La Iglesia que yo amo
es la Santa Iglesia de todos los días.
La encontré, peregrina del tiempo,
caminando a mi lado:
la tuya,
la mía,
la Santa Iglesia de todos los días.
La saludé primero en los ojos de mi padre,
penetrados de verdad;
en las manos de mi madre,
hacedoras de ternura universal.
No hacía ruido, no gritaba.
Era la Biblia del velador,
y el Rosario
y el tibio cabeceo
del Ave María.
La Iglesia que yo amo,
la Santa Iglesia de todos los días.
Antes de estudiarla en el catecismo,
me bañó en la pila del Bautismo,
en la vieja Parroquia de Santa Ana.
Antes de conocerla ya era mía
la Santa Iglesia de todos los días.
Era la Iglesia de mis padres
y la Iglesia de la cocinera:
la Rosenda lloraba las cebollas
rezando el Padre Nuestro;
iba a misa la María,
me llevaba de su mano
a la Iglesia Santa de todos los días.
En la aventura del mundo que crecía,
éramos la Iglesia.
Con Rafa y con Vicente,
con la Amalia, la Juanita y la Lucía,
con Pablo y con Pedro y Teresita,
la Santa Iglesia de todos los días:
Jesucristo, el Evangelio, el pan, la Eucaristía,
el Cuerpo de Cristo, humilde, cada día,
con rostro de pobres
y rostro de hombres y mujeres que cantaban,
que luchaban, que sufrían,
la Santa Iglesia de todos los días.
A los diez años, felices;
a los doce, misioneros;
a los trece y los catorce, vitrales increíbles
de mil rostros y voces de llamada.
Vino el Obispo y el Sacerdote,
la Palabra que horada
y penetra las raíces de la vida;
juntaba pueblos, despertaba a los dormidos;
llamaba a la oración,
a llorados perdones de contrición.
Remecida de testigos, la Iglesia-comunión
argüía, incomodaba,
convidaba
a la vasta corriente de la paz,
a los riesgos misioneros,
a las selvas del Congo,
al seguimiento del Amigo;
la Iglesia del corazón limpio,
la Iglesia del camino estrecho,
la bella Iglesia de la vida,
la Santa Iglesia de todos los días.
Y el Papa de nuestra Fe, en mi corazón joven,
apuntando a la justicia,
traduciendo las bienaventuranzas,
abriendo vastos horizontes,
prologando nuevas andanzas
y rostros ignorados y pueblos heridos
de quemantes abandonos;
el Papa de todas las lenguas,
de urgentes problemas, de infinitas confianzas;
el Papa de la Iglesia de todos los días
y los mandamientos de su sabiduría.
Y lo que no estaba, ni está, ni estará
oficialmente inscrito y refrendado:
el pueblo de la Iglesia sin puertas,
la Iglesia ancha de las cien mil ventanas,
y el aire del espíritu católico
circulando en libres espirales,
y los pobres construyendo catedrales
de paja, desperdicio y leño,
con ojivas de pizarreño
y lo mejor de su pobreza.
Escuchen, que viene por las calles,
la Iglesia de las grandes y pequeñas procesiones,
la vieja heroica de amar,
entre rezos y devociones.
Desde sus andas multicolores
los Santos le preguntan sus perdones,
porque crió los hijos que no eran suyos
y rezó por muertos que la humillaron
y vivió tan pobre sin voto de pobreza
y dio la mitad de lo que no tenía.
Va en la procesión, feliz, detrás del anda;
los Santos la miran desde su baranda,
diferente en su teología,
esta humilde Iglesia de todos los días.
Amo a la Iglesia de la diversidad,
la difícil Iglesia de la unidad.
Amo a la Iglesia del laico y del cura,
de San Francisco y Santo Tomás,
la Iglesia de la noche oscura
y la asamblea de larga paciencia.
Amo a la Iglesia abierta a la ciencia
y esta Iglesia modesta con olor a tierra,
construyendo la ciudad justa
con sudores humanos, con el credo corto
de los Apóstoles.
Amo a la Iglesia de los Padres y los Doctores
y algunos sabios de hoy en día
que escriben libros para los hombres
y no se quedan en librerías.
