San Francisco Fernández de Capillas

Por: Pedro Riesco Pontejo, OP | Fuente: Año Cristiano (2002)

Presbítero y protomártir (+ 1648)

La Orden de Predicadores, que fundó Sto. Domingo de Guzmán, está destinada a anunciar el evangelio y dar a conocer la Palabra de Dios por todo el mundo. Y como decían las antiguas Constituciones, «nuestra Orden fue instituida, desde el principio, para la predicación y la salvación de las almas, y nuestro empeño debe dirigirse principalmente, y con todo ardor, a que podamos ser útiles a las almas de los prójimos». El talante dominicano tiene un tono evangelizador, agresivo y de avanzada. Aquí encuentra el dominico su misión y su sentido.

Por eso, fieles a su vocación, los dominicos de todos los tiempos, se diseminaron por los más apartados rincones de la tierra. En Oriente, lo mismo que en Occidente, los hijos de Sto. Domingo han estado siempre dispuestos a llevar a todos los hombres el mensaje salvador de Cristo, sin importarles los obstáculos, las distancias y las mismas persecuciones. De hecho la historia de las Misiones dominicanas en Extremo Oriente ha estado siempre escrita con sangre de mártires.

Esta labor de intenso dinamismo apostólico fue confiada a la provincia dominicana de Ntra. Sra. del Rosario. Descubiertas las Islas Filipinas en 1521 e incorporadas a la corona de Castilla en 1565, muchos dominicos manifestaron su deseo de ir a anunciar el evangelio allí y al extenso reino de China, haciendo así realidad su lema dominicano: «Contemplari et contemplata aliis tradere», orar, contemplar la Palabra de Dios, y después de hacerla vida en su corazón, comunicarla apasionadamente a los demás.

El P. Maestro General de la Orden, Fr. Pablo de Constable, acogió con calor la petición, y en carta del 14 de julio de 1582 autorizaba a Fr. Juan Crisóstomo «para que podáis congregar treinta frailes para las Islas Filipinas y reino de China, autorizándole para erigir conventos e iglesias y fundar la Orden cuando hayáis llegado a aquellas partes». El 17 de julio de 1586 salió de Cádiz la primera misión, compuesta de 32 religiosos. Llegó a México el 29 de septiembre y reemprendieron la marcha en Acapulco en la primavera siguiente; llegó a Manila el 25 de julio de 1587. Aunque con ello comenzó propiamente la nueva provincia, oficialmente fue erigida como tal en el Capítulo General de Venecia en 1592, y nació con un marcado carácter universal y para evangelizar en Extremo Oriente.

Los misioneros eran reclutados casi exclusivamente de entre los dominicos de las tres provincias españolas: España, Aragón y Bética, tarea ésta del P. Procurador de la provincia del Rosario, residente en el convento de la Pasión, de Madrid, hasta que en 1830 se fundó el convento de Ocaña con este fin.

En 1602 se abría la misión en Japón. En 1626 comenzó la labor misional de los dominicos en Formosa, y desde aquí los misioneros lograron entrar en China en 1631. Evangelizaron principalmente la provincia de Fukién, y continuaron su apostolado allí hasta 1954 en que fueron expulsados los dos últimos misioneros dominicos.

Uno de los más grandes y sobresalientes misioneros y mártires, el «protomártir» de China, fue San Francisco Fernández de Capillas. Nació en Baquerín de Campos, provincia y diócesis de Palencia, el 11 de agosto de 1607. Sus padres eran cristianos viejos y vivían la fe heredada de sus mayores. Los documentos hablan de su «honrada, notoria y honesta calidad». Se llamaban: Baltasar Fernández y Ana María de Capillas. Del matrimonio
nacieron cinco hijos. Otros dos hermanos se consagraron también a Dios: Alonso, sacerdote diocesano y más tarde párroco de su pueblo, y Juan, monje profeso en el monasterio de La Espina, en Valladolid. Francisco fue el menor. Fue bautizado a los tres días por un tío suyo, hermano de su madre.

