San Pablo Ermitaño

Por: Luis Arnaldich, OFM | Fuente: Año Cristiano (2002)

Primer ermitaño (+ ca.341)

La aparición de Pablo en el escenario de la vida puede compararse a la de un meteoro cuyo paso es señalado únicamente por medios potentes de captación. En su larga carrera mortal pasó San Pablo desapercibido a los ojos del común de los mortales, y sólo la mirada de águila de San Jerónimo logró captar los destellos de virtud que irradiaba su personalidad desde las fragosidades del desierto de la Tebaida.

Pero hubo un tiempo en que este testimonio de San Jerónimo sobre la vida y virtudes de San Pablo se puso en tela de juicio, y se dudó incluso de la originalidad de su información sobre el santo ermitaño. En efecto, en nombre de la crítica histórica se lanzó la hipótesis de que el santo Doctor se inspiró en su obra en una versión griega anterior. El famoso padre Juan Bolando afirmó que la redacción latina jeronimiana no era original. Amélineau encontró un texto copto de la vida de San Pablo conteniendo restos de una narración compuesta por un discípulo de San Antonio Abad y utilizada por San Jerónimo. Actualmente se admite que los escritos griegos en torno a la vida de San Pablo dependen del texto jeronimiano. De esta manera la crítica histórica, después de dimes y diretes, ha confirmado la solidez histórica de unos brevísimos datos que San Jerónimo ha recogido de fuentes autorizadas, para que sirvieran de ejemplo a los mortales que aspiran a una vida perfecta. Como San Antonio Abad encontró en San Atanasio un digno biógrafo, le fue dado también a San Pablo contar con la pluma autorizadísima de un gran doctor de la Iglesia.

Se cree que nació San Pablo hacia el año 228. Su casa natal apenas se diferenciaba de las de sus conciudadanos menos favorecidos por la fortuna, obradas con adobes de limo del Nilo, secados al sol. Sus padres eran ricos y hacendados. No sabemos cuáles eran las relaciones de la familia con los poderes de ocupación. Desde hacía casi dos siglos Egipto había perdido su independencia para incorporarse, al igual que otros pueblos de África y Asia, al vasto Imperio romano. Las órdenes de los cesares romanos cruzaban el mar y llegaban a Egipto a través de los funcionarios imperiales.  Pero sucedía muchas veces que, a pesar de las promesas de los emperadores, y en contra de su voluntad, no se hacía justicia al pueblo que enviaba sus barcos cargados de víveres a la capital del Imperio y alimentaba a funcionarios y soldados estacionados en su suelo. La familia de Pablo estaba obligada, como cualquier otra, a pagar los gastos de las tropas de ocupación y a contribuir con su tributo al erario imperial.

La familia de Pablo era cristiana, pero no sabemos cuándo la fe de Cristo se adueñó de aquel hogar y en qué grado había arraigado en el corazón de los padres del santo ermitaño. Por largos años gozó el cristianismo de paz dentro del Imperio romano y gracias a la misma fueron muchos los cristianos que escalaron puestos de responsabilidad civil y militar. En Egipto la fe cristiana se instaló en primer lugar en las ciudades de la costa mediterránea y de allí fue remontando paulatinamente hacia el interior, creándose pequeñas comunidades cristianas junto a las riberas del Nilo e incluso en los oasis del desierto. Sin embargo, el favor de que gozaba la religión cristiana, el roce continuado con los paganos, la penuria de clero docto, los obstáculos naturales que entorpecían el contacto con la jerarquía eclesiástica fueron causa de que se cultivara una fe superficial, y de que reinara en algunos lugares cierto sincretismo religioso y de que la ignorancia en materias de religión fuera espantosa. Esta fe vacilante podía desaparecer tan pronto como soplaran los vientos de la persecución. Y ésta llegó con el emperador Decio.

En octubre del año 249 Decio quedó dueño absoluto del Imperio. Enardecido por un celo fanático, llegó al convencimiento de que la veneración de los dioses era la base para la prosperidad del Imperio romano. A los cristianos hacía responsables del divorcio existente entre los dioses.

