Por: Ramón Luis María Mañas, OSB | Fuente: Año Cristiano (2002)
Viuda (+ 1944)
El controvertido siglo XIX fue testigo del nacimiento de un buen número de congregaciones religiosas, las cuales iban a suponer una nueva y pujante fuerza dentro de la Iglesia y aún en el seno de la misma sociedad. Países como Francia, Italia y España —por citar quizá los más sobresalientes— serán especialmente privilegiados en este campo de las nuevas fundaciones.
Italia, cuna de grandes santos en épocas anteriores, ahora, en este siglo que nos ocupa, no lo será menos. Surgen nuevas figuras, que, como Benito de Nursia, no antepusieran nada al amor de Jesucristo, que como Francisco y Clara de Asís se hiciesen pobres entre los pobres, que como Tomás de Aquino Hevaran la fe a través de la cultura y de la ciencia, o que como Felipe Neri se entregaran sin reservas al servicio de la juventud. Y todos ellos con un espíritu de filial devoción hacia la Sede de Pedro idéntico al de Catalina de Siena.
Y en Italia era la zona del Piamonte la que, a lo largo de la segunda mitad de la centuria decimonónica y aún en la primera del siglo XX, tenía el privilegio de contar con varios de estos egregios fundadores, cuyos nombres, imborrables para la historia de la humanidad, iban a engrosar además el rico santoral de la Iglesia. Figuras de talla universal tales como los santos Juan Bosco y Leonardo Murialdo o los Beatos José Allamano, Luis Guanella y Luis Orione, como ejemplos más representativos de aquella época y lugar.
Contemporánea a este precioso ramillete de santos sacerdotes, y muy relacionada sobre todo con Don Orione, aparece en aquella misma región la Madre Teresa Magdalena Grillo Michel, que con el mismo temple e imbuida del mismo espíritu que los anteriores, enriquecería la vida religiosa con una nueva familia: las Pequeñas Hermanas de la Divina Providencia. Unas «hermanitas», en expresión más española, dedicadas por entero a la promoción espiritual y social de los pobres, llamadas a sumergirse en el mundo del dolor y de la marginación, para ser en él, y con total confianza en la Divina Providencia, testigos y profetas del amor salvífico de Dios.
En pleno Piamonte se alza la provincia de Alejandría, con su capital del mismo nombre, así llamada en recuerdo del papa Alejandro II, que en 1168 la había erigido para dar cobijo a los milaneses, cuya ciudad había sido arrasada por las tropas de Federico Barbarroja.
Y muy cercano a ella, a 6 kilómetros, el pueblo de Spinetta Marengo, el cual será punto de partida de nuestra historia. Una historia que comenzaba a escribirse el 25 de septiembre de 1855 en la finca «Villa Cavallerota», propiedad rural del acaudalado cirujano D José Grillo, médico jefe del Hospital de San Antonio y San Blas de la vecina capital alejandrina. En aquella fecha otoñal, su esposa María Antonieta Parvupassu, descendiente de una antigua e ilustre familia de la región, daba a luz a quien sería la última de sus cinco hijos, una preciosa niña, que iba a hacer las delicias de toda la familia, pues además de ser la pequeña, entre ella y el resto de sus hermanos había una notable diferencia de edad.
Si señalado había sido aquel 25 de septiembre para los Grillo-Parvupassu, familia profundamente cristiana, no lo sería menos el 26, ya que en él la recién nacida recibiría las aguas bautismales con el nombre de Teresa Magdalena. A las tres de la tarde, a la misma hora en la que el Señor había entregado su vida en la cruz, los efectos de aquella muerte redentora se hacían realidad en nuestra niña, que ungida con el santo crisma pasaba a participar de la dimensión real, profética y sacerdotal de Cristo, dimensión que el Espíritu Santo mantendría en ella siempre viva, sobre todo desde su entrega incondicional a los más pobres y necesitados, a los niños y a los ancianos y cuantos sufrían cualquier enfermedad o dolencia, ya fuera física o espiritual.