Amo a la Iglesia de aquí, de ahora,
la Iglesia pobre de nuestro continente,
teñida de sangre, repleta de gente,
de pueblos cautivos, sin voz y derrotados.
Amo a la Iglesia de la solidaridad
que se da la mano en santa igualdad.
Amo a esta Iglesia que se acerca
a la herida de su Cristo;
la Iglesia de Puebla y Medellín,
de Dom Helder[1], de Romero[2] y Luther King[3]
que vienen de la mano de Moisés,
de David, Isaías y Ezequiel;
y la Iglesia de Santiago que no dice «Amén»
a los decretos de la metralleta;
la Iglesia que no se sienta a la mesa
rendida a los faraones.
Amo a la Iglesia que va con su pueblo,
sin transigir la verdad,
defiende a los perseguidos
y anhela la libertad.
Amo a la Iglesia Esperanza y Memoria,
a la Iglesia que camina
y a la Iglesia de la Santa Nostalgia
sin la cual no tendríamos futuro.
Amo a la Iglesia del verbo duro
y del corazón blando.
Amo a la Iglesia del Derecho y del Perdón,
la Iglesia del precepto y de la compasión,
jurídica y carismática, corporal y espiritual
maestra y discípula, jerárquica y popular.
Amo a la Iglesia de la interioridad,
la pudorosa Iglesia de la indecibilidad;
amo a la Iglesia sincera y tartamuda,
la Iglesia enseñante y escuchante,
la Iglesia audaz, creadora y valiente,
a la Santa Iglesia convaleciente.
Amo a la Iglesia perseguida y clandestina,
que no vende su alma al dinero omnipotente.
Amo a la Iglesia tumultuosa
y a la Iglesia del susurro de cantos milenarios.
Amo a la Iglesia testimonial
y a la Iglesia herida de sus luchas interiores
y exteriores.
Amo a la Iglesia posconciliar
que va de la mano, respetablemente,
de la Santa Iglesia tradicional.
Amo a la Iglesia de la serena ira,
a la Iglesia de Irlanda y de Polonia
de Guatemala y de El Salvador,
a la Iglesia de los postergados
y a la Iglesia multitud de marginalizados.
No quiero una Iglesia de aburrimiento,
quiero una Iglesia de ciudadanía
de pobres en su casa, de pueblos en fiesta,
de espacios y libertades.
Quiero ver a mis hermanos aprendiendo
y enseñando al mismo tiempo,
Iglesia de un solo Señor y Maestro,
Iglesia de la Palabra
e Iglesia de los Sacramentos.
Amo a la Iglesia de los santos
y de los pecadores,
amo a esta Iglesia ancha y materna,
no implantada por decreto,
la Iglesia de los borrachos sin remedio,
de los divorciados creyentes,
de las prostitutas
que cierran su negocio el triduo santo.
Amo a la Iglesia de lo imposible,
la Iglesia de la Esperanza a los pies de la mujer,
la Santa Madre María;
amo a esta Iglesia de la amnistía,
la Santa Iglesia de todos los días.
Amo a la Iglesia de Jesucristo
construida en firme fundamento;
en ella quiero vivir hasta el último momento. Amén.
[1] Esteban habla del Arzobispo brasileño, Mons. Helder Cámara (1909-1999), reconocido internacionalmente por su compromiso con los pobres y su trabajo por la liberación y la paz de los pueblos.
[2] Se refiere al Arzobispo de San Salvador, Mons. Óscar Romero (1917-1980), asesinado el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la Eucaristía.
[3] Se refiere al Pastor Bautista norteamericano y líder pacifista negro Martin Luther King (1929-1968), que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1964. Asesinado el 4 de abril de 1968 en Memphis, USA.
Fechada en septiembre de 1981 y publicada en Canto desde el centro de la libertad. Santiago: Ed. Rehue (1989) pp. 83-89. Estos versos fueron enviados por el P. Esteban Gumucio SSCC al Cardenal Raúl Silva Henríquez (1907-1999) en reconocimiento a sus veinte años como Pastor en la Iglesia de Santiago (asumió como arzobispo de Santiago el 24 de junio de 1961). En muchas oportunidades el Cardenal hizo suyo este texto.
Texto tomado de: http://www.sscc.cl/estebangumucio/wp-content/uploads/2015/01/capitulo_06.pdf