Sus padres, conscientes de sus obligaciones religiosas y sociales, lo educaron en la fe y se interesaron por la educación familiar y cultural de su hijo. A los diez años lo llevaron a Palencia para que iniciase los estudios.

Aquí conoció a los dominicos y, sin duda, los visitó en su convento de San Pablo, y debido a ello se entusiasmó ya con la Orden dominicana, como posible camino para su vocación. Sin embargo, no entró como dominico en
el convento de Palencia, sino que solicitó su ingreso en el de San Pablo de Valladolid, porque, como dice él mismo, «aquí se observaban con todo rigor las prácticas cristianas y la Regla de la Orden».

Tomó el hábito dominicano a los dieciséis años, en 1623, y aquí también hizo su profesión al año siguiente, iniciando el estudio de artes y teología en orden a su ordenación sacerdotal.

En su vida dominicana destacó por las tres grandes virtudes características de la vida consagrada: pobreza, castidad y obediencia. Sobresalió asimismo, según señalan los testigos, por la piedad, mortificación, modestia, compostura y estudiosidad. Se ha escrito de él que «jamás levantó los ojos para mirar cosa vana», y esta gran modestia será en parte la causa de que más tarde sea sorprendido por un grupo de soldados chinos que lo prenderán y lo conducirán a los tribunales.

En 1631, siendo aún estudiante y ya diácono, el Procurador de la provincia del Rosario, P. Mateo de la Villa, buscaba frailes entre las diversas provincias españolas que estuvieran dispuestos a ir a Filipinas. Al oírlo, Fr. Francisco se ofreció de inmediato para ir allí a anunciar el evangelio. A las ya familiares tierras de Filipinas se añadía ahora la inmensidad del imperio chino. El sabía que aquellas personas no conocían a Cristo, y aunque no desconocía incluso la posibilidad del martirio, esto no sólo no alejaba su corazón de aquellas tierras, sino que era un argumento más para desear ver cumplidos sus afanes misioneros. Y su ofrecimiento fue aceptado.

Salió de Valladolid en mayo de 1631 y caminando a pie llegó a Cádiz, donde el 19 de junio zarpará la nave que lo llevará hasta Veracruz con un grupo de treinta compañeros dominicos. A principios de Adviento llegaron a México capital, hospedándose en el convento de San Jacinto. De aquí partieron, a pie, hasta Acapulco. En este trayecto murieron cinco compañeros dominicos.

De Acapulco hacia Oriente iniciaron la segunda etapa de su largo viaje el 23 de febrero de 1632, llegando a Manila en mayo, donde tuvo la inmensa alegría de recibir la ordenación sacerdotal el 5 de junio de 1632, en la capilla del Sagrario de aquella ciudad. Los testigos nos cuentan que el santo aprovechó estas dos largas travesías para anunciar el evangelio a los tripulantes, en conversaciones sencillas y en diálogos personales, ayudando a todos los pasajeros en sus necesidades, especialmente a los enfermos. Usaba la noche, como Sto. Domingo, para hablar a Dios de las necesidades de los pasajeros y el día para hablar a éstos de la bondad y misericordia de Dios.

Pasados unos días en el convento de Sto. Domingo de Manila fue enviado a la misión de Cagayán en la isla de Luzón.

Aquí hablan de él como de un gran ministro del evangelio que tuvo gran éxito misionero debido a su oración, a su vida ejemplar y a sus mortificaciones. Estuvo esperando diez años a que los Superiores lo enviasen a China.

De este tiempo dejó un ejemplo de su gran actividad misionera, destacando como un hombre humilde, alegre, infatigable en el trabajo y manteniendo un constante y afectuoso diálogo con el Señor.

Asistiendo al Capítulo provincial de Manila en 1641 suplicó humilde e insistentemente al nuevo P. Provincial ser enviado a China; quería compartir las penalidades que oía sufrían los misioneros allí. El P. Provincial se lo concedió, pero le mandó que se quedase unos meses aprendiendo el lenguaje y las costumbres chinas.

