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Beata María Poussepin

Por: José Luis Repetto Betes | Fuente: Año Cristiano (2002)

Virgen (+ 1744)

María Poussepin nació en un siglo en que la Iglesia de Francia dio grandes santos a la Iglesia universal, entre ellos grandesmujeres, que han dejado huella indeleble en la historia de la comunidad cristiana. Pues el siglo XVII fue el siglo de Juana de Lestonnac, de Juana Francisca Fremyot de Chantal, de Luisa de Marillac, de Margarita María de Alacoque… Fue un siglo de esplendor político y militar para Francia que con el Rey Sol alcanzó el ápice de su poder durante el antiguo régimen de su secular monarquía. Estaba llena de catedrales, parroquias, monasterios y casas religiosas, y había abundantes vocaciones al clero y a la vida religiosa, y surgían no pocas iniciativas que enriquecían continuamente la vida espiritual de la población.

A ese elenco de grandes mujeres de la Francia del siglo XVII hay que unir el nombre de María Poussepin, a quien el Señor concedió llegar a una larga edad y ver también cómo era la Francia y la Iglesia francesa del siglo XVIII, desaparecido ya el Rey Sol.

María Poussepin nació el día 14 de octubre de 1653 en Dourdan, una localidad del Hurepoix que entonces dependía del obispado de Chartres y hoy es del departamento de Essone y diócesis de Versalles. Ese mismo día de su nacimiento fue bautizada en la parroquia de San Pedro por el abate Esteban Legou. Era la primogénita de una familia en la que nacerían otros seis hijos. Sus padres se llamaban Claudio Poussepin y Juliana Fourrier. La familia estaba bien acomodada. El padre era recaudador de impuestos, además de propietario de una fábrica de medias de seda y administrador de fábrica de la parroquia. En su fábrica de medias de seda tenía numerosos aprendices que aprendían a tejer. La madre, persona muy piadosa, era tesorera de la Hermandad de la Caridad, instituida en Dourdan por el P. Rivet, discípulo de San Vicente de Paul. El clima de la casa era de una sincera y sólida piedad.

De la educación religiosa de María cuidaron, además de sus padres, el sacerdote que la había bautizado, y le inculcaron los tres no solamente la piedad sino de manera muy particular la caridad con los necesitados, de forma que María, apenas llegada a la adolescencia, ya estaba inscrita en la cofradía de la Caridad para compartir con su madre los trabajos a favor de los pobres. Se la veía visitar asiduamente a los enfermos y llevarles ayudas, además de su misma prestación personal. Se la veía igualmente acudir asiduamente a la iglesia y ser devota y dada a la oración.

Llevaba una vida ordenada, modesta y piadosa, y permanecía sin contraer matrimonio, cuando en 1675 murió su madre. María no lo dudó: se olvidó de sí misma y de su futuro y se dedicó a ocupar el sitio de la amada difunta, cuidando de su padre y volcándose sobre sus hermanos y hermanas, que recibieron de ella los servicios y la ternura de una madre. No por tener estas ocupaciones tan fuertes abandonó el trabajo de la beneficencia cristiana; al revés, se hizo cargo de la hermandad de la Caridad.

Esta etapa de su vida estaría, además, marcada por una fuerte dedicación a la empresa familiar, al taller de tejidos de seda, negocio que en manos de su padre estaba viniendo a la ruina. María consideró su deber ponerse al frente del mismo e intentar salvar una empresa que no solamente alimentaba a su familia sino a las de los que trabajaban en ella. María demostró tener una despierta inteligencia y ser verdaderamente una mujer de negocios. Esta actividad de María hay que encuadrarla en el clima generalizado de modernización de la industria textil que el ministro Colbert imprimía en la Francia de aquellos años a los tejedores franceses. Importó la técnica usada por los ingleses, abriendo el propio gobierno un taller modelo, que alentó a otros muchos a seguir la pauta. María fue una de ellos, y su taller cobró vida económica. A finales de siglo sería Dourdan una de las poblaciones autorizadas legalmente a tener talleres de manufactura de telas. Enérgica pero al tiempo prudente y considerada, María logró sacar a flote el negocio familiar. Sus trabajadores sintieron claramente cómo eran considerados y tratados en concordancia con su dignidad humana, sin que nunca pudiera ninguno decir que se había aprovechado la dueña de su necesidad para nada que pareciera explotación.

Este despierto sentido social de María se demostró de forma aún más patente en su solicitud por los jóvenes trabajadores o aprendices, de cuya formación moral y espiritual, profesional e intelectual tanto se ocupó. Los agrupó en una asociación de protección mutua y de estímulo para el trabajo, ofreciendo premios a quienes se superaban en el rendimiento laboral, renunciando ella a la parte que por el aprendizaje le correspondía y orientándolos con la llamada norma de trabajo, que hacía tan eficaz el trabajo conjunto. No fue por tanto sólo una propietaria sino una empresaria, adelantándose a los postulados de la formación laboral y de la protección de los aprendices, cuya triste suerte está bien atestiguada por entonces.