En Egipto, como en otras partes, se exigió el cumplimiento escrupuloso del edicto imperial, ante el cual los cristianos reaccionaron diversamente.  Como tónica general cabe señalar que los efectos del edicto fueron lamentables; el número de apóstatas sobrepujó toda previsión. Nunca la Iglesia tuvo que deplorar tanta defección. Unos renegaban de su fe públicamente, otros huían y se refugiaban en la clandestinidad. Familias, grupos enteros llegaban al cercano desierto. Individuos aislados se ocultaban en los bosques, en los cañaverales de los pantanos, en tumbas y en grutas, cuando no en la vivienda de algún pagano (Queffélec). Pero no faltaron quienes se mantuvieron valientes a pesar de las amenazas y suplicios a que se los sometía. Las recias y santas columnas de la Iglesia, dice Eusebio, fortalecidas por él y sacando de su probada fe una dignidad, vigor y potencia proporcionados, fueron admirables testimonios de su reinado. San Jerónimo, en su vida de San Pablo, primer ermitaño, cuenta el caso de un joven cristiano que, solicitado por una mujer de mala vida y no teniendo otros medios para deshacerse de ella, tuvo el arrojo de morder su lengua, partirla en dos y escupir uno de los pedazos sobre el rostro impúdico de la que le besaba.

La persecución de Decio decidió el rumbo que tomaría en el futuro la vida de San Pablo. Contaba a la sazón unos veinte años cumplidos. El edicto imperial le ponía en la alternativa de apostatar de su fe o de morir en defensa de la misma. Sus padres habían muerto y el joven vivía en compañía de una hermana casada. Además de una rica hacienda, sus padres le dejaron en herencia una educación refinada y una cultura humanística que abarcaba el conocimiento perfecto de las letras griegas y egipcias. Si renegaba de Cristo, podía seguir al frente de sus propiedades y disfrutar de una vida apacible en el hogar; pero si decidía perseverar en la fe debía afrontar los males que caerían sobre él, incluso la muerte.

Imitando el ejemplo de muchos de sus conciudadanos también cristianos, tomó la decisión de ausentarse del pueblo natal por algún tiempo, esperando a que cediera la vehemencia de la persecución. Poniendo en práctica sus proyectos se marchó a un pueblo lejano, con la esperanza de pasar allí totalmente desapercibido. Pero fallaron sus cálculos, por cuanto su cuñado, que
debía velar por la vida de Pablo, le amenazó con delatarle a la autoridad. ¿Era o no cristiano el cuñado? ¿Había acaso renegado de la fe y quería vengarse ahora de un valiente soldado de Cristo que le confundía con su ejemplo? ¿Fue el interés el móvil que empujó al cuñado a perseguir a Pablo? No lo sabemos. De nada sirvieron los ruegos y las lágrimas de la hermana; tampoco los lazos de la sangre fueron capaces de ablandar el corazón del cuñado. Puesto Pablo al corriente de las maquinaciones de aquél, marchóse a unos montes desiertos esperando a que amainara el temporal desencadenado por Decio contra los cristianos.

También en esta ocasión se frustraron las esperanzas de Pablo, por cuanto, a la muerte de Decio, sucedióle Valeriano, aclamado emperador por sus tropas el año 253. Favorable en un tiempo a los cristianos, no tardó mucho en convertirse en perseguidor de los mismos. Por su edicto del otoño del año 257 amenazó con pena de muerte a los que asistieran a reuniones sagradas y visitaran los cementerios, exigiendo, además, a todos el reconocimiento del culto oficial del Imperio romano. De vez en cuando regresaba Pablo al poblado en busca de provisiones y para informarse de la marcha de los acontecimientos político-religiosos del Imperio, y otras tantas veces debía internarse en la inmensidad del desierto.

En una de las ocasiones en que volvía a su guarida, adentrándose hasta el mismo corazón del desierto, tropezó con un monte pedregoso en cuya falda divisó la entrada a una caverna medio obstruida por una grande piedra. Movido por la curiosidad penetró dentro de la cavidad y se halló frente a un vestíbulo espacioso, a cielo abierto, cubierto por las ramas de una vieja palmera. Divisó asimismo allí un manantial de aguas purísimas que tras de un brevísimo curso desaparecían en el suelo. Por la pendiente del monte existían otras muchas cuevas más pequeñas dentro de las cuales había restos de yunques, martillos y otros instrumentos que sirvieron, en los tiempos de Antonio y Cleopatra, para acuñar moneda.

