He aquí el madero de la cruz. Meditaciones para el Viernes Santo.

1. «Mirarán al que traspasaron». Con estas palabras cierra el evangelista Juan su exposición de la pasión del Señor; con estas palabras abre la visión de Cristo en el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, que deberíamos llamar «revelación secreta». Entre esta doble cita de la palabra profética veterotestamentaria se halla distendida toda la historia: entre la crucifixión y la vuelta del Señor. En estas palabras se habla, simultáneamente, del anonadamiento del que murió en el Gólgota como un ladrón, y de la fuerza del que vendrá a juzgar al mundo y a nosotros mismos.

«Mirarán al que traspasaron». En el fondo, todo el evangelio de Juan no es sino la realización de esta palabra, el esfuerzo por orientar nuestras miradas y nuestros corazones hacia él. Y la liturgia de la Iglesia no es otra cosa que la contemplación del traspasado, cuyo desfigurado rostro descubre el sacerdote a los ojos del mundo y de la Iglesia en el punto culminante del año litúrgico, la festividad del viernes santo. «Ved el madero de la cruz, del que cuelga la salvación del mundo». «Mirarán al que traspasaron».

Señor, concédenos que te contemplemos en esta hora de tu ocultamiento y tu anonadamiento, a través de un mundo que desea suprimir la cruz como una desgracia molesta, que se oculta a tu vista y considera una pérdida inútil de tiempo el fijarse en ti, sin saber que llegará un momento en que nadie podrá esconderse a tu mirada.

Juan da testimonio de la lanzada al crucificado con una especial solemnidad que deja entrever la importancia que concede a este hecho. En la narración, que cierra con una fórmula casi juramental, incluye dos citas del Antiguo Testamento que iluminan el sentido de este acontecimiento. «No le quebrarán hueso alguno», dice Juan, y cita una frase del ritual de la pascua judía, una de las prescripciones acerca del cordero pascual. Con esto da a conocer que Jesús, cuyo costado fue traspasado a la misma hora en que tenía lugar el sacrificio ritual de los corderos pascuales en el templo, es el verdadero cordero pascual, inmaculado, en quien por fin se realiza el sentido de todo culto y de todo ritual, y en quien se hace visible lo que en realidad significa el culto.

Todo culto precristiano descansaba, en el fondo, en la idea de la sustitución: el hombre sabe que para honrar a Dios de forma conveniente debe entregarse a él por completo, pero experimenta la imposibilidad de hacerlo y entonces introduce un sustitutivo: cientos de holocaustos arden sobre los altares de los antiguos, constituyendo un culto impresionante. Pero todo resulta inútil porque no hay nada que pueda sustituir en realidad al hombre: por mucho que éste ofrezca, siempre es poco. Así lo indican las críticas de los profetas al culto, imbuido de un excesivo ritualismo: Dios, al que pertenece todo el mundo, no necesita vuestros machos cabríos y vuestros toros; la pomposa fachada del rito sólo sirve para ocultar el olvido de lo esencial, del llamamiento de Dios, que nos quiere a nosotros mismos y desea que le adoremos con la actitud de un amor sin reservas.

Mientras los corderos pascuales sangran en el templo, muere un hombre fuera de la ciudad, muere el Hijo de Dios, asesinado por los que creen honrar a Dios en el templo. Dios muere como hombre; se entrega a sí mismo a los hombres, que no pueden dársele, sustituyendo así los cultos infructuosos con la realidad de su inmenso amor. La carta a los hebreos explana más a fondo esta breve cita del evangelio de Juan, e interpreta la liturgia judía del día de la reconciliación como un prólogo plástico para la auténtica liturgia de la vida y muerte de Jesucristo. Lo que sucedió a los ojos del mundo como un hecho exclusivamente profano, como el juicio de un hombre condenado por seductor político, fue en realidad la única liturgia auténtica de la historia humana; la liturgia cósmica por la que Jesús, no en el limitado círculo de la actividad litúrgica — el templo— , sino ante todo el mundo, se presenta ante el Padre, a través de su muerte en el verdadero templo, sin necesitar la sangre de las víctimas, porque se entrega a sí mismo como corresponde al verdadero amor. La realidad del amor que se entrega a sí mismo termina con todos los sustitutivos. El velo del templo se ha rasgado y, probablemente, ya no queda más culto que la participación en el amor de Jesucristo, que es el día eterno de la reconciliación cósmica. Naturalmente, la idea del sustituto, de la sustitución, ha recibido con Cristo un nuevo sentido inimaginable. A través de Jesucristo, Dios se ha puesto en nuestro lugar y ahora vivimos sólo de este misterio de la sustitución.

