San Vicente María Strambi

Por: Paulino Alonso Blanco de la Dolorosa, CP | Fuente: Año Cristiano (2002)

Obispo (+ 1824)

Poco antes de la medianoche del 23 de diciembre de 1823, San Vicente María Strambi fue despertado urgentemente requerido por Su Santidad León XII, que se encontraba gravemente enfermo.

Desde finales de noviembre, habiendo renunciado al obispado de Macerata y Tolentino, habitaba en el palacio del Quirinal, llamado por Su Santidad como consejero particular y director espiritual de su alma.

Consternado por la infausta noticia, Vicente María Strambi voló a la cabecera del augusto enfermo. Con afecto de hijo y corazón de santo preparó a Su Santidad a recibir el santo viático, decidido a quedarse a su lado para asistirle en los últimos momentos con la ayuda espiritual.

Mientras la respiración del Padre Santo se hacía cada vez más afanosa, San Vicente, movido de sobrenatural impulso, pidió al papa poder celebrar inmediatamente la santa misa para obtener su curación. Se notó que aquella misa votiva pro infirmo, celebrada en la misma capilla papal, fue más larga que de costumbre, y el rostro del Santo, transformado por el recogimiento, causó maravilla en los presentes. A la Víctima del Calvario se unió la personal de San Vicente por la salud temporal de León XII.

Al alborear del día, el Santo pasionista visitó de nuevo a Su Santidad, y en íntima confidencia personal le reveló el secreto: curaría y su vida terrena se prolongaría cinco años y cuatro meses. Dios había aceptado la inmolación de San Vicente María Strambi; el ofrecimiento de su vida por la del papa había sido satisfactoriamente recibido por la divina Justicia.

El 28 de diciembre, San Vicente sufre un ataque apopléjico y el 1 de enero de 1824 entrega su alma a Dios. Este acto sublime del venerable anciano de setenta y nueve años era el epílogo y recapitulación de una vida consagrada al servicio de la Iglesia y del romano pontífice.

Nacido en Civitavecchia el 1 de enero de 1745, le concedió Dios la gracia de ser educado por unos padres de acendrada piedad. Consiguió la realización de su vocación pasionista en 1769 a la hermosa edad de veinticuatro años, después de haber terminado la carrera sacerdotal y haber ocupado los cargos de prefecto y rector del seminario.

La herencia del crucifijo que pide de rodillas a su padre, la recibe realmente de manos de San Pablo de la Cruz, que a la hora de la muerte le encarga el cuidado de la Congregación. Ocupa en ella los cargos más altos y delicados de educación y gobierno, admirado por su espíritu de observancia y de oración.

En la soledad de los «retiros» pasionistas intensifica su preparación a la futura vida apostólica con la oración y el estudio. Serán deliciosas las horas pasadas a los pies de Jesús crucificado, siempre sediento de la sangre divina, a la que honrará con particular devoción.

Pero sobre todo heredará de su santo fundador el espíritu apostólico. Será en este ancho campo de la predicación donde sus servicios a la Iglesia le conseguirían el renombre de santo y de misionero.

Orador por excelencia, dotado de una extraordinaria capacidad de adaptación al auditorio, procuraba no sólo dirigirse a la inteligencia de sus oyentes para instruirlos, sino llegar a lo más íntimo de su corazón y de su voluntad para arrastrarles.

Misionero de fama y de extraordinaria eficacia, fue reiteradamente escogido por los romanos pontífices para predicar las misiones en Roma y apaciguar las sediciones y motines populares. Preferido más de una vez para dar los ejercicios espirituales al colegio cardenalicio y al alto clero de la Ciudad Eterna, dejará admirada a la selecta asamblea por su unción apostólica y por su exacta y vasta doctrina, confirmando el parecer común que le consideraba «sumo» en este género de predicación.