«Villa Cavallerota», lugar que la había visto nacer, sería con el correr del tiempo testigo cualificado de aquella primera infancia de Teresa, viéndola crecer expansiva, alegre y traviesa en algunas ocasiones, pero sabiéndose ganar siempre el afecto de quienes la rodeaban. Y lo mismo la ciudad de Alejandría, población en la que su padre gozaba de gran prestigio y aprecio, pues además de su indiscutible profesionalidad era un hombre de sólidas y recias costumbres, por lo que ocupará durante largos años una concejalía en el ayuntamiento alejandrino.
Con su madre como primera y principal educadora, se va forjando en aquella alma infantil un profundo espíritu cristiano, la mirada siempre puesta en Dios, y por ello muy sensible ante el mundo del dolor y del sufrimiento ajeno. Y junto a esta educación materna, recibe también la formación escolar elemental, que la irá introduciendo paulatinamente en el mundo del saber.
Todo presagiaba que esa felicidad y alegría que acompañaban la infancia de Teresa iban a ser duraderas, pues vivía rodeada de cariño y sin carecer de nada, pero un amargo trago, que nadie esperaba, vino a ensombrecer aquellos dulces años de nuestra niña, que todavía no había cumplido los once. En la noche del 18 de marzo de 1866 la muerte se asomó implacable en el hogar de los Grillo, llevándose al cabeza de familia, a don José, al honrado cirujano, quedando así su querida hija sumida en el dolor —más, si cabe, que el resto de la familia, por ser la pequeña— ante tan irremediable pérdida.
Teresa había recibido un buen golpe, muy duro, mas no sería el único, aunque su larga vida estará ordinariamente marcada por acontecimientos de signo netamente positivo. Así la vemos recibiendo piadosamente la confirmación en la catedral de Alejandría el primero de octubre de 1867, año éste que quedará profundamente impreso entre sus recuerdos, ya que hacia mediados de noviembre es internada en el colegio de Nuestra Señora de las Gracias de Lodi, cerca de Milán, para aquilatar así su formación y educación tal como correspondía a una niña de familia acomodada.
Nuestra Señora de las Gracias, colegio regido por las Religiosas de la Bienaventurada Virgen María, conocidas popularmente como «las Damas Inglesas», era un centro de probada reputación y solera, lo mismo por sus métodos pedagógicos que por su refinada educación y por su sólida formación cristiana, fruto de lo cual había logrado mantenerse en pie pese a las leyes laicistas, que en 1866 habían suprimido los colegios dirigidos por las órdenes religiosas. La población de Lodi, con su ayuntamiento a la cabeza, no había permitido en cambio el cierre de éste, pues eran muchos los beneficios que de él había recibido, aunque para ello sus monjas hubieran tenido que pagar el doloroso precio de despojarse del hábito y de camuflar así su verdadera identidad, pasando por simples señoras.
Allí, en aquellas aulas de Lodi, va a pasar Teresa toda su adolescencia, cinco años, poco tiempo en realidad, pero que dejaron honda huella en su persona, seguramente por ser esos años tan cruciales del paso de la niñez a la juventud, convividos junto a otras chicas de su misma edad, bajo la mirada siempre atenta y maternal de sus «Damas Inglesas» disfrazadas de señoras. Cinco años nada desdeñables en la forja de su personalidad, y con una enseñanza bastante completa, muy acorde con las pretensiones futuras de las colegialas.
Y estando ya en sus últimos cursos perteneció al denominado grupo de «las mayores», alumnas a las que, dada su conducta, aplicación y forma de ser, se les encomendaba ayudar a las más pequeñas y ocuparse de ellas como auténticas madres. Lo cual nos está hablando de la estima y consideración que las religiosas del colegio sentían por Teresa, quienes ponderaron su jovialidad de carácter, su diligencia en los deberes, su sobresaliente piedad religiosa y el buen influjo ejercido en el resto del alumnado, a lo que hemos de añadir, en justicia, su hermosa y elegante presencia, y la finura de sus delicados modales.