El segundo texto del Antiguo Testamento, incluido en la escena de la lanzada, deja más claro aún lo que hemos dicho, aunque es difícil de entender en sí mismo. Juan dice que un soldado abrió el costado de Jesús con una lanza. Para ello utiliza la misma palabra que emplea el Antiguo Testamento en el relato de la creación de Eva a partir de la costilla de Adán, mientras éste dormía. Prescindiendo de lo que signifique exactamente esta cita, resulta bastante claro que el misterio creador de la unión y el contacto entre el hombre y la mujer se repite en la relación entre Cristo y la humanidad creyente. La Iglesia nació del costado abierto de Cristo muerto; dicho de otra forma menos simbólica: la muerte del Señor, la radicalidad de su amor, que alcanza hasta la entrega definitiva, es precisamente la que fundamenta sus frutos. Al no quererse encerrar en el egoísmo del que sólo vive para sí y se sitúa por encima de todos los otros, se abrió y salió de sí mismo a fin de existir para los demás, con lo que sus méritos se extienden a todas las épocas. El costado abierto es, pues, el símbolo de una nueva imagen del hombre, de un nuevo Adán; define a Cristo como al hombre que existe para los demás. Es posible que sólo a partir de aquí se comprendan las profundas afirmaciones de la fe sobre Jesucristo, igual que a partir de aquí resulta clara la misión inmediata del crucificado en nuestras vidas.

La fe dice sobre Jesucristo que él es una sola persona en dos naturalezas; el primitivo texto griego del dogma afirma, con más exactitud, que es una sola «hipóstasis». Al correr de la historia se ha interpretado esto frecuentemente mal, como si a Jesucristo le faltase algo en su ser humano, como si para ser Dios le fuese preciso ser menos hombre en algún aspecto. Pero ocurre lo contrario: Jesús es el hombre verdadero, perfecto, al que debemos asemejarnos todos nosotros para llegar a ser realmente hombres. Y esto radica en que él no es «hipóstasis», estar-en-sí-mismo. Porque por encima del poder estar en sí mismo se encuentra el no poder ni querer estar en sí mismo, el salir de sí para caminar hacia los otros, partiendo de Dios Padre. Jesús no es otra cosa que el movimiento hacia el Padre y hacia los demás hombres. Y precisamente porque ha roto radicalmente el círculo que le rodeaba es, al mismo tiempo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Precisamente porque existe para los demás es, totalmente, él mismo, meta de la verdadera esencia humana. Hacerse cristiano significa hacerse hombre, existir para los otros y existir a partir de Dios. El costado abierto del crucificado, la herida mortal del nuevo Adán, es el punto de partida del verdadero ser hombre del hombre. «Mirarán al que traspasaron».



2. Miremos de nuevo el costado abierto de Cristo crucificado, ya que esta mirada es el sentido íntimo del viernes santo, que desea apartar nuestra vista de los atractivos del mundo, de la Fata Morgana de sus ofrecimientos y promesas, y dirigirla hacia el verdadero punto que puede mantenernos orientados a través del laberinto de callejuelas que sólo sirven para hacernos dar vueltas. Juan piensa que la Iglesia, en el fondo, toma su origen del costado traspasado de Cristo, incluso de otra forma distinta a como se ha expresado hasta ahora. Indica que de la herida del costado brotaron sangre y agua. Sangre y agua representan para él los dos sacramentos fundamentales, eucaristía y bautismo, que, a su vez, significan el contenido auténtico de la esencia de la Iglesia. Bautismo y eucaristía son las dos formas como los hombres se introducen en el ámbito vital de Cristo. Porque el bautismo significa que un hombre se hace cristiano, que se sitúa bajo el nombre de Jesucristo. Y este situarse bajo un nombre representa mucho más que un juego de palabras; podemos comprender su sentido a través del hecho del matrimonio y de la comunidad de nombres que se origina entre dos personas, como expresión de la unión de sus seres. El bautismo, que como plenitud sacramental nos liga al nombre de Cristo, significa, pues, un hecho muy parecido al del matrimonio: penetración de nuestra existencia por la suya, inmersión de mi vida en la suya, que se convierte así en medida y ámbito de mi ser.

La eucaristía significa sentarse a la mesa con Cristo, uniéndonos a todos los hombres, ya que al comer el mismo pan, el cuerpo del Señor, no sólo lo recibimos, sino que nos saca de nosotros mismos y nos introduce en él, con lo que forma realmente su Iglesia.