Durante veinticinco años recorrió la Italia central en todas direcciones, aclamado como uno de los mejores predicadores de la península y quizá el más grande catequista de su siglo. Volcaba en el pulpito su corazón de padre, de pastor, de apóstol y de santo; sobre todo de santo. El fuego divino que le abrasaba se comunicaba con fuerza irresistible a su auditorio, ablandando el corazón de los pecadores más endurecidos, que venían a descargar sus culpas a los pies de aquel hombre extraordinario.

Identificado con Cristo crucificado, el argumento de su pasión fue siempre el tema preferido de sus predicaciones y el secreto de su elocuencia dulce y avasalladora. Cuando San Vicente hablaba de la víctima divina, no hacía más que descubrir los tesoros de vida eterna que su alma contemplativa había descubierto en las llagas del Redentor. Siempre presente en el Calvario, ocupado en la contemplación extática de su amor crucificado, no es de admirar que su caldeada palabra transmitiese al auditorio la virtud divina que irradia desde la cruz.

En el confesonario, donde recogía los frutos de los trabajos apostólicos, fue admirada su bondad, creyéndose cada penitente el objeto especial de sus atenciones. San Gaspar del Búfalo, la Beata Ana María Taigi y un nutrido grupo de almas selectas encontraron en San Vicente María Strambi al director eximio, práctico y experimentado en el camino de la perfección y en los recónditos secretos de la mística, que no sólo sabía calmar sus dudas con el consejo oportuno, sino también descubrirles los amplios horizontes de la santidad más encumbrada, lanzándoles resueltamente por las más altas vías del espíritu.

Dotado de una gran potencia asimiladora, sus incesantes lecturas le permitieron usar de la pluma para ensanchar y perfeccionar su acción apostólica. Inspirado en la santísima pasión de Cristo, ella fue el tema preferido de sus escritos. Nada de especulación árida, fría, de vana y ostentosa erudición. El descubrimiento de los tesoros que tenemos en Jesucristo no tenía en su pluma otro fin que convencer al alma cristiana del amor que debemos a Cristo y decidirla a la práctica de las virtudes de que Él nos dio ejemplo.

En 1801 le imponía Pío VII la aceptación del obispado de Macerata y Tolentino. En vano se resistió. La voluntad decidida y terminante del papa pudo más que todo. Consagrado obispo, San Carlos Borromeo y San Francisco de Sales fueron desde entonces su modelo, copiando el celo apostólico del uno y la dulzura del otro.

Recibido como un don de Dios para ambas diócesis, comenzó su actividad episcopal organizando grandes misiones, que predicó personalmente. Con una entrega total y sin reserva a los suyos, procuró, ante todo, conocerlos, examinando de cerca todos sus problemas para darles la más perfecta solución. A este fin empezó casi inmediatamente la visita pastoral, que se puede decir fue continua e interrumpida solamente por el destierro.

Su unión con Dios, aun en medio de las más absorbentes ocupaciones del gobierno pastoral, era continua y profunda. Dedicaba no menos de cinco horas diarias a la oración, viviendo todo el día como en un ambiente místico y celestial en íntima unión con Dios. Este contacto ininterrumpido con la divinidad envolvía su persona y sus actividades como en una atmósfera sobrenatural, imprimiendo a todos sus actos de gobierno un marcado tono de la más alta espiritualidad, a la vez que de la más escrupulosa justicia y exactitud, no buscando jamás otra cosa que la gloria de Dios.

Su primera preocupación fueron los eclesiásticos, a cuya elevación y santificación consagró sus mejores energías. Empezó por el seminario, renovando, además del edificio material, el programa escolar y el reglamento, deseoso de acomodarlo a las necesidades de su tiempo. El seminario, en su concepto, debía ser únicamente el semillero perpetuo de los ministros de Dios, excluyendo, contra la mentalidad reinante, todo joven que no diese pruebas claras de vocación divina.