Por fin, el 22 de julio de 1641 embarcó rumbo a Formosa, en compañía de dos frailes dominicos: los padres Francisco Díaz y Juan García. Aquí esperaron que llegase la ayuda de los cristianos chinos que les facilitaron el trayecto y la entrada a Fujián en marzo de 1642.

La provincia de Fukién y especialmente el distrito de Fogán, así como las ciudades de Moyang y Tingteu, iban a ser el campo de batalla del santo palentino. Todo su complejo trabajo apostólico, como el de los otros misioneros dominicos, se ve determinado por estas tres características: la apertura a la universalidad de la misión, la gran creatividad en los métodos de apostolado y, sobre todo, la disponibilidad para el sacrificio del
martirio.

¿Quién podrá seguir a nuestro hermano en sus correrías apostólicas por caminos y por ríos, por montes y por llanos, de día y de noche, bajo el sol abrasador unas veces y otras con el frío, la escarcha, las lluvias y las nieves? Cuando se trataba de administrar sacramentos, señaladamente a los enfermos, no había para él momento de espera ni obstáculo que le detuviese.

Si San Pablo fue judío con los judíos y gentil con los gentiles, haciéndose todo para todos a fin de ganarlos para Cristo, así el dominico se hizo chino con los chinos. Su nombre fue adaptado a la lengua china, se llamó entre ellos Xuan; se dejó crecer el pelo hasta llevar coleta; su comida, su dormir y toda su vida se adaptó con gusto y pronto a las costumbres y a la cultura china.

Una de las cosas que los misioneros sentían más necesario era visitar a las cristiandades. Pero no les era posible. Las distancias eran enormes, los caminos a veces intransitables y el trabajo agotador. Por ello, y adelantándose a las actuales corrientes eclesiales, buscaron la colaboración y corresponsabilidad de los laicos en su misión evangelizadora: implantaron la entonces Orden Tercera de Sto. Domingo, la cofradía del Sto. Rosario y sobre todo las beatas y los catequistas. Los Catequistas eran verdaderos apóstoles al servicio de la Iglesia y el evangelio; las Beatas eran mujeres al servicio del templo y de las cristiandades nacientes y, sobre todo, el sostén de la Santa Infancia; fundaron orfanatos donde dar cobijo y educación a las niñas, que de suyo,
si eran primogénitas, habían de ser abandonadas y muertas.

Después de algunas etapas algo tolerantes con la religión cristiana y con los misioneros extranjeros, venían otras totalmente opuestas y de una fuerte persecución. Los documentos de la época revelan que aquellos hombres estaban dispuestos a sacrificar su vida. Su disponibilidad al martirio era una gracia de Dios que ellos secundaban con su entrega total en aras de la evangelización. Y así, en el año 1647 los Tártaros Manciú invaden aquella región mostrándose hostiles a la religión cristiana.

El 9 de agosto de este año empezó una fuerte persecución contra el cristianismo decretada por el mandarín de Fogán. El santo Capillas y su amigo y compañero P. Juan García se exhortaron de nuevo al combate con mayor ahínco, y previendo que sus días estaban contados, se entregaron a la conversión de infieles y a confesar y confortar a los cristianos en el servicio y confesión de Cristo.

El testimonio de una vida santa y la entrega sin reservas a las tareas misioneras son los dos elementos que definen sus últimos años de vida en Xeunin, aquí siempre con grave peligro de su vida. Los cristianos vagaban por los montes solos y desalentados, pero los misioneros no podían dejarlos abandonados a su suerte. Fr. Capillas multiplicó su celo y su entrega hacia ellos, sabedor siempre que la muerte le rondaba.

Y al fin ocurrió lo que se esperaba y lo que ansiaba desde hacía mucho tiempo. El 13 de noviembre de 1647, cuando regresaba muy contento a su oculto refugio, después de haber prestado el servicio sacerdotal a dos enfermos de Tingteu, absorto como siempre en la contemplación de Dios, sin mirar ni atrás ni adelante, ni a un lado ni a otro, acompañado de un muchacho infiel, de repente se encontró con un pelotón de soldados tártaros que iban a sacrificar a los ídolos al templo. Le echaron una soga al cuello, con la que le ataron también las muñecas y llevado al templo lo desnudaron completamente para ver si llevaba dinero. De aquí fue trasladado al tribunal de Fogán, ante el cual confesó valientemente su fe y su amor a Jesucristo el único Señor de su vida. La sentencia inmediata fue la conducción a la cárcel, iniciando así el calvario que lo llevaría a la muerte.