Acontecimiento más que feliz ocurrido durante los años de colegio, fue sin lugar a duda el de la Primera Comunión, que la futura fundadora recibió con la tierna devoción de sus doce años, el 21 de junio de 1868. Y lo mismo la imposición de la cruz de oro, máximo galardón del centro, impuesto a nuestra joven el 19 de septiembre de 1872, como consecuencia de su distinción en los estudios de religión.
Si la educación y formación recibidas en Nuestra Señora de las Gracias habrían de ser cruciales para el resto de su vida, no lo sería menos el ejemplo de fe y de constancia de las buenas «damas», que, con la legislación vigente en contra, pero provistas de un temple poco común, estaban sacando adelante el colegio. De ahí que surgiera en ella una sincera vocación religiosa, haciendo incluso ante la imagen de Nuestra Señora de las Gracias promesa de consagrarse al Señor, aunque, a la hora de la verdad, la situación política y las aspiraciones de su familia se lo impidieran.
Con diecisiete años, y una vez finalizados los estudios en Lodi, Teresa vuelve de nuevo a Alejandría, donde bajo la tutela materna y guiada siempre de sus buenos principios, comienza a frecuentar los ambientes aristocráticos de la ciudad. Y tratándose de una muchacha hermosa, de porte elegante, con una buena educación y nobles sentimientos, no le fue difícil encontrar un pretendiente a su medida: el culto y brillante capitán de infantería, Juan Michel, auténtico gentilhombre dotado de unas extraordinarias cualidades morales y virtudes castrenses. Así Teresa Grillo se convertiría a los pocos años en la fidelísima esposa del ilustre militar, con quien compartiría días realmente felices.
El 2 de agosto de 1877, con la etiqueta y el boato propio de las familias distinguidas, se celebraban en Alejandría los esponsales de nuestra joven, que contaba entonces veintidós años, y de su enamorado capitán, próximo a los cuarenta. La ceremonia fue presidida por el canónigo José Prelli, primo de la contrayente y andando el tiempo su más decidido consejero, gracias al cual su vida iba a dar un giro de ciento ochenta grados, posibilitando así el nacimiento de su futura congregación.
Dada la profesión de su marido, la vida de la señora Michel se vería ahora jalonada por una cierta trashumancia, fruto siempre de los sucesivos ascensos del esposo, que acabaría sus días con graduación de coronel. Primeramente, vendría Casería, ciudad de la Campania, después las poblaciones sicilianas de Acireale y Catania, y finalmente, Portici, en la zona napolitana, y la misma ciudad de Nápoles.
Teresa había vuelto a experimentar idéntica felicidad que, en sus años de infancia, muy querida por su cónyuge, respetada por todos, fiel a sus devociones y prácticas religiosas, que cada vez irían en aumento, lo mismo que sus constantes obras de caridad, realizadas todavía al estilo de las damas de su época. Y, por otra parte, acudiendo a fiestas y galas sociales o practicando la equitación en sus paseos campestres. Aunque en lo más profundo de su corazón anidaba una pequeña sombra: el cielo no le había concedido el don de la maternidad, y tanto ella como su marido hubieran querido ser padres de una numerosa prole.
Pero nuevamente aquella felicidad de la que gozaba la señora del brillante oficial iba a trocarse prácticamente de golpe en una indescriptible pena. Parecía que tanta calma y tranquilidad seguidas no estuvieran hechas para ella, era como si estuviera necesitada de momentos difíciles, para acelerar así el paso en ese insospechado camino por el que Dios la llevaba. Lo cierto es que esto, por crudo que parezca, iba a ser real. En el corto espacio de dos años perdería a sus dos seres más queridos, a su anciana madre y su buen esposo. Golpe tras golpe, y este segundo de mayor calibre…
Acontecimiento triste, sobre todo para un alma tan sensible como la de Teresa, el 8 de enero de 1889 fallecía doña Antonieta, su madre, su primera maestra en el difícil arte de ser persona, la gran consejera y guía de su infancia y juventud, a cuyo lado había pasado días realmente entrañables. Ciertamente era una separación dolorosa, que llegaría incluso a debilitar su salud, aunque para su consuelo contaba con la cercanía y el cariño del esposo que tanto la quería.
