Santa Genoveva de París

Por:  Eduardo Aunós | Fuente: Año Cristiano (2002)

Virgen (+ ca.502)

Mezcla de tradición histórica o legendaria, la figura de esta santa destaca, poderosa, en medio del florecimiento cristiano primitivo, que venía a sustituir los antiguos ídolos griegos, latinos o celtas.

Su nombre está asociado a la vida de los habitantes de París, la antigua Lutecia. La montaña donde Clovis había levantado una iglesia en honor de San Pedro y San Pablo, se llamaría en lo sucesivo montaña de Santa Genoveva. Al lado del rey merovingio será enterrada y sucesivas vicisitudes llevarán sus cenizas hasta el lugar que hoy ocupan en la iglesia de San Esteban del Monte (Saint-Etienne-du-Mont) rodeadas de una hermosa reja de hierro forjado, entre cirios y exvotos de sus fieles agradecidos.

Lutecia era una ciudad sin importancia, inferior a Sens o a Lillebonne. Los textos antiguos parecen ignorarla. César, en su Guerra de las Gallas, hace mención escasa del oppidum de los parisiicuando tuvo necesidad de cruzar por él en el año 53 a.C. Lo cita como un territorio tranquilo en los límites de la Céltica y del país de los belgas, encerrado en una isla formada por los brazos del río Sena.

En la época romana, las grandes vías de comunicación trazadas por los vencedores van a dar importancia a la ciudad recién nacida, al paso de las tropas romanas que llegarán hasta la península Ibérica, jalonando el territorio español de construcciones imperecederas.

Más adelante, de la isla, la pequeña ciudad irá subiendo hasta la montaña de Santa Genoveva. Los edificios que pudieramos llamar oficiales la embellecían y, aunque sus habitantes siguen siendo escasos, ya se vislumbra a través de la vida pública que comienza, un auge incesante, que las dinastías reinantes se encargarán de acrecer.

Las invasiones de los francos y germanos dejarán la traza de su afán destructivo. Los tesoros desaparecen a su paso. Las tribus bárbaras tienen predilección por sembrar de hogueras su camino. Las ciudades romanas empiezan a fortificar sus reductos. Lutecia será un Castellum, con lo que la vemos cercada de murallas y en las murallas las puertas que permiten su comunicación con el exterior.

En el siglo IV la isla estaba rodeada de murallas y, si añadimos que su extensión no sobrepasaba las diez hectáreas, tendremos una idea aproximada del escenario en que se desarrolló la vida de la Santa de los parisinos, cuyos datos históricos nos ha proporcionado casi en exclusividad Gregorio de Tours.

Antes de la expansión del cristianismo, los dioses de los parisinos eran los de la Galia galorromana: Júpiter, Marte, Apolo, Baco, Minerva, Venus, Diana. El culto de la diosa-madre y el de Isis eran igualmente populares. Pero fue Mercurio el más popular de todos y sus estatuas se prodigaban hasta por los últimos rincones del país. En Montmartre existió un templo dedicado a esta divinidad y de ahí le vino el nombre que ostenta: Mons Mercurii.

Ya en el siglo V la fe cristiana ha prendido en el alma de los parisinos. Los primeros mártires y los primeros santos van a dar testimonio de la verdad de la nueva doctrina en lucha abierta con el paganismo y, lo que es peor, con las herejías nacidas en su mismo seno. San Germán, obispo de Auxerre, y el bienaventurado Lobo, obispo de Tréves, a su paso por París para combatir a los herejes de Gran Bretaña, encontraron a una joven de extraordinaria virtud, de gran fuerza persuasiva, vehemente en su deseo de hacer el bien, dispuesta al sacrificio en favor de los pobres y necesitados. Una llama ardiendo en fe capaz de conmover a los más forzudos guerreros, de convencer al propio rey de los francos, incapaz de hacer frente a sus demandas de liberar a los prisioneros. Teodoreto, obispo de Tyro, asegura que cuando Simeón el Estilita, desde lo alto de su columna, reconocía, entre las multitudes que venían a consultarle, a algún mercader galo, en seguida le encargaba que llevase sus saludos a Genoveva. Tal era la fama de sus virtudes, que traspasó las más lejanas fronteras.

Se sabe que Genoveva había nacido en Nanterre, cerca de París, en los primeros años del siglo V (409?, 422?) y que debió de morir a edad muy avanzada hacia el 502.

