Por: Luis M. Pérez Suárez, OSB | Fuente: Año Cristiano (2002)
Presbítero (+ 1964)
Nació en Nigeria en 1903, en la aldea Igboezunu cerca de la antigua Aguleri, hoy día territorio de la diócesis de Onitsha. Sus padres, Tabansi y Ejikwevi, eran paganos de la tribu de los Igbo y vivían modestamente de la agricultura. Quisieron una educación mejor para su hijo y a los seis años lo enviaron al «poblado cristiano» de Nduka donde había una escuela regentada por misioneros irlandeses. En la escuela fue instruido y ganado para la fe cristiana de modo que a los 9 años, en 1912, fue bautizado imponiéndosele el nombre de Miguel. Poco más tarde fue confirmado y desde su iniciación cristiana procuró con fervor participar frecuentemente en la comunión eucarística.
En la escuela donde se educaba e instruía dio siempre muestras de cooperación en toda clase de labores agrícolas y domésticas. Al crecer se mostró siempre joven aplicado, pleno de buenas cualidades y piedad cristiana. Desde pequeño se le vio siempre bien dispuesto en saber y querer ayudar a su prójimo por lo que siempre tuvo gran ascendiente entre sus compañeros. Finalizó sus estudios con el diploma de maestro a los 16 años siendo destinado a una escuela de Aguleri, y después a la capital Onitsha. En 1923 fue nombrado director de la escuela de Aguleri, siendo admirado por todos por su idoneidad, serie dad y sencillez. El tiempo que pasaba fuera del colegio lo dedicaba a las labores caseras, al estudio y sobre todo en la oración y en la enseñanza de la doctrina cristiana.
En 1925, a sus 22 años, sintió que el Señor le llamaba al sacerdocio. Su párroco estaba de acuerdo y le animó en su vocación pero tuvo mucho que sufrir por parte de su familia que no veía ni comprendía su vocación. No obstante esas dificultades, ingresó en el Seminario de Igbo, donde cursó sus estudios de forma fructífera y en constante fidelidad a la llamada de Dios.
Por fin el día 19 de diciembre de 1937 pudo ser ordenado sacerdote por su obispo Mons. Charles Heerey, siendo el segundo sacerdote indígena de la diócesis de Onitsha y el primero de la región de Aguleri; el obispo le designó como vicario de la Parroquia de Nnewi (1937-1939) y más tarde como párroco de Dunukofia (1939-1945), Akpu (1945-1949) y finalmente de Aguleri (1949-1950).
En todos sus cargos y ministerios desarrolló un intenso y múltiple apostolado que tuvo una gran incidencia en la vida religiosa y social de todos los que estuvieron a su cargo. Se dedicó con sumo empeño, caridad y sacrificio al bien pastoral de todas sus ovejas, distribuyendo en la familia, a la que Dios le puso al frente, el pan de la Palabra y los dones sacramentales de la gracia redentora de Cristo. Era severo consigo mismo y serio para con los demás en las cosas que atañían a Dios exigiendo de sus cristianos una plena adhesión a la fe y una perfecta observancia de los preceptos divinos y de la disciplina de la Iglesia, tratando de erradicar los mitos erróneos y las supersticiones ancestrales de su pueblo.
Exhortaba a los paganos a la conversión y trabajó por el fomento de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Era muy cuidadoso de preparar a los jóvenes al matrimonio, animándoles a la práctica de una vida familiar cristiana de mutua ayuda y cooperación conyugal, instituyendo para ellos centros de preparación al matrimonio y algunas otras asociaciones de seglares cristianos, como la Liga de María para la formación moral de los jóvenes que tuvo resultados sorprendentes, especialmente entre las jóvenes cristianas, de las que cuidó siempre su formación, no sólo moral y religiosa, sino también cultural.
Con liberalidad cristiana trabajó en ayuda de los pobres, las viudas, y los niños necesitados; visitaba a los enfermos y leprosos, lo mismo que a los ancianos, fuesen cristianos o no. Favoreció la paz y la concordia social, aumentando por medio de las escuelas de la Iglesia un elevado grado de cultura y educación humana entre los suyos, al mismo tiempo que, por su parte, no se avergonzaba de trabajar con sus propias manos en todo aquello que fuera necesario.
Nunca desfalleció a causa de las dificultades o problemas y los continuos sacrificios que le exigía su ministerio pastoral. Tomaba sus fuerzas de la celebración cotidiana de la misa, de la meditación de la sagrada Escritura y de una oración perseverante día y noche que fueron siempre su alimento y la savia vital de todo su apostolado.
Con su celo infatigable, la luminosidad de su ejemplo y su vida de oración y austeridad sacerdotal creó varios centros de oración, que luego se convirtieron en parroquias, y logró transformar las poblaciones en auténticas comunidades cristianas.
