San Benito Biscop

Por: Bernardino Llorca, SI | Fuente: Año Cristiano (2002)

Abad y confesor (+ 690)

San Benito Biscop, de origen inglés, es uno de los apóstoles que más contribuyeron en el siglo Vil a llevar a feliz término la obra de cristianización y organización de la Gran Bretaña, iniciada por San Gregorio Magno (590-604) y San Agustín de Cantorbery.

Nacido hacia el año 629, pertenecía a una noble familia de la corte de Oswy, rey de Northumbria, y fue desde su primera juventud muy estimado por el rey. Sin embargo, a los veinticinco años, sintiéndose movido por Dios hacia la vida de retiro, dio el adiós al mundo, se dirigió por vez primera a Roma con el objeto de cimentar bien su piedad, visitando las tumbas de los Príncipes de los Apóstoles y empapándose íntimamente en las verdades de la fe y en los principios de la perfección cristiana y, a su vuelta, se entregó de lleno al estudio de la Biblia y a la práctica de la piedad.

Pero bien pronto tuvo que interrumpir su vida de estudio y de ascética cristiana con un nuevo viaje a Roma: Egfrido, hijo del rey Oswy, que planeaba él también un viaje a Roma, pidió a Benito Biscop lo acompañara en esta peregrinación. Aceptó gustoso Benito tal invitación, particularmente grata para él; y, aunque Egfrido no pudo realizar su viaje, partió él por segunda vez a Roma, donde procuró profundizar más en la perfección cristiana y en las ciencias eclesiásticas. No sabemos cuánto tiempo se detuvo en esta ocasión en Roma; pero lo que sabemos es que, a su vuelta, se retiró al célebre monasterio de Lerins, que tanto se había distinguido por sus hombres eminentes y por su observancia regular. Allí, pues, después de la preparación conveniente, tomó el hábito religioso y, más tarde, la tonsura clerical, y durante dos años siguió con la mayor perfección la vida monástica. Después de esto hizo su tercer viaje a Roma, donde tenía intención de fijar su vida en adelante; pero el papa San Vitaliano (657-672) le ordenó volver a Inglaterra al lado de Teodoro de Tarso, obispo de Cantorbery, y de Adriano, que partían para la Gran Bretaña. Adriano se detuvo de momento en Francia; pero Benito y Teodoro llegaron felizmente al territorio de Kent, en Inglaterra.

Y con esto comienza la etapa más característica y fecunda de la santa vida de San Benito Biscop. Hallábase entonces la Iglesia de la Gran Bretaña en un momento decisivo. La obra de conversión de los anglosajones, iniciada en Kent en 597 por San Agustín y sus treinta y nueve compañeros, seguía avanzando a través de graves dificultades. Al territorio de Kent siguieron los de Essex, la Northumbria y otras provincias o reinos de la Heptarquía. El año 664 fue de gran trascendencia; pues, patrocinada por el cristiano rey Oswy de Northumbria, se celebró la célebre discusión entre los antiguos celtas y los nuevos cristianos, con lo que se llegó sustancialmente a la unión. El nuevo arzobispo de Cantorbery y primado de Inglaterra, Teodoro de Tarso, tomó posesión de su sede en 669 y completó durante los decenios siguientes la organización de la Gran Bretaña cristiana.

Pues bien, en esta obra, fundamental y definitiva, uno de sus principales colaboradores fue San Benito Biscop, quien, con su virtud, sus conocimientos teológicos y su indomable actividad, trabajó incansablemente por consolidar la vida religiosa en Inglaterra. Efectivamente, el nuevo primado Teodoro nombró inmediatamente a Benito abad del monasterio de San Pedro y San Pablo, de Cantorbery. Era un puesto de gran influjo, desde el cual trabajó Benito durante dos años con gran celo y extraordinario fruto. Pero, a la llegada de Adriano en 671, descargó en él esta dignidad, y por cuarta vez se dirigió a la Ciudad Eterna. Benito había formado amplios planes de fundación de nuevos monasterios en Inglaterra, para lo cual necesitaba estudiar detenidamente en Roma toda la disciplina eclesiástica y las reglas monásticas. Con este objeto permaneció largo tiempo en Roma, visitó diversas partes de Italia; se procuró una buena y selecta biblioteca de los mejores libros religiosos y una gran cantidad de reliquias y de cuadros de Nuestro Señor, de la Santísima Virgen y de algunos santos.

