos dan los Hechos de los Apóstoles. Este libro, inspirado por Dios, escrito por un historiador que sabe su oficio, y que, sobre ello, oyó de estos hechos mil veces en la predicación paulina, el evangelista San Lucas, narra puramente de una cabalgada hacía Damasco, con repique fuerte de herraduras sobre la calzada, y de una luz sobrenatural que derribó al jinete principal y creó un mudo espanto en el cortejo.

Parte este afanado grupo bien provisto de cartas que lo acreditan ante los principales de la sinagoga de Damasco. Por obra de una mutua inteligencia entre el sumo sacerdote de Jerusalén y los respectivos prefectos de las comunidades sinagogales en la Diáspora, quedan los miembros de la sinagoga sujetos a la jurisdicción de Jerusalén -jurisdicción que incluso las autoridades romanas reconocen-. Está, por tanto, facultada Jerusalén. llegado el caso, a intervenir punitivamente en los enclaves de la Diáspora: excluyendo. por ejemplo, de la sinagoga a algún miembro cuya conducta no está acorde con la ley mosaica, reconviniendo con el azote… ¿Qué va a ser ahora del tímido grupo de los cristianos de Damasco, que por temor a resultar sospechosos a la sociedad ambiente no se han atrevido a despegarse aún de la célula sinagogal? Saulo se propone conducirlos atados a Jerusalén, «tanto hombres como mujeres» (Hch 9,2).

Sigue el grupo de jinetes el camino que, arrancando de Jerusalén y pasando por Sichem, se interna en el frondoso valle del Jordán, bordea luego graciosamente el lago de Tiberíades y se mete en Damasco. Llevan ya los jinetes alrededor de ocho días de cabalgada. No son estrictamente un grupo armado, aunque la furia de la marcha se asemeje tanto a la avanzada de la tropa militar, ansiosa de botín. A la altura de Damasco, la calzada romana se ensancha entre tupidas arboledas. Los caballos redoblan su andadura a la querencia de los establos de la ciudad cercana.

«Y como anduviese su camino, sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de súbito le cercó fulgurante una luz venida del cielo; y cayendo por tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer. Y los hombres que con él caminaban se habían detenido, mudos de espanto, oyendo la voz pero sin ver a nadie. Se levantó Saulo del suelo, y, abiertos los ojos, nada veía: y llevándole de la mano lo introdujeron en Damasco. Y estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió»

Hch 9,3-9

Tres días le son concedidos para rumiar la derrota: tres jornadas de ayuno, con escamas sobre los ojos una lesión oftálmica procedente de la fulguración sobrenatural -, para que el sentido interior, adelgazado y sutil por la penitencia, fuera ordenando los hechos que tan agolpadamente se le metieron por los sentidos exteriores, la «luz brillante», la voz. Fue bautizado al final de los tres días, y «volvió a ver». Ahora veía dos veces.

San Pablo podrá preguntar luego a sus fieles de Corinto, retadoramente: «¿Es que no he visto a Jesús, Nuestro Señor?» (1 Cor. 9,1). En esta corporal visión del Señor glorioso están las credenciales de San Pablo ante la historia. Magnífico se presenta ante nosotros, con esas cartas, el Apóstol de las gentes. La visión del Señor lo engríe, a la vez que lo colma de humildad. Sufrirá a lo largo de su vida apostólica muchos descalabros por su fidelidad a aquella hora de Damasco. Naufragios mar adentro; en tierra, cuatro veces, sobre sus espaldas, el mismo azote que él habla preparado para los asustados cristianos de Damasco. Recorre fatigosamente. en tiempos en que no se echa a la mar más que el mercader o el soldado, casi todo el orbe conocido, de límite a limite del Imperio. En un instante en que proféticamente ve llegado su fin, rinde cuentas a sus discípulos: «Plata, oro, o vestido de nadie lo codicié. Vosotros mismos bien sabéis que a mis necesidades y a las de los que andan conmigo han proveído estas manos» (Hch 24,33-34). Es degollado en Roma. En Roma se enseña el lugar en que rebotó su cabeza, por tres veces, al ser segada: Tre Fontane. A Roma la ensalzaron y magnificaron los Santos Padres en devotos himnos. San Juan Crisóstomo. en su florido recitado, glorifica a Roma por muchos y razonados conceptos. Pero, sobre todo, por que aloja los cuerpos de San Pedro y San Pablo. En el día de la resurrección de la carne; dice el Crisóstomo, «¡qué rosa enviará Roma hacia Cristo!»

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