Los dos puntos básicos de la formación espiritual de los futuros ministros del santuario eran la comunión fervorosa, que deseaba fuese cotidiana, y la oración mental. Consideraba este ejercicio de la meditación como algo indispensable y fundamental en la vida de un sacerdote, por lo cual sometía a los ordenandos a un riguroso examen, no sólo del conocimiento teórico de la meditación, sino también de la práctica y de los frutos reales en ella conseguidos. Para facilitar a su clero el cumplimiento de esta obligación, compuso una serie de meditaciones sobre los principales deberes del estado clerical y otra sobre los novísimos, que en poco tiempo alcanzó la quinta edición.

Con estos medios y su asidua vigilancia consiguió, en un tiempo en que la formación sacerdotal dejaba mucho que desear, elevar su seminario a un nivel tal de ciencia y santidad, que no sólo se presentaba como modelo de organización y disciplina, sino también de la piedad más acendrada. Adelantándose a su tiempo como sagaz previsor de las necesidades de la Iglesia, instituyó prácticas y métodos entonces desconocidos, y que son hoy normas corrientes de formación de nuestros mejores seminarios.

Durante los veintidós años que duró su episcopado no dejó un solo día de seguir con vigilante y escrutadora mirada, con los más asiduos cuidados y desvelos, la educación de sus queridos seminaristas, a los que amaba como a las niñetas de sus ojos. Era un padre, y como tal deseaba estar junto a sus hijos. Con ellos convivió los últimos años de su vida, preocupándose personalmente por cada uno, formándoles con su ejemplo, su consejo y sus exhortaciones. Legando su herencia al seminario, quiso perpetuar su influjo benéfico hasta después de su muerte.

Al par que la santidad, exigió siempre de su clero la ciencia, mostrándose inflexible en el examen obligatorio para todos los sacerdotes antes de conferirles la cura de almas o la facultad de oír confesiones.

Diligentísimo en el cumplimiento de todos sus deberes de obispo, no perdonó sacrificio ni molestia cuando se trataba de la gloria de Dios o de la salvación de las almas. Precedido por la fama de su santidad, su presencia se consideraba como una gracia especial de Dios, y, bajo el influjo de aquella vida sobrenatural, que no podía ocultar su humildad, se entregó sin reservas a la reforma y saneamiento moral de sus diocesanos, consiguiendo una profunda transformación religiosa.

Experimentado misionero, se sirvió con profusión del ministerio de la palabra para enseñar a sus diocesanos el conocimiento de la religión, convencido de ser éste el único fundamento para conseguir que la práctica religiosa fuese sólida y constante. Contra el parecer e inercia de muchos, restableció la enseñanza de la doctrina cristiana a los niños y al pueblo. Procuró ante todo el aumento numérico de asistencia, perfeccionó los maestros y hasta reeditó el catecismo, adaptándolo a las necesidades del tiempo e individuos.

Personalmente llevó la instrucción de la juventud que frecuentaba el liceo y la Universidad de Macerata, predicándoles todos los domingos.

Confiando en que «Dios no es pobre» y convencido de que los pobres eran los verdaderos «dueños» y sus «acreedores», la generosidad de San Vicente María Strambi rayó frecuentemente en el heroísmo más sublime y desinteresado.

Vivía en extrema pobreza con el fin de economizar para los indigentes. Sus manos eran un canal que nada retenían. Se reconocía en él una gracia especial para pedir, que supo utilizar para alivio de los necesitados. Con frecuencia se hizo mendigo por amor de Cristo, llamando a las puertas de sus potentados amigos de Milán y de Roma, incluido el romano pontífice. Estará para abandonar definitivamente la diócesis camino de Roma, y dará en limosna el anillo episcopal, que era lo único que le quedaba.

En estas acciones caritativas era dominado por dos sentimientos diametralmente opuestos: extraordinario amor a la pobreza y un deseo vivísimo de poseer. El aparente contraste se reducía a perfecta unidad en el amor a los pobres, en quienes veía a Jesucristo. En las largas horas de oración a los pies del crucifijo, consiguió descubrir las sublimes e inefables relaciones que existen entre el Cuerpo real de Jesucristo y su Cuerpo místico que es la Iglesia, entre el divino Paciente que agoniza en la cruz y sus miembros que sufren en los pobres.

