San Sebastián

Por: Juan Ferrando Roig | Fuente: Año Cristiano (2002)

Soldado y mártir (+ ca.304)

Después de la persecución de Valeriano, el emperador Galieno, su sucesor, dirigió un rescripto a los obispos por el que les permitía reanudar el culto cristiano y ocupar las iglesias que unos años antes les habían sido confiscadas. Los emperadores siguientes respetaron aquel rescripto y el cristianismo gozó de un largo período de paz. Si se dieron casos de persecución en provincias, ello fue debido más al celo intempestivo de algún prefecto que a la voluntad expresa del emperador.

Durante los años que transcurrieron del 260 hasta rayar el siglo IV, la Iglesia completó la organización por todo el Imperio y afianzó su prestigio. Había muchos cristianos en todas partes, llegando a ser mayoría en algunas ciudades de Asia Menor. Los había entre los funcionarios públicos, entre los cargos palatinos y en la milicia. Fue preciso edificar nuevos templos espaciosos, pues los locales construidos en el decurso del siglo III no bastaban para atender a la multitud de fieles. Quedaba muy lejos el tiempo aquel en que los cristianos eran mal vistos y acusados de los peores crímenes.

Los cristianos podían pensar que había llegado el momento de su triunfo sin nuevas pruebas. Mas, contra todas las previsiones, se presentó una nueva persecución; la más cruel y duradera de todas. El historiador Eusebio nos explica por qué la Providencia permitió una prueba tan dura. Eusebio vivió aquellos hechos y sus palabras nos dan la clave de otras persecuciones habidas en la larga historia de la Iglesia.

«Como comenzásemos a abandonarnos en la negligencia y desidia —confiesa humildemente— debido al mal uso de tantos años de libertad, y unos a tener envidia y criticar a otros; como nos hiciéramos nosotros mismos mutua guerra, hiriéndonos de palabra a modo de armas y lanzas; como los prelados luchasen contra prelados y pueblos contra pueblos, levantando revueltas y tumultos; finalmente, como imperase el fraude y el engaño hasta el ápice de la malicia, entonces la divina Justicia empezó a amonestarnos primero con brazo suave, como acostumbra, casi sin sentir, y moderadamente, sin tocar aún al cuerpo general de la Iglesia y pudiéndose reunir todavía las multitudes de fieles libremente; la persecución estalló en sus comienzos por los que ejercían la milicia».

Sucedía eso a fines del siglo III. El Imperio era gobernado por Diocleciano, hombre inteligente pero escéptico, en Oriente. Italia y todo el Occidente estaba en manos del emperador Maximiano, vanidoso e inculto. Fue éste el primero que emprendió la depuración de elementos cristianos en sus tropas. A los oficiales se les degradaba de momento; los veteranos eran echados ignominiosamente del ejército. Han llegado hasta nosotros los nombres de varios mártires pertenecientes a la milicia: Maximiano en Tebaste, Víctor en Marsella, Marcelo en Tánger, el veterano Julio en Mesia, Emeterio y Celedonio en Calahorra. Pero el más ilustre de todos fue, sin duda alguna, San Sebastián, en Roma.

Se conservan los restos de San Sebastián, así como la catacumba en donde fue sepultado, con el lugar del sepulcro. Hay noticia de su culto, antiguo y nunca interrumpido. En cambio, no poseemos ningún relato contemporáneo de su martirio. La «pasión» o relato del martirio fue escrita un par de siglos más tarde y, aunque verídica en lo sustancial, es dudosa en ciertos detalles y contraria en algunos hechos históricos conocidos.

Mas, como se trata del único documento que relata el martirio del Santo, en él han debido de apoyarse los hagiógrafos posteriores.

Sebastián, hijo de padre militar y noble, era oriundo de Narbona, pero creció y fue educado en Milán. De muy joven emprendió la carrera militar y llegó a capitán de la primera cohorte de la guardia pretoriana, cargo que sólo se daba a personas ilustres. Era respetado por todos y apreciado por el emperador. Lo que ignoraba éste es que Sebastián fuera cristiano de corazón.

El noble capitán cumplía con disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe íntima; aunque se valía de su posición privilegiada para ejercer el apostolado seglar entre los compañeros de milicia y en ayudar ocultamente a los cristianos.

Visitaba a los encarcelados por causa de Cristo, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a los que padecían tormento.

Según la «pasión», intervino de un modo especial en sostener la fe de dos caballeros romanos, Marco y Marceüano, hermanos mártires, cuyo sepulcro fue identificado a principios del presente siglo cerca de la catacumba de San Sebastián.