Prendóse Pablo de aquel lugar y decidió instalarse allí para siempre. La palmera se encargaría de suministrarle los alimentos que hasta entonces traía de su casa con peligro de su vida; el agua del manantial apagaría su sed. El desierto, que había sido para él más humano que sus hermanos los hombres, continuaría protegiéndole de las emboscadas de los enemigos de su fe. El mundo quedaba lejos y únicamente la carne y el demonio le siguieron hasta su escondite, amenazando de continuo la paz de su alma. Pero no era el desierto de la Tebaida un feudo de los espíritus diabólicos, porque también allí imperaba Dios sobre ellos. En otro tiempo, el demonio asmoneo huyó al Egipto superior, donde fue atado por un ángel (Tob 8,3). Los babilonios y los antiguos pueblos árabes creían ciegamente que el desierto estaba poblado por Djins, o sea, espíritus diabólicos. Estos seres, según ellos, visitaban los lugares habitados en otro tiempo y los cementerios. En todas partes se les podía encontrar, al roturar un campo, al excavar un pozo, al levantar una casa o una choza. Ellos se encarnan en los animales salvajes, en las aves de rapiña, serpientes, lagartos, etc. A veces se aparecen bajo el aspecto de seres híbridos, cubiertos de pelo.  Según San Jerónimo, cuando Antonio abad caminaba por el desierto en busca de un ermitaño misterioso de que se le había hablado en una visión, tropezó con hipocentauros, de aspecto terrible y repugnante, pero inofensivos para todo hombre que sirviera a Dios fielmente. A ellos se juntó el coro de otros monstruos «que los gentiles llaman sátiros», cuya misión era atemorizar a Antonio y obligarle a que regresara a su monasterio. Ya antes San Antonio tuvo que mantener una prolongada y descomunal lucha contra tales monstruos, encarnación del diablo.

Por otra parte, el Dios de Israel asentó su morada visible en el desierto del Sinaí y atrajo a aquel lugar a su pueblo predilecto con el fin de hablarle allí confidencialmente al corazón. El contacto con la civilización de Egipto y de Canaán había contribuido a su progreso técnico y material, pero había enfriado el espíritu. Israel fue adoctrinado directamente por Dios en la soledad del desierto (Os 2,16) y nunca, en el curso de su historia, olvidó totalmente estos cursos catequísticos divinos. Los profetas recuerdan con nostalgia los días de la peregrinación de Israel por el desierto, días en que se celebraron sus desposorios con Yahvé.

Como hemos visto, en el desierto montan guardia los ángeles, prontos a encadenar al demonio y a servir a los que triunfan de él en el combate. San Pablo sabía que además de la compañía de animales salvajes y aves de rapiña, podía contar con la de los ángeles, invisibles a su vista, pero muy cercanos a su persona, atentos siempre a protegerle contra las potestades tenebrosas y listos para presentar al trono de Dios los méritos acumulados con sus penitencias y oraciones. Con él estaba Dios, que trabajaba a su gusto el corazón de Pablo. Nunca sabremos lo que Pablo y Dios se dijeron en la intimidad del desierto; pero aquellos prolongados coloquios de corazón a corazón llevaron al ermitaño a la cima de la santidad.

Pasaron los años. Pablo se arrastraba penosamente encorvado por el peso de sus ciento trece años. Hacía unos noventa que había muerto al mundo y pensaba morir sin volver a ver el rostro de un ser humano. Cualquier día su corazón dejaría de latir; sus carnes se pudrirían en el fondo de la cueva o serían pasto de animales y aves de rapiña. Unos huesos descarnados legarían a la posteridad el recuerdo del paso de un hombre mortal en el corazón del desierto de la Tebaida. San Pablo, en este supuesto, habría vivido para sí, desconocido, sin dejar rastro de su paso por el mundo. Pero no quiso Dios que quedaran bajo el celemín los ejemplos de su larga vida de penitencias y abnegaciones y, por lo mismo, aprovechó la coyuntura de que, al asaltar a otro viejo ermitaño el pensamiento de que no había en el desierto otro monje que le igualara en santidad, le reveló en sueños que en las honduras del desierto vivía uno mucho más perfecto que él, dándole el encargo de visitarle.

El abad Antonio esperó a que amaneciera para emprender el viaje en busca de su émulo. Con un nudoso bastón en sus manos emprendió de madrugada su viaje hacia un lugar desconocido. Contaba entonces noventa años de edad. Anduvo toda la mañana. Llegado el mediodía sin avistar huella humana alguna, se decía: «Espero que Dios me enviará al lugar donde mora su consiervo de que me habló en la visión».