Pero el calvario de la señora Michel no había hecho más que comenzar, iba a ser un vía crucis, con sólo dos estaciones, pero a cuál más dura, una cruz demasiado pesada para ella sola. Si la muerte de su madre había sido un trance muy amargo, ahora se avecinaba otro mucho peor, la muerte de su gentilhombre, que la dejaría ciertamente hundida.
El primer domingo de junio de 1891, luminoso día primaveral, la ciudad de Nápoles festejaba una conmemoración patriótica, con desfile militar incluido, y en él luciendo sus mejores galas el coronel Michel. Pero la fatalidad se cernía sobre él. Por primera vez el bravo militar iba a ser vencido, y penosamente, por una simple, aunque mortal insolación. Gravemente enfermo, nuestro gentilhombre ve junto a sí a los mejores médicos de la ciudad, pero ni los remedios de éstos, ni los solícitos cuidados de su desconsolada esposa, podían salvarlo.
Así, el trece de junio, nuestra Teresa tendrá que beber el trago más amargo de la vida, la muerte de su querido esposo, con el que había convivido catorce años. Dos días después se celebraría solemne funeral, con brillante cortejo fúnebre. E inmediatamente sus restos mortales serían trasladados al panteón de los Michel en Alejandría.
Teresa, sumergida en una profunda angustia que rozaba la desesperación, se había convertido de la noche a la mañana en una joven viuda de treinta y seis años, regresando definitivamente a su recordada Alejandría, donde tendría que enfrentarse al crudo y real momento de su soledad, pues pese al ambiente y a las personas que la rodeaban, al fin y al cabo, no era más que una triste viuda y, además, sin hijos. Vivía lujosamente instalada, e inmejorablemente atendida por sus fieles servidores, pero se encontraba sola, desesperada, enferma, sin querer ver a nadie, y susurrando continuamente la misma plegaria: «Santa María, déjame morir». Mas la hora del dolor es siempre la hora de la Divina Providencia, la hora de la prueba, y por lo tanto de la llamada, la hora en la que el Señor sale siempre al encuentro.
Por fin llegaba el momento de hacer realidad sus dos grandes deseos, el de la adolescencia y el de casada, pero, además, los dos al unísono, pues por contradictorio que parezca, sería a la vez religiosa y madre de una numerosa familia.
Uno de aquellos días que se encontraba en cama y dándole vueltas al tema de su muerte, siente un fuerte aldabonazo, una gran convulsión interior, por no decir experiencia mística. Era la voz del Señor en lo más profundo de su ser, infundiéndole nuevos deseos de vivir y capacitándola para una importante misión: «Tienes que mejorar porque vas a ser madre de tanta gente pobre…». Teresa, naturalmente confundida ante todo aquello, hizo llamar a su primo, el canónigo Prelli, para darle cuenta de lo sucedido. Y desde ese momento Teresa quedaba a salvo de aquella angustia espiritual que la oprimía. La ayuda y los consejos que el buen clérigo le ofreciera serían impagables, dejándole para empezar una biografía de San José Benito Cottolengo, venerable sacerdote casi contemporáneo a ella y entregado totalmente a los pobres.
Así, entre esta lectura y la ayuda del primo Prelli, la recuperación de la joven viuda, ocurrida casi de improviso, estaba asegurada. Se había encontrado con un personaje casi desconocido para ella, el P. Cottolengo y su ingente obra al servicio de los pobres, pero la biografía terminó sabiéndole a poco, y por ello nada mejor que visitar la fundación de Cottolengo en Turín, la «Pequeña Casa de la Divina Providencia».