En la cárcel continuó su misión de evangelización, consolando y animando a los cristianos que con él estaban recluidos.

Lo llevaron más tarde de un tribunal militar a otro civil, que le imputó todos los crímenes, denuncias y acusaciones propagadas contra los misioneros, indicando que era un malhechor revolucionario digno de la pena capital. Ordenó que le dieran el tormento de los tobillos. Consistía éste en comprimir los tobillos entre dos tablitas por medio de cuerdas hasta dislocar los huesos y triturarlos. El Venerable Padre, en medio de los terribles dolores que este «martirio chino» le producía, sólo decía: «Gracias, Señor, pero ayúdame, que si no desfalleceré».

Comprobada su entereza de ánimo, el mandarín cambió de táctica: en lugar de nuevas torturas le ofreció halagos y promesas. Pero tampoco esta vez cayó el santo en la trampa y siguió anunciando el evangelio con decisión y valentía.

Estando intentando que renunciase a la fe llegó a la cárcel el mandarín militar, quien mandó que fuese azotado. Para esto lo desnudaron los verdugos, y tendiéndolo en tierra boca abajo, descargaron sobre él crueles golpes con cañas de bambú. Quedó el mártir tan deshecho y dolorido que no podía moverse.

Pero a pesar del estado lastimoso en que se hallaba, continuó con coraje su ministerio entre los presos: instruyendo a unos en la fe y a los cristianos administrándoles los sacramentos y preparándolos para el martirio.

Pocos días después moría este impío mandarín, llamado Ko-ie, atravesada su frente por una bala.

El venerable dominico estaba llegando al final de su carrera en la tierra. El nuevo mandarín ordenó que el confesor de Cristo fuese llevado enseguida a su presencia para comunicarle la sentencia de muerte. El santo recibió la orden mientras rezaba los misterios dolorosos del rosario junto con otros encarcelados. Allí mismo fue desnudado de todo, menos de las medias, porque estaban pegadas a la carne por la sangre vertida por los
azotes. Lo tenía Dios dispuesto así para que por ellas fuese reconocido su cuerpo dos meses después de ser degollado.

Desnudo y expuesto al ludibrio de aquella gente sin pudor fue sacado de la cárcel y conducido al lugar del suplicio fuera de los muros de la ciudad. Llegado a cierto punto, todo absorto en Dios, cruzó el fraile los brazos y se arrodilló esperando el golpe del sable. El verdugo mandóle ir más adelante, y dados unos pasos más, le asestó el golpe mortal que le separó la cabeza del tronco. Era el día 15 de enero de 1648 cuando su alma volaba a Dios desde la ciudad de Fogán.

Por dos días quedó su cuerpo tendido de espaldas en tierra, después fue arrojado a un foso junto a la muralla. Un infiel, pagado por un cristiano, enterró su cabeza.

Pasados dos meses, el P. Juan García hizo las debidas diligencias para hallar y recoger los restos. El cuerpo fue llevado al convento de Sto. Domingo de Manila. La cabeza fue hallada intacta y llevada primero a Manila y más tarde trasladada al convento de San Pablo de Valladolid, donde el santo había profesado y donde aún hoy se conserva con gran veneración.

Benedicto XIV en el Consistorio del 16 de septiembre de 1748 lo declaró «protomártir» de China. San Pío X lo beatificó el 2 de mayo de 1909 y Juan Pablo II lo canonizó en la plaza de la Basílica de San Pedro el 1 de octubre del año jubilar 2000, juntamente con otros cinco dominicos españoles, mártires también en Fogán, así como con otros 114, todos mártires de China.

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