Refiere San Jerónimo que el intrépido viajero tropezó en pleno desierto con monstruos que trataban de atajarle.  Pero San Antonio no se arredró por cuanto sabía que el diablo tomaba tales apariencias monstruosas furioso de ver a su viejo enemigo pasearse por el desierto. Dos días y dos noches siguió andando, guiado solamente por inspiración divina. Pero he aquí que entre dos luces divisó cómo una loba sedienta corría hacia el pie de un monte. San Antonio siguió con la vista los pasos de la fiera, y cuando ésta hubo desaparecido en el anchuroso desierto, se acercó al lugar, oteó en el interior de la cueva, todavía envuelta en tinieblas, avanzó cuidadosamente, reteniendo el aliento y aplicando el oído para captar cualquier ruido proveniente del interior. Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, trató de acelerar el paso cuando, inopinadamente, tropezaron sus pies con una piedra. Al oír aquel estrépito, el ermitaño, temiendo acaso que una fiera se introdujera en su guarida, se abalanzó hacia la entrada y la taponó con una grande piedra.

Descorazonado Antonio ante aquel inesperado recibimiento, se acurrucó junto a la puerta pidiendo insistentemente y durante largas horas que le franqueara la entrada, diciendo:

«Sabes quién soy y de dónde vengo. Bien sé que no soy digno de aparecer ante tu presencia; pero no me volveré hasta haberte visto. Tú que recibes a las bestias del campo, ¿por qué rehusas conceder audiencia a un hombre? Busqué anhelosamente tu morada y di con ella; ahora llamo para que me llames. Si no alcanzo lo que deseo moriré en el umbral de tu mansión y tendrás que sacarme de aquí cadáver)».

Por fin, el huraño ermitaño, sonriente, abrió la puerta y se echó en brazos de Antonio, saludándose los dos, sin haberse conocido antes, con sus respectivos nombres, y ambos dieron gracias a Dios. Repuesto Pablo de la emoción primera, se desató su lengua, diciendo: «He aquí al que buscaste con tantos afanes, estropeado por los años y en vísperas de que sus carne sean pasto de los gusanos». De repente cambió el tono jeremíaco de su voz y abrumó a Antonio con preguntas relacionadas con el mundo que había abandonado hacía años: «¿Cómo va el mundo? ¿Se levantan nuevas construcciones en las viejas ciudades? ¿Cuál es el imperio que rige el mundo? ¿Quedan todavía individuos víctimas de los engaños diabólicos?». Muchas otras preguntas dirigió Pablo a su huésped, a las que éste contestaba complaciente.

El emocionante encuentro y el coloquio que le siguió habían hecho olvidar a los dos ancianos la comida material, pero no los había desamparado Dios, ya que todavía enzarzados en animada conversación, vieron que revoloteaba un cuervo sobre sus cabezas llevando un pan prendido de su pico, que depositó luego a los pies de los dos ermitaños. Ante la extrañeza de Antonio, díjole el ermitaño Pablo: «He aquí que el misericordioso Dios nos envía la comida. Por espacio de sesenta y más años me enviaba por el mismo recadero medio pan, pero con tu llegada se ha duplicado la ración». Los dos, según San Jerónimo, dieron gracias a Dios y se sentaron cabe el manantial de aguas cristalinas. Pero se entabló una amigable discusión sobre quién de los dos partiría el pan, prolongándose la misma hasta la noche. Alegaba Pablo el privilegio de la hospitalidad, Antonio oponía el de la edad. Decidieron por fin tomar cada cual el pan por una parte, tirando hacia sí y reservándose el trozo que les quedara en la mano. Después, inclinados sobre el arroyo, bebieron un poco de agua, ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanzas y pasaron la noche velando (Queffélec).

Un nuevo día amaneció en el desierto y con él un cambio de tono en el diálogo entre Antonio y Pablo. Sabía éste que sus días tocaban al fin y quiso aprovechar la presencia de su amigo para disponer su sepultura. «Ha llegado el momento tan deseado, dijo Pablo, de despojarme de este cuerpo de carne para ir a recibir de manos de mi Dios la corona de justicia. A ti te ha enviado Dios para que cubras mi cuerpo con tierra, o mejor, para que entierres lo que es tierra». Al oír Antonio aquellas palabras rompió en llanto, rogando entre sollozos a Pablo que le llevara consigo en el viaje hacia la eternidad. «No, contestó Pablo, porque tus hermanos necesitan todavía de tu ejemplo». Te ruego ahora, si no te es molesto, que vayas a tu monasterio y traigas el manto que te legó el obispo Atanasio, para envolver con él mi cadáver. Se admiró Antonio de que Pablo supiera lo del manto de Atanasio, infiriendo de ello que Dios se lo había revelado. Viendo, pues, que Pablo era un gran siervo de Dios, bajó la cabeza y marchó a su monasterio en busca del mencionado manto. Le era igual a Pablo, comenta San Jerónimo, que su cuerpo se pudriera estando al descubierto u oculto bajo una prenda de vestir; lo que pretendía con lo del palio era ahorrar a Antonio el dolor de verle morir.