Pero la vocación de María no era la de empresaria. Había asumido aquel encargo por la necesidad de atender su casa y prestar apoyo a su padre. Desaparecido éste, ella se creía en la obligación moral de atender al sustento y prosperidad de sus hermanos. Pero cuando el mayor de sus hermanos varones, Claudio, llegó a edad de poder asumir la dirección de la empresa, María le pidió que se hiciera cargo de ella. El joven accedió, liberando a su hermana de esta responsabilidad, y María pudo dedicarse a lo que más deseaba: la vida de piedad y caridad. Era el año 1687. María pasaba largas horas en su habitación entregada a la oración y las prácticas de la piedad. Venía creciendo en la vida interior pero este tiempo de larga entrega a la contemplación de las cosas divinas la hizo madurar en su propósito de ser toda del Señor y vivir solamente para Él. Parece que ya entonces el Señor empezó a favorecerla con experiencias místicas que ella saboreaba en la interioridad de su corazón. Y esta profunda vida de piedad la llevaba a darse más y más a la atención de los pobres que se practicaba en la Confraternidad de la Caridad a la que pertenecía y dirigía. Por este tiempo se hizo cargo de una pobre viuda, María Olivier, que, no teniendo familia ni bienes de fortuna, estaba totalmente desprovista de atención. María se la llevó a su casa y la cuidó como solícita hermana. María veía muy claro cuáles eran las necesidades de los pobres de su tiempo y que estaban precisando de parte de los creyentes respuestas organizadas y coherentes. Y sentía una gran inquietud al respecto. Especialmente se preocupaba de la formación de la juventud y de la atención a los enfermos.

Y estando en esta tensión espiritual, la Providencia respondió a sus íntimas inquietudes enviándole al hombre providencial que podría encauzar las energías de María en una obra de servicio a la Iglesia y a la sociedad. Este hombre fue el dominico P. Francisco Mespolié, religioso del convento de la calle Saint-Honoré de París, y miembro por ello de un movimiento dominico de reforma, que se extendía ya a las tres Ordenes dominicanas. En efecto, no sólo numerosos frailes y monjas se esmeraban en una práctica más estrecha de la vida religiosa sino que la familia dominicana seglar, la Orden Tercera, se empeñaba en algunos sitios, como Toulouse o París, en una empresa de caridad y evangelización totalmente acorde con el espíritu apostólico de Santo Domingo. Por otra parte, hasta en el orden civil, se notaba la necesidad de una reforma hospitalaria que diera; respuesta a las auténticas necesidades del pueblo y no menos una reforma escolar que supusiera un cambio de orientación en los sistemas de enseñanza seguidos hasta entonces. Eran, pues, cuestiones vivas las que preocupaban a los seglares dominicos y aun a toda Francia. El P. Mespolié fue a Dourdan el año 1691, llamado para predicar, y María tuvo oportunidad de escucharlo y de conocerlo. Le confió su espíritu y sus inquietudes, y la sintonía fue tal que María lo hizo su director espiritual, dirección que duraría cuarenta años, y él no dejó de comprender que Dios estaba llamando a aquella alma a una obra de servicio que debería ser puesta en marcha. El proyecto se maduró en el curso de los cuatro años siguientes hasta que, perfilada la obra que iba a ser emprendida, María dio el gran salto y pasó a una nueva vida.

María había contagiado su inquietud a algunas terciarias dominicas, Orden seglar en la que ella misma había entrado bajo la dirección del P. Mespolié, y con ellas en enero de 1696 abandonó su casa y su pueblo y se trasladó a Sainville, población cercana a Chartres. Aquel año abre allí una escuela y en el año siguiente se hace cargo del hospital de Janville, un sitio cercano. Ella redacta un reglamento de las hermanas, en el que queda clara la intención: la utilidad de la parroquia, la formación de la juventud, el servicio de los pobres y los enfermos, y todo ello en el espíritu dominicano. Este reglamento, publicado, sirvió para dar a conocer la utilidad de la institución, que, consolidada unos años en Sainville, pronto hará progresos llegando a nuevas poblaciones, para hacerse cargo o abrir escuelas y hospitales: entre 1708 y 1739 serán dieciséis.

Todos los años que van entre esas dos fechas la actividad de María fue intensa: consolidó su institución y la extendió, volcándose en el doble apostolado que llevaba adelante su institución y haciendo un bien inmenso a la población, y muy concretamente a la juventud obrera, lo que ha hecho que se llame a María crea dora de nuevos métodos para la organización del trabajo. María seguía llevando una intensa vida interior que era el soporte de su actividad exterior y su vida se adornaba con todas las virtudes. Sobresalía en ella el gran espíritu de fe y confianza en la Providencia con que emprendía todas las fundaciones, la gran caridad que derrochaba con pobres y enfermos y la exquisita prudencia con que dirigía su institución de terciarias dominicas dedicadas a tan buenas obras. Obviamente quería una comunidad religiosa pero de vida activa. El derecho canónico no estaba de su parte entonces, y María se adaptó a lo que le era posible: religiosas de corazón, seglares canónicamente, pero con todos los elementos de la vida religiosa vividos y practicados: la vida común, los consejos evangélicos, la espiritualidad y el ideario de una comunidad religiosa verdadera. Ella deseaba estar dentro de la familia dominicana pero el obispo diocesano de ningún modo quería que dependieran de la Orden de Predicadores. El rey Luis XV le dio a la institución letras patentes, es decir licencia civil, el año 1724, y el obispo de Chartres aprobaba las reglas en 1739. María había entregado a la institución todos sus bienes a fin de morir en la más completa pobreza, situación que ella en su testamento señala con evidente satisfacción espiritual.

María vino a morir en Sainville el 24 de enero de 1744, rodeada de sus hijas espirituales y confortada con los sacramentos de la Iglesia y llena de paz por haber empleado sus fuerzas en el servicio de Dios y de la comunidad. La rodeaba la fama de santidad que no se perdió con el tiempo, aunque pasaran muchos años antes de que en 1910 se abriera su proceso de beatificación que, tras seguir todos los pasos, alcanzó su meta el 20 de noviembre de 1994 cuando el papa Juan Pablo II la colocó en el catálogo de los beatos. Su congregación es hoy el Instituto de Hermanas de la Caridad de la Presentación de Nuestra Señora, oficialmente dentro desde 1959 de la gran familia dominicana.


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