La conducta de San Sebastián no era de cobardía, sino de cautela, y estaba de acuerdo con lo que, en distintas ocasiones, habían exhortado los prelados. El martirio se podía pedir a Dios, pero no se debía provocar, pues eso hubiera sido tentar a Dios, obligándole a conceder unas gracias especialísimas fuera de lo ordinario. El proceder de Sebastián fue, pues, el de simultanear, mientras pudo, el cargo de soldado del emperador pagano con el otro cargo de soldado de Cristo.

Esta situación duró hasta el día en que llegó la denuncia, en parte temida y en parte deseada, y se enteró el emperador. Maximiano le hizo comparecer a su presencia, reprochó su conducta y le colocó en la disyuntiva de abandonar su religión o perder el honroso cargo. Sebastián tuvo que escoger entonces una de las dos milicias. Como pudo más la convicción y su conciencia que la posición encumbrada y el bienestar material, escogió a Cristo. No soportó el emperador aquel desaire y le amenazó con la muerte. Pero Sebastián sentía por todo su ser la gracia sacramental de la confirmación que le empujaba al martirio y no dio el brazo a torcer. En vista de ello, Maximiano le condenó, sin más dilación, a morir asaeteado. Los sagitarios se lo llevaron al estadio del Palatino; desnudo lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de flechas. Luego se retiraron indiferentes, dejando el cuerpo erizado y dándolo por muerto.

Mas no fue así. Sus íntimos, que estaban al acecho, fueron allí y, encontrándolo vivo aún, lo desataron y se hicieron con él.

La «pasión» nos ha conservado el nombre de la santa matrona que lo escondió en su propia casa y le curó las heridas. Se llamaba Irene, y en los catálogos antiguos su nombre se encuentra entre los santos del día 22 de enero.

Pasado un tiempo, Sebastián quedó completamente restablecido. Sus íntimos le aconsejaban que se ausentara de Roma; mas él, que ya se había encariñado con la idea del martirio, en vez de esconderse se presentó un buen día ante el emperador y le pidió, con singular entereza, que dejara ya de perseguir a los cristianos. Maximiano, salido que hubo de su asombro, pues lo creía muerto, no se dejó ablandar, antes al contrario, enojado por todo aquello, le mandó azotar horriblemente hasta morir.

Luego los soldados echaron el cuerpo en un albañal inmundo.

Mas los cristianos fueron de noche, lo recogieron y enterraron en un cementerio subterráneo de la Via Apia.

Esta catacumba, que hoy lleva el nombre de San Sebastián, se halla a poco más de dos kilómetros de las antiguas murallas que circundaban la urbe. Durante el siglo IV, cuando la Iglesia pudo desenvolverse con toda libertad, se erigió una pequeña iglesia subterránea en el lugar de la tumba. En la parte superior edificaron, por el mismo tiempo, otra basílica de mayores proporciones, dedicada a San Pedro y San Pablo, pues desde el siglo anterior se venía dando culto a los dos apóstoles en aquella catacumba. Esta basílica cambió de nombre en el siglo IX y lleva desde entonces el del mártir Sebastián. Para el visitante de hoy, la iglesia ofrece un aspecto moderno, pero debajo de las molduras y estucos barrocos está la estructura romana del siglo IV. La estatua de San Sebastián que preside el altar, obra de Giorgetti, es muy venerada por el pueblo romano. Cerca del lugar del
martirio, en el Palatino, hay otra iglesia dedicada al santo mártir.

El culto a San Sebastián como protector contra la peste data de muy antiguo. En el año 680, la ciudad de Roma estaba infectada de este mal. Entonces erigieron un altar con la imagen del Santo en la basílica de San Pedro.

La gente fue a invocarle y, según rezan las crónicas, la peste cesó al punto. El hecho se divulgó rápidamente y desde entonces es invocado en todas partes. En España son innumerables las ermitas y capillas dedicadas en honor suyo y son muy pocas las parroquias rurales que no tengan el altar de San Sebastián. Tan sólo en Cataluña tiene 61 iglesias dedicadas. También data de muy antiguo en los anales de la Iglesia el invocar a San Sebastián contra los enemigos de la religión junto con otros dos santos caballeros, San Mauricio y San Jorge.

En el cielo está con doble aureola de mártir, pues padeció doble martirio, que si el segundo le quitó la vida, le bastara el primero a quitársela de no haberlo dispuesto Dios de otro modo, para mayor gloria del Santo y ejemplo de los cristianos pusilánimes.

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