Su sed de vida interior y de vida de oración, así como la lectura de algunas de las obras del abad benedictino el Beato Columba Marmión, hicieron nacer en su corazón el deseo de hacerse monje para llevar una vida escondida en Cristo. Providencialmente su obispo en un día de retiro espiritual del clero, en torno al año 1950, manifestó el deseo de que algún sacerdote abrazase la experiencia monástica para luego poder llevar a la diócesis la semilla de la vida contemplativa. El P. Tansi vio los cielos abiertos y no dudó en manifestar que estaba dispuesto.
La llamada de la Iglesia fue para él el mejor signo de una auténtica vocación a la vida monástica y no dudó ni un instante en abandonarlo todo para marchar a lejanas y desconocidas tierras y hacerse monje ocultando a los ojos de todos una completa inmolación a Dios en favor de todas las almas.
En julio de 1950, con la bendición del obispo, marchó a Inglaterra e ingresó como oblato en el monasterio cisterciense de la estricta observancia de Monte San Bernardo sito en el condado inglés de Leicester. Pasó dos años y medio como oblato y admitido al noviciado tomó el nombre de Cipriano y pudo hacer sus votos temporales en 1953 y los solemnes en 1956.
Su vida como monje cisterciense estuvo animada de una gran entrega fundada en la humildad y la abnegación que le posibilitó, no sin grandes sacrificios, una adaptación perfecta a su nuevo género de vida. Calladamente, sin quejas ni lamentos fue superando todas las dificultades, tales como nueva lengua, nueva cultura y clima tan diverso al suyo. Firme en su vocación, se fue preparando para hacerse un perfecto monje cisterciense sin admitir ningún privilegio o excepción; nada deseaba sino avanzar en la perfección mediante la diligente observancia de la Regía y de los consejos evangélicos, así como mediante la liturgia, el oficio coral monástico, la lectio divina y la oración privada, las penitencias regulares, y los trabajos manuales a los que fue asignado en el taller de la encuademación, el refectorio y en las labores agrícolas.
No realizó ninguna obra extraordinaria ni tuvo ningún oficio de relevancia pero todos los humildes cargos que recibió los realizaba gozosamente con suma generosidad e interés, sabiendo que en esa labor cotidiana era como alababa a Dios y se ofrecía en sacrificio agradable a Dios por la salvación de las almas y la extensión del reino de Jesucristo. Como lo había hecho siempre en su África natal, en el monasterio, conducido por una fe viva, avanzó en una vida de ferviente fe y extrema caridad.
Puso siempre a Dios como meta de todos sus pensamientos y afectos, andando por sus caminos y solícito por el cumplimiento exacto de su voluntad y de su gloria. Para agradar a Dios siguió paso a paso los de su Hijo Jesucristo, conducido por el mismo Evangelio y adhiriéndose con docilidad al magisterio de la Iglesia. Huía de toda especie de pecado y con ardiente corazón oraba y meditaba incesantemente en las verdades de la fe, alcanzando así un alto grado de contemplación. Celebraba la santa misa y la liturgia de las horas con extrema piedad y con amor filial cultivó siempre la devoción a la Santísima Virgen su Madre, como buen hijo de San Bernardo.
Ajeno a los asuntos mundanos inútiles, puso toda su confianza en el Señor y en su divina misericordia deseando únicamente las cosas del cielo. Afable, educado, estuvo siempre lleno de caridad para con todos sus hermanos y respetuoso para con sus superiores. De carácter noble, fue siempre, en las situaciones ordinarias y extraordinarias de la vida, prudente, esforzado, justo y equitativo en su conducta para con Dios y para con su prójimo.
En 1963, parecía que había llegado el momento de poner por obra el deseo del obispo de Onitsha; pero debido a las vicisitudes políticas dé Nigeria, los superiores decidieron fundar el monasterio en la limítrofe Camerún.
Designado el grupo fundador, el P. Cipriano Tansi fue designado como futuro maestro de novicios; pero nunca llegó a partir a causa de una inesperada trombosis en una pierna y posteriormente un aneurisma aórtico que le pusieron a las puertas de la muerte. Con admirable paciencia y tranquilidad de espíritu, aceptó la grave enfermedad y con silenciosa e íntima oración salió al encuentro de su Señor desde la enfermería del monasterio el 20 de enero de 1964. Se celebraron las exequias en el monasterio y a ellas pudieron asistir algunos sacerdotes nigerianos residentes en Londres, entre ellos Francis Arinze, hijo espiritual suyo a quien el mismo P. Tansi había bautizado, y que en el futuro sería arzobispo de Onitsha y cardenal en Roma puesto al frente de diversos dicasterios.