Antes de llegar al monasterio saliéronle al encuentro dos monjes, quienes, admirados, le preguntaron dónde había estado tanto tiempo. El Santo no supo decir otra cosa que el haber encontrado en pleno desierto a un santo en comparación del cual era él un pecador. Dicho esto entró rápido en el monasterio y, sin probar alimento, salió de nuevo en dirección al desierto, acelerando su paso por miedo a que, en su ausencia, entregara Pablo su alma a Dios. Sus temores cumpliéronse desgraciadamente, por cuanto, faltando todavía unas tres horas para llegar a la meta, vio una visión, el alma resplandeciente de Pablo entre los coros de los santos. Antonio postró su rostro en tierra, quejándose dulcemente con estas palabras: «¿Por qué me abandonas, Pablo? ¿Por qué te vas sin decirme adiós? ¡Tan tarde te conocí y tan pronto te perdí!».

Refería más tarde San Antonio que, vencida la primera impresión, se incorporó de nuevo y emprendió veloz marcha hacia la cueva de Pablo. Entrando dentro de la cavidad encontró al Santo postrado de rodillas, la frente alta, extendidos los brazos hacia lo alto y el cuerpo exánime. Creyó al primer momento que estaba en oración, pero al no oírle ningún suspiro convencióse de que su amigo había traspasado los umbrales de la eternidad.

Antonio amortajó el cuerpo de Pablo con el palio de San Atanasio. Pero, llegado el momento de darle sepultura, no encontró a mano instrumento alguno para cavar la fosa. ¿Qué hacer? Ir al monasterio en su busca era imposible por la distancia del trayecto, calculado en cuatro días de viaje, dos de ida y otros dos de vuelta. Entonces se le escaparon las palabras: «Moriré, Señor, junto a tu siervo Pablo». Ocupado en estos pensamientos, vio surgir de las profundidades del desierto a dos leones que con paso veloz avanzaban en dirección a él. Durante unos momentos sintió la sensación del miedo, pero pronto se repuso al ver que, una vez junto al cadáver de Pablo, movían los leones suavemente sus colas y lanzaban al aire dolorosos quejidos, asociándose, a su manera, al dolor que embargaba el corazón de Antonio. Luego empezaron ambos a excavar la tierra con sus garras hasta abrir una zanja capaz de contener el cadáver de un hombre. Terminada aquella tarea se acercaron a Antonio cabizbajos, lamiendo sus manos y pies y esperando a que les diera su bendición y autorización para regresar a sus antros.

Antonio perdía a un amigo y la humanidad un santo. Transido de dolor su corazón, ejerció para con su amigo Pablo la obra de caridad de enterrar su cadáver. Una vez terminada la lúgubre ceremonia resolvió Antonio regresar a su monasterio. Como recuerdo inolvidable cargó con la túnica tejida con hojas de palmera que usaba Pablo para cubrir sus desnudeces y que usó Antonio en lo venidero en las solemnidades de Pascua y Pentecostés.

San Jerónimo acaba la vida de Pablo con las palabras: «Si el Señor me diera a escoger, no titubearía en elegir la túnica de Pablo con sus méritos, más que las púrpuras de los reyes con sus penas».

A San Jerónimo debemos los pocos datos históricos sobre la vida y virtudes de San Pablo, del cual dice que fue en realidad el creador del monaquisino. Es posible que San Jerónimo al escribir la vida de Pablo diera en algunas cosas rienda suelta a su imaginación, tratando de embellecer con descripciones poéticas los datos escuetos de la historia. No es posible trazar una Knea divisoria entre la leyenda y la historia, pero podemos decir que no ha inventado Jerónimo a Pablo el ermitaño ni su túnica de hojas de palmera. Que entre Antonio y Pablo haya habido contactos es más que posible; como lo es que ambos hayan alabado conjuntamente a Dios en el corazón del desierto, y que ambos compartieran allí el pan de la caridad, cualquiera que fuera su procedencia. Lo cierto es que Pablo, con una vida callada en las inmensidades del desierto, ha influido en el ánimo de muchos que han buscado a Dios en la soledad y se han santificado en una atmósfera de silencio y de olvido total del mundo, atentos solamente a la voz del Maestro divino, que habla al corazón.

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