Teresa había descendido realmente al mundo de la miseria y de la pobreza. Un día entero pasado en aquella casa sería suficiente para comenzar a descubrir su nuevo camino. Un camino de caridad y de servicio, de pobreza compartida, un camino sencillamente evangélico. La gentil dama se hallaba ante el mismo dilema que el joven rico, Jesús la estaba poniendo en la misma disyuntiva, pero su respuesta sería distinta. Ella no se contentaba simplemente con ser buena ni con haber cumplido los mandamientos desde niña, dado que el Señor le pedía más…
La causa de los pobres había triunfado en ella, desde ahora ya no habría más limosnas de señora rica con las espaldas bien cubiertas, no, de aquí en adelante sería ella misma la que se entregara totalmente a los más desafortunados. Con una ilimitada confianza en la Divina Providencia, Teresa emprende su nueva andadura, empezando por abrir de par en par las puertas de su propia casa señorial a niños pobres y personas abandonadas necesitadas de ayuda, viéndose a su vez obligada a buscar acomodo digno para quienes ya no cabían bajo su techo, pero toda aquella «locura a lo divino» no había hecho más que comenzar.
Poco a poco había ido despojándose de sus bienes, sus joyas, sus elegantes vestidos, para terminar incluso, hacia finales de 1893, vendiendo la gran casa Michel visto que el número de gente a la que atender iba en aumento. Así podría adquirir un viejo edificio en la vía Faá di Bruno, además de varias casas contiguas medio ruinosas y un cobertizo, lo cual tras sucesivas reestructuraciones y ampliaciones quedaría listo para acometer su obra, naciendo así lo que ella llamaría «Pequeño Abrigo de la Divina Providencia».
Pero lógicamente todo esto no iba a resultarle nada fácil ni cómodo, pues las adversidades no se harían esperar. Muy pronto andaría en boca por toda la ciudad, con la evidente incomprensión de sus familiares y amigos, que no toleraban semejante afrenta. Ver a una dama como ella, de la alta sociedad alejandrina, rodeada ahora de gente de baja estofa y de niños desharrapados, era inadmisible. Aunque el colmo de su estupor habría de llegar cuando la vieran vestida de harapos y tirando de un carro con burrito incluido, mendigando alimentos, enseres o cualquier otra ayuda útil para su nueva gente. En el fondo lo que ocurría era que esta actitud ponía en tela de juicio la vida fácil y cómoda de sus parientes y amistades que ahora la daban de lado. Y a todo esto se añadirán las trabas de la autoridad civil, tan reacia entonces a la Iglesia.
Aunque, por otra parte, ante esta incomprensión, se hizo evidente la solidaridad y el afecto de los pobres, y de personas generosas que, ganadas por su desprendimiento, se hicieron pronto sus colaboradoras, surgiendo entre ellas un grupo de ocho valientes mujeres dispuestas a seguirla para dar continuidad y mayor amplitud a su incipiente obra, germen de la nueva Congregación de las Pequeñas Hermanas de la Divina Providencia.
Ahora únicamente faltaba la aprobación de la autoridad eclesiástica, pero ésta no se haría esperar. Mons. Salvay, obispo de Alejandría, concedería muy gustoso el plácet a la obra de nuestra Teresa, animándola y dándole todo su apoyo para hacer del grupo una verdadera congregación religiosa. Y así, el 8 de enero de 1899, en la capillita del «Pequeño Abrigo», recibirían su nuevo hábito de manos del propio prelado, pasando la fundadora a llamarse desde aquel día Sor María Antonieta.
El grano de mostaza estaba ya plantado y dispuesto a fructificar, a convertirse en un frondoso arbusto, aquellas nueve «Hermanitas» de velo azul, comienzan pronto a multiplicarse y a irradiar el número de sus fundaciones, por diversos lugares del Piamonte, desarrollándose rápidamente incluso en las regiones italianas del Véneto, Lombardía, Liguria, Puglia y Lucania, para cruzar posteriormente los mares y llegar así al continente latinoamericano y más recientemente al Camerún y a la India.