Durante su vida religiosa, la voz del vicario de Cristo fue para San Vicente María Strambi la voz de Dios, y cuando los sucesores de Pedro le transmitieron su voluntad, el misionero pasionista cumplió los encargos con afectuosa y diligente sumisión filial.

Aceptado el obispado por directa intervención de Pío VII, que confesó hacerlo por inspiración divina, consideró como superior inmediato al romano pontífice. El respeto, amor y obediencia de San Vicente María Strambi al papa es una de las notas más características de su santidad.

Su fe inquebrantable en la Cátedra de Pedro le hacía considerar al Santo Padre como el centro de la autoridad, el padre común de todos los fieles, el oráculo de la verdad. A toda orden del papa, mejor, a la más mínima manifestación de su voluntad, San Vicente María Strambi repetía con fe viva y amor ardiente: «Voluntad de Dios». A tal grado llegó esta obediencia, que, invitado por obispos y cardenales a predicar las misiones en sus diócesis, exigía antes de aceptar el consentimiento expreso del romano pontífice.

Sin miramientos humanos salía en defensa del vicario de Cristo, y el general francés Lemarois se vio contradicho enérgicamente por el santo obispo, admirando los demás oficiales tan intrépida fortaleza.

La convicción que tenía del primado de San Pedro le hacía hablar con tanta elocuencia, que causaba maravilla a sus auditores, mereciendo ser calificados estos discursos entre las mejores piezas oratorias del Santo.

Las circunstancias por donde le tocó atravesar le dieron ocasión de probar, con la heroicidad de los hechos, los sentimientos que albergaba en su corazón. Su amor a la Iglesia y al papa debían pasar por el crisol de la prueba, dándonos la oportunidad de conocer su profundidad y su extraordinaria grandeza.

Como consecuencia de la conquista del Estado pontificio por las huestes napoleónicas en 1808, San Vicente María Strambi se vio condenado al destierro por no consentir en el juramento que se pretendía imponer a los obispos. Prefirió obedecer al Santo Padre antes que mancillar su alma con semejante cobardía. Intrépido defensor de los derechos del papa y de la Iglesia, se vio arrancado violentamente de su amado pueblo, que le despidió con lágrimas en los ojos, testimoniando con ello el afecto con que era circundado.

Durante los seis años que se vio relegado en Milán a forzado e involuntario reposo, ocupó su tiempo en obras de caridad. Pero sobre todo, como otro Moisés, no cesó de levantar los brazos y los ojos al cielo en continua oración para que Dios se apiadase de su esposa la Iglesia. Con el corazón desgarrado por los sufrimientos del supremo pastor Pío VII, al que veneraba como a un santo, le seguirá en todas las estaciones de su vía crucis, buscando ocasión de hacerle menos dolorosos aquellos días de persecución.

El poder consolar con sus cartas al «dulce Cristo en la tierra» y socorrer con subsidios pecuniarios al prisionero de Savona fue para San Vicente María Strambi, más bien que un simple acto de caridad, el cumplimiento de un acto de religión.

Lejos de los suyos corporalmente, siguió gobernando sus diócesis por medio de los vicarios generales, con los que se mantuvo en continuo contacto.

Volvió a Macerata en 1814; pero haciéndole ver su humildad que era incapaz para el gobierno de su grey, en 1823 insistió en la renuncia. León XII la aceptaba con la condición de que transcurriera los últimos días a su lado. En los planes de la divina Providencia, el mismo vicario de Cristo había escogido la víctima que se inmolaría por él, por el Santo Padre, para que la santa Iglesia no quedase en momentos tan borrascosos sin el capitán que la gobernase.

Y San Vicente María Strambi, como lo había hecho durante toda su existencia, apenas comprendió lo que Dios le pedía, se ofreció con la generosidad de un hijo, que entonces se siente profundamente feliz cuando puede dar hasta la propia vida por su amado padre.

Fue beatificado por el Papa Pío XI el 26 de abril de 1925, y canonizado por el Papa Pío XII el 11 de junio de 1930.

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