No quedaron en vano los deseos del obispo Charles ni del P. Tansi, pues cuando en 1988 su cuerpo regresaba definitivamente a su patria, la Iglesia de Nigeria contaba con tres comunidades monásticas: dos trapenses —masculina y femenina— en la diócesis de Enugu y una tercera de monjas benedictinas cerca de Onitsha, a la que hay que añadir, en la actualidad, una cuarta de monjes cistercienses de la estricta observancia, en la misma archidiócesis.
Toda la vida sacerdotal del P. Tansi fue un espléndido testimonio de fidelidad a Dios, a la Iglesia y a su vocación, y así, tras su muerte la fama de su santidad empezó a brillar no sólo entre sus hermanos cistercienses sino, y sobre todo, en su patria, Nigeria, y de modo especial entre los fieles y sacerdotes de la archidiócesis de Onitsha.
Muchos han sido los que encomendándose a él cuentan haber recibido múltiples gracias. Movidos por este ejemplo de la divina bondad para con su pueblo, el arzobispo de Onitsha dio inicio al proceso canónico para la beatificación y canonización del siervo de Dios P. Cipriano Miguel Iwene Tansi el 22 de enero de 1986. En este mismo año sus restos mortales fueron trasladados de Inglaterra a Onitsha para colocarlos cerca de la catedral de Onitsha en el cementerio de los sacerdotes.
En el mismo día del traslado, 17 de julio de 1986, una joven de 16 años, Filomena Emeka, gravemente enferma de cáncer y paralítica, que pudo acercarse con fe y veneración a su féretro para tocarlo y besarlo, se sintió instantáneamente curada, cosa que pudo comprobarse por todos y ante lo que los médicos no pudieron decir otra cosa que tal sanación no tenía explicación médica posible en cuanto al modo instantáneo en que se había producido. Concluido el proceso en Roma con la declaración de las virtudes en grado heroico el 11 de julio de 1995, fiesta de San Benito, el santo legislador de benedictinos y cistercienses, y comprobado y aceptado como tal milagro la curación de la joven nigeriana, el 25 de junio de 1996 Juan Pablo II tomó la decisión de hacer esperar su beatificación hasta que él mismo, en un viaje pastoral por África, pudiese beatificarle en su propia patria. El acontecimiento tuvo lugar el 22 de marzo de 1998 en una explanada de Oba, cerca de la catedral de Onitsha.
Resumiendo su vida, el Papa dijo a sus compatriotas estas palabras en la homilía de su beatificación:
«Hoy uno de los hijos de Nigeria, el padre Cipriano Miguel Iwene Tansi, ha sido proclamado Beato precisamente en la tierra en que predicó la buena nueva de la salvación y trató de reconciliar a sus compatriotas con Dios y entre sí [En Nigeria se vivían momentos difíciles entre las diversas etnias. N.R.]. De hecho la catedral en la que el padre Tansi fue ordenado y las parroquias en las que desempeñó su ministerio sacerdotal no se encuentran lejos de Oba, lugar en donde estamos reunidos. Algunas personas a las que él anunció el Evangelio y administró los sacramentos están hoy aquí con nosotros, incluyendo al cardenal Francis Arinze, que fue bautizado por el padre Tansi y recibió la educación primaria en una de sus escuelas.»
La vida, el testimonio del padre Tansi son fuente de inspiración para todos en Nigeria, el país que tanto amó. Fue sobre todo un hombre de Dios: las largas horas que pasaba ante el Santísimo Sacramento llenaban su corazón de amor generoso y valiente. Los que lo conocieron atestiguan su gran amor a Dios. A los que se encontraron con él les impresionó su bondad personal. Fue también un hombre del pueblo, siempre puso a los demás antes que a sí mismo y prestó atención particular a las necesidades pastorales de las familias. Puso gran empeño en que los novios se prepararan bien para el sacramento del matrimonio y predicó la importancia de la castidad.
Se esforzó, de todos los modos posibles, por promover la dignidad de la mujer. En especial, se esmeraba por la educación de los jóvenes. Incluso cuando su obispo, Mons. Heerey, lo envió a la abadía cisterciense de Monte San Bernardo, en Inglaterra, para seguir su vocación monástica, con la esperanza de poder llevar a África la vida contemplativa, no olvidó nunca a su pueblo. Siempre elevaba oraciones y ofrecía sacrificios por su continua santificación.»
El Beato Cipriano Miguel Tansi es un primer ejemplo de los frutos de santidad que han crecido y madurado en la Iglesia que está en Nigeria desde que el Evangelio se comenzó a predicar en esta tierra. Recibió el don de la fe gracias a los esfuerzos de los misioneros y, asimilando el estilo de vida cristiana, lo hizo realmente africano y nigeriano».
El cuerpo del Beato ha sido trasladado a la parroquia de su pueblo natal, donde recibe la veneración de muchos fieles que lo ponen como intercesor ante Dios por el bien de Nigeria, de África y especialmente por las vocaciones sacerdotales y religiosas.