Juan relaciona ambos sacramentos con la cruz, los ve brotar del costado abierto del Señor y encuentra que aquí se cumple lo dicho por él en el discurso de despedida: me voy y vuelvo a vosotros. En cuanto que me voy, vuelvo; sí, mi ida — la muerte en la cruz— es también mi vuelta. Mientras vivimos, el cuerpo es no sólo el puente que nos une unos a otros, sino la frontera que nos separa y nos relega al ámbito impenetrable de nuestro yo, de nuestro ser espaciotemporal. El costado abierto se convierte de nuevo en símbolo de la apertura que el Señor nos ha proporcionado con su muerte: las fronteras del cuerpo ya no le ligan, el agua y la sangre de su costado inundan la historia; por haber resucitado, es el espacio abierto que a todos nos llama. Su vuelta no es un acontecimiento lejano del final de los tiempos, sino que ha comenzado en la hora de su muerte, cuando al irse se introdujo de nuevo entre nosotros. De este modo, en la muerte del Señor se ha realizado el destino del grano de trigo. Si éste no cae a tierra queda solo; pero si cae en la tierra y muere produce gran fruto. Todavía nos alimentamos de este fruto del grano de trigo muerto: el pan de la eucaristía es la comunicación inagotable del amor de Jesucristo, suficientemente rico para saciar el hambre de todos los siglos y que, naturalmente, exige también nuestra cooperación en favor de esta multiplicación de los panes. El par de panes de cebada de nuestra vida puede parecer inútil, pero el Señor los necesita y los exige.

Los sacramentos de la Iglesia son, como ella misma, frutos del grano de trigo muerto. El recibirlos exige de nosotros que nos introduzcamos en ese movimiento del que ellos proceden. Exige de nosotros ese perderse a sí mismo, sin el que es imposible encontrarse: «El que quiera guardar su vida la perderá; pero el que quiera perderla por mí y por el evangelio, la encontrará». Estas palabras del Señor son la fórmula fundamental de la vida cristiana. En definitiva, creer no es otra cosa que decir sí a esta santa aventura del perderse, lo que en su núcleo más íntimo se reduce al amor verdadero. De esta forma, la vida cristiana adquiere todo su esplendor a partir de la cruz de Jesucristo; y la apertura cristiana al mundo, de la que tanto oímos hablar hoy día, sólo puede encontrar su verdadera imagen en el costado abierto del Señor, expresión de aquel amor radical que es el único que puede salvarnos.

Agua y sangre brotaron del cuerpo traspasado del crucificado. Así, lo que es primordialmente señal de su muerte, de su caída en el abismo, es, al mismo tiempo, un nuevo comienzo: el crucificado resucitará y no volverá a morir. De las profundidades de la muerte brota la promesa de la vida eterna. Sobre la cruz de Jesucristo brilla ya el resplandor glorioso de la mañana de pascua. Vivir con él de la cruz significa, pues, vivir bajo la promesa de la alegría pascual.

Peticiones para el viernes santo

Oremos por la santa Iglesia de Dios:

Para que tú, Señor, la conduzcas en medio de esta época de desconcierto, de búsqueda y de problemas…

Para que le envíes hombres santos, que vivan plenamente la fe en medio de nuestro tiempo…

Para que nos concedas la concordia, la paciencia mutua, la fuerza del amor y el entusiasmo necesario para vivir la locura de la fe:

Kyrie eleison

Oremos por todos los que buscan, por todos los discutidos, por todos los que se equivocan:

Para que tú, Señor, ante la huida seductora a las frases hechas, ante la dictadura del camino más fácil, ayudes a los que buscan y des fuerzas a los discutidos; para que alientes a todos los removidos de sus cátedras, en medio de la inutilidad tremenda que amenaza con aplastarlos…

Para que seas luz en el equívoco que nos hace vacilar…

Para que quieras mostrarte a todos los que yerran, a los perseguidores, que quizás te buscan en el fondo:

Kyrie eleison

Oremos por la paz del mundo, por los hambrientos, por los que sufren necesidad, por los perseguidos y enfermos.

Señor, no olvides la terrible y pluriforme necesidad que agobia a los hombres. Son tus hijos, acuérdate de ellos. Concede la paz a los territorios donde no existe, ya que sólo tú puedes hacerlo en medio de este endurecimiento del hombre. Alimenta a los hambrientos, viste a los desnudos, consuela a los fracasados; tú, Dios de todo consuelo.

Kyrie eleison

Oración para el viernes santo

Señor Jesucristo, en este viernes santo concédenos que te contemplemos a ti y a tu corazón traspasado. Concédenos que nuestros ojos y nuestro espíritu, embebidos todo el día en lo vano y vulgar, entrevean alguna vez a través de los bastidores de este mundo al verdadero salvador: a ti, el grano de trigo muerto, del que procede ese fruto centuplicado de amor del que todos vivimos. Señor, cómo vacilamos, cómo nos resistimos cuando tú quieres tomarnos como al grano de trigo, cuando quieres sacarnos del ridículo refugio de autopreservación en el que nos hemos escondido jactanciosamente. Tú sabes lo débiles que somos, qué poco soportamos la oscuridad, qué angustiosamente nos agarramos a nosotros mismos. Líbranos; condúcenos más allá de los umbrales de nuestro miedo, y lo que no podamos, concédenoslo por las inagotables riquezas de tu corazón abierto. Amén.

Texto tomado de:
Ratzinger, J. (1967). Ser cristiano. Salamanca: Ediciones Sígueme. págs. 99-108.

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