En Nanterre se puede encontrar el parque que lleva su nombre. Uno de sus biógrafos escribe: «En otro tiempo rodeada de murallas y adornada con un oratorio, este parque apenas es reconocible si no es por unas excavaciones y por una sencilla cruz de madera clavada en la tierra por una mano piadosa». Una fuente lleva también su nombre, así como un recinto, en el monte Valero, donde la tradición asegura que la Santa cuidaba los rebaños de su padre. Hay un pozo y una gruta, donde parece que se retiraba a orar, en aquella actitud en que se nos la describe con los brazos en cruz, la mirada fija en lo alto, pronta a las lágrimas para recibir las inspiraciones de Dios todopoderoso. Genoveva se hallaba dotada con los dones del Espíritu Santo.

Su padre se llamaba Severo, y Geroncia su madre, nombres ambos latinos, mientras el suyo era típicamente galo. Si sus padres fueron o no personas de buena posición, nada se opone a que la joven cuidase sus ganados en la pradera y para todos será la Santa aquella pastorcita de Nanterre, predestinada por Dios para realizar actos maravillosos y extraordinarios. Sus hagiógrafos cuentan de éstos y no acaban. Cuando San Germán hablaba con ella, arrebatado por el fuego de aquella alma que deseaba consagrarse a Dios, dicen que cayó del cielo una medalla, que el santo obispo se apresuró a colocar en el cuello de la Santa. El imprudente que se atrevió a insultarla quedará muerto en el acto. Su propia madre, en cierta ocasión, arrebatada por la ira, llegó a ponerle la mano en el rostro y quedó cegada. Genoveva consiguió su curación. Es muy difícil controlar la verdad histórica de todos estos acontecimientos.

Pero no serán estos hechos, con ser abundantes, los que arranquen la devoción de los parisinos, sino los más importantes de haber salvado la ciudad de calamidades espantosas.

Atdla, el «azote de Dios», se dirige, a marchas forzadas, hacia la Galia. No hay barbarie que aquel poderoso ejército no se atreva a cometer. Metz, Reims, Cambrai, Besangon, Langres, Auxerre, se han convertido en un montón de ruinas, ¿por qué no habría de sufrir París, es decir, Lutecia, idéntica suerte? Las hordas amarillas se complacen en sembrar el terror. Una gran multitud de gente empavorecida llega hasta Santa Genoveva, que ya ha adquirido fama de santa entre sus conciudadanos. Ella les aconseja que vuelvan a sus moradas, que no se abandonen a la desesperación, porque sería inútil. De pie, sobre una eminencia del terreno, la tradición la recuerda dirigiendo al pueblo una arenga: «Gente de París, amigos míos, hermanos míos, os engañan. Lo que pretenden vuestros defensores empuñando las armas no debe asustaros. Afila avanza, es cierto, pero no atacará vuestra ciudad. Os lo aseguro en nombre de Dios». La profecía se cumple, con lo que Genoveva gana en prestigio ante la opinión de los parisinos. Atila ha torcido su camino y se dirige hacia Orleáns. París respira, aliviada. La salvación se atribuye a las oraciones de la doncella.

Otro hecho aún más famoso vive en la memoria de todos. Childerico acaba de morir y Clovis, su hijo, pretende sucederle. A ello se opone Syagrio, hijo de Egidio, el antecesor de Childerico. Clovis, al frente de un pequeño ejército de francos, pone sitio a la ciudad de París, reducida, por aquel entonces, a una isla. El hambre comienza a diezmar a sus habitantes, sin salvación posible. Las puertas están vigiladas, y sólo un milagro explica que Genoveva, ya de edad muy avanzada, pueda salir sin ser vista por el enemigo. Ha prometido que habrá víveres para todos. Encendida de patriotismo, se lanza al río en una barca de pescadores. A su paso se suceden hechos extraordinarios: desaparecen obstáculos infranqueables, los graneros se abren para volcarse sobre su barca; otras barcas se unen a la suya, en un total de once regresan a la ciudad, entre las aclamaciones de la multitud.

Murió Genoveva con más de ochenta años, hacia la primera década del siglo VI. Fue enterrada junto a Clovis, como ya se ha dicho, en la iglesia de San Pedro y San Pablo, sobre la montaña que lleva el nombre de Santa Genoveva.

Las cenizas de la Santa siguieron atrayendo la devoción de los parisinos y no había solemnidad ni temida catástrofe en que no se recurriese a la urna que contenía los restos, enriquecida con donaciones de monarcas y príncipes, siendo de gran fama el manojo de diamantes ofrecido por María de Médicis. Más adelante, verdad o mentira, se aseguró que los diamantes eran falsos.

La revolución, con sus bandadas de cretinos, no respetó estas cenizas, acusadas de ser un símbolo más del oscurantismo del antiguo régimen. Lo que pudo recogerse tras la turbonada, junto con la tumba, hallada en la abadía merovingia, fue trasladado a la iglesia de Saint-Etienne-du-Mont, donde aún acuden sus fieles devotos en demanda de favores.

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