Con todos estos preparativos volvió de nuevo San Benito, en 674, a Northumbria, donde el sucesor de Oswy, Egfrido, le hizo una entusiasta acogida y le entregó grandes terrenos para la construcción de un monasterio. Rápidamente puso Benito manos a la obra, levantando en la desembocadura del río Wear el monasterio, denominado por eso mismo Wearmouth, que tanta fama tuvo luego en la historia, y que él puso bajo el patronato de San Pedro. Mientras se terminaba la obra del monasterio, San Benito se dirigió a Francia, de donde trajo arquitectos y obreros especializados para la construcción en piedra, con los cuales levantó la iglesia de Wearmouth, que fue la primera que se construyó en piedra en la Gran Bretaña conforme al estilo de las de Francia e Italia. Hasta entonces se construían sólo en madera, como se había hecho en Lindisfarne. Por otra parte, hizo adornar la nueva iglesia con altares, frescos y vidrieras de colores, lo cual constituía otra insigne novedad en Inglaterra, con lo cual y con la multitud de imágenes que colocó en los altares, contribuyó eficazmente a que el pueblo comprendiera mejor los misterios de la religión cristiana.

Tal satisfacción produjo en el rey la obra de Benito, que le asignó otra cantidad de terreno a la ribera del Tyne, donde fue construido el monasterio de Jarrow, que se puso bajo la advocación de San Pablo. Ambos monasterios, a corta distancia uno de otro, fueron considerados casi como uno solo, que gobernó durante algún tiempo el mismo fundador, San Benito Biscop. Pero más tarde nombró un abad para cada uno, sobre todo cuando tuvo que ausentarse en su nueva peregrinación a Roma. En la iglesia de San Pedro de Wearmouth colocó hermosos cuadros de la Santísima Virgen y de los doce apóstoles, la historia del Evangelio y las visiones o revelaciones de San Juan. El de San Pablo de Jarrow lo embelleció con diversas pinturas, que dispuso en tal forma que presentaran la armonía entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y juntamente la correspondencia entre los tipos de uno y la realidad del otro. Así, Isaac, llevando a cuestas la leña que debía servir para su propio sacrificio, era explicado por Jesucristo, llevando su propia cruz en la que debía él mismo ser sacrificado. Y, de un modo semejante, la serpiente de bronce de Moisés, en lo alto de un palo, quedaba ilustrada por Jesucristo levantado en la cruz.

Para completar su obra, hizo San Benito su quinto y último viaje a Roma, de donde trajo gran cantidad de reliquias y de libros. Más aún. Deseando introducir en Inglaterra en toda su perfección y grandiosidad los oficios litúrgicos y todas las ceremonias del rito latino, obtuvo del papa San Agatón (678-681) le diera como compañero al abad de San Martín, llamado Juan, maestro de música y de ceremonias de San Pedro del Vaticano. Así, pues, el abad Juan acompañó a San Benito a Inglaterra e introdujo allí la música gregoriana, la liturgia y todo el ceremonial romano, todo lo cual contribuyó eficazmente a elevar el espíritu religioso del país. En realidad, los dos monasterios fundados por San Benito constituyeron desde entonces dos centros de cultura religiosa y progreso medieval. Sus bien equipadas bibliotecas, la magnificencia de sus iglesias y el esplendor de su liturgia, obra todo ello de las fatigas de San Benito Biscop, contribuyeron a la formación de aquellos ejércitos de misioneros, que más tarde emigraron al continente europeo para devolverle con creces el bien que de él habían recibido.

Durante toda su vida, San Benito Biscop fue para todos un ejemplo viviente del más puro amor de Dios y de todas las virtudes religiosas. Pero esto se manifestó de un modo especial en los últimos años de su vida. Débil ya por su edad y por varias enfermedades, dio a todos ejemplo de paciencia y resignación cristiana, que a las veces se transformaba en verdadera alegría espiritual. Durante su larga enfermedad, sentía especial complacencia, a fuer de buen anciano, en relatar sus correrías apostólicas y sus viajes a Roma, así como también los admirables ejemplos de que había sido testigo en multitud de casas religiosas. Y cuando ya no se sentía con fuerzas para hablar ni para rezar, hacía venir un monje para que le recitara las horas del oficio divino, que él seguía en la forma que le era posible. Así lo hizo, sobre todo, durante los tres últimos años de su vida, en que una parálisis le impedía casi todo movimiento.

Particularmente digno de mención es su constante esfuerzo por mantener la presencia de Dios, de donde brotaban aquellas ardientes exhortaciones que dirigía de cuando en cuando a sus discípulos:

«No consideréis como cosa mía las constituciones que yo os he dado. Después de visitar diecisiete monasterios, que vivían en la mejor observancia, procuré hacer una síntesis de las reglas y prácticas religiosas que me parecieron mejores, y esto es lo que os he dado a vosotros. Tal es mi testamento».

De esta manera, después de recibir con admirable fervor el Santo Viático, descansó dulcemente en el Señor el 12 de enero del año 690. Las dos abadías de Wearmouth y de Jarrow conservaron su memoria con gran veneración hasta que desaparecieron por efecto del cisma anglicano promovido por Enrique VIII.

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