Teresa tenía todavía por delante la mitad de su vida, cuarenta y cinco años de esfuerzos, sudores y sacrificios, cuya responsabilidad prioritaria sería la de difundir y consolidar el Instituto, el cual pese a la escasez de medios con que contaba, pero guiado siempre por un ardor netamente misionero, se aventuraría a cruzar el Atlántico, llegando al Brasil el 13 de junio de 1900.
Duros para las hijas de la Madre Michel fueron también los comienzos en este gran país sudamericano, llamado, sin embargo, a ser un importante lugar de crecimiento y de expansión de su Congregación. E importante sería también, en este largo periplo fundacional de nuestra Madre Teresa, el establecimiento de su obra en Argentina, el año 1927 y por solicitud del Beato Luis Orione, fundador de la congregación religiosa «Pequeña obra de la Divina Providencia» de quien ya hemos hecho referencia al comienzo de esta semblanza.
Es difícil precisar exactamente el momento en que ambos fundadores entraron en contacto, pero según consta en el Instituto, Don Orione ofreció a la Madre Teresa una casa en Tortona, por si acaso no obtenía los permisos necesarios para fundar en Alejandría. Lo cual indica que dicha relación proviene de los primeros tiempos de la fundación. Y, por otra parte, gracias a un documento de 1896, se sabe que Mons. Salvay había comisionado tiempo antes al celoso sacerdote para guiar los primeros pasos de las «Hermanitas». Esta amistad y cooperación entre los dos Beatos, no se ceñiría únicamente a sus comienzos, pues habría de continuar después, siendo, como hemos visto, el origen de la primera casa de las «Hermanitas» en Argentina, así como de otras obras.
Sin ahorrar sus fuerzas, pese a que los años no pasaban en balde, la fundadora animaba y alentaba a sus hijas con su carismática y solícita presencia en todas las comunidades, incluso atravesando el océano en seis ocasiones para llegar hasta América Latina, a visitar a parte de su ya numerosa familia: religiosas, niños, enfermos, ancianos, marginados y cooperadores. Su último viaje lo realizaría el año 1928, a la edad de setenta y tres años.
Una fecha ciertamente importante para la Madre Teresa será el 8 de junio de 1942, día en que la Santa Sede conceda la Aprobación Apostólica a sus Pequeñas Hermanas de la Divina Providencia. Su ingente obra recibía por fin el espaldarazo de la Iglesia, todos sus esfuerzos y sacrificios, todo el trabajo silencioso y a la vez enormemente activo de sus hijas, fruto de su absoluta confianza en la Divina Providencia, se veían felizmente recompensados por este reconocimiento oficial que llevaba la firma del Santo Padre.
La traviesa niña de «Villa Cavallerota», era ya una venerable anciana, pero siempre con su recio temple, y pese a su longeva edad siempre pendiente y preocupada por todo lo concerniente a su obra, fundamentalmente por sus hijas, por los pobres, que seguían siendo sus predilectos, por los bienhechores… Y por otra parte poniéndolo todo en manos del Señor con una fiel y absoluta confianza, en sus largas horas de oración ante el sagrario o en sus muchos rosarios dedicados a la Virgen Madre de la Divina Providencia. Teresa Grillo había llegado ya a la edad de ochenta y ocho años, y plenamente dispuesta a recibir en cualquier momento la llamada definitiva, como así ocurriría en su ciudad de Alejandría el 25 de enero de 1944.
Señalada fecha para la muerte de una mujer como la Madre Michel, por coincidir con la festividad de la Conversión de San Pablo, pues también a ella, lo mismo que al Apóstol, el Señor le había salido al paso, cambiándole el rumbo de su vida y convirtiéndola en su más fiel seguidora.
Dos días después, el 27, tuvieron lugar sus exequias: un multitudinario funeral y cortejo fúnebre. Pese a los bombardeos de la guerra, toda Alejandría estaba en la calle para darle su último adiós entre evidentes muestras de dolor, por parte no sólo de sus «Hermanitas», sino también de sus muchos conocidos y paisanos. Finalmente, los restos mortales de Teresa Grillo Michel recibieron sepultura en la capilla de su primera fundación, el «Pequeño Abrigo de la Divina Providencia», donde hasta entonces había residido. Y entre los muchos testimonios de condolencia y reconocimiento, uno tan sentido como señalado, el del papa Pío XII.
Muy pronto, a los nueve años de su muerte, en 1953, abierto ya el proceso informativo, iba a ser introducida la causa de canonización, siendo declarada Venerable el 6 de julio de 1985, por el papa Juan Pablo II, que decretaba la heroicidad de sus virtudes.
Y sería también el mismo Pontífice quien la elevara a la gloria de los altares en una magna ceremonia de beatificación, que tendría lugar en Turín el 24 de mayo de 1998 con ocasión de su visita a aquella diócesis piamontesa y de la pública exposición de la Sábana Santa. Llegaba así este importante paso dentro del proceso tras haber sido reconocido un milagro por intercesión de la Madre Teresa. Sucedió en la ciudad brasileña de Aranjo Porto el día 1 de noviembre de 1964. Un niño de 20 meses, llamado Pablo Roberto, había bebido de un frasco que contenía metadona, atropina y papaverina, cayendo así el pequeño en un profundo sueño y sufriendo, además, otras alteraciones. Fue ingresado rápidamente en el hospital, al que llegó en situación de grave desmayo, con palidez cianótica, disponea, y síntomas de taquicardia. Y agravado su estado, tuvo que ser sometido a una terapia más efectiva con respiración artificial, introduciéndole un tubo en la arteria. Como todos los medios aplicados resultaron ineficaces, una religiosa de la congregación de las Pequeñas Hermanas de la Divina Providencia puso sobre el niño una reliquia de la Madre Teresa Grillo, comenzando al instante su mejoría. Pablo, protagonista de aquella milagrosa curación, abandonaría el hospital cuatro días después en perfecto estado de salud.
Nos hemos asomado a la vida de la Beata Teresa Grillo, vida marcada siempre por una espiritualidad tan profunda como sencilla, bastando para ello con recordar algunos conceptos que animaron todo su buen hacer: aceptación plena de la voluntad de Dios, ilimitada confianza en la Divina Providencia, profunda devoción eucarística y mariana, ardiente caridad, obediencia, humildad, cruz, oración y apostolado, conceptos que serían suficientes para describir la trayectoria de esta excepcional mujer.
Hoy, como en los tiempos de la Beata Teresa Grillo y con su mismo espíritu, sus hijas, presentes en Italia, Brasil, Argentina e India, siguen desarrollando una magnífica labor apostólica, asistencial y misionera, fundamentalmente en el campo de la educación de la infancia y de la juventud marginadas, y en la atención a enfermos y ancianos; presencias todas ellas de palpable sello evangelizador. E imbuidos de este mismo espíritu existen en la actualidad varios grupos laicales que, extendidos por diversos países, y desde su propia vocación secular, participan del carisma de las «Hermanitas», formando parte también de su numerosa familia.
1 comentario en “Beato Teresa Grillo Michel”
Gracias señor por tanto AMOR yo como todos los Santos puedo dar testimonio en vida que todo lo que dialogamos contigo lo escuchas confortas el alma para que en esta vida terrenal y c8n tu Santo Espíritu nos ayudas a lidiar con este mundo SEÑOR y yo hoy te doy gracias especialmente por convertir tu cuerpo y sangre en alimento para el ALMA sólo te pido SEÑOR no me abandones y ayúdame a que yo me abandone en TI, en Tú Santa presencia cada día de mi vida y hasta el último suspiro. Amén