Sobre las tinieblas de los corazones brilla su luz. Meditaciones para el Sábado Santo.

En nuestro tiempo se oye hablar cada vez con mayor insistencia de la muerte de Dios. Por primera vez, en Jean Paul[1], se trata sólo de una pesadilla: «Jesús muerto anuncia a los muertos, desde el tejado del mundo, que en su viaje al más allá no ha encontrado nada, ni cielo, ni Dios misericordioso, sino sólo la nada infinita, el silencio del vacío abierto de par en par». Se trata todavía de un horrible sueño, el cual, al despertar, gimiendo se deja a un lado, aunque no se logrará jamás olvidar la angustia sufrida, que estaba siempre al acecho, oculta, en el fondo del alma.

Un siglo más tarde, en Nietzsche, hay una seriedad mortal que se expresa en un grito penetrante de terror: «¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!». Cincuenta años después, se habla de ello con un distanciamiento académico y se nos prepara a una «teología después de la muerte de Dios», se mira alrededor para ver cómo se puede continuar y se anima a los hombres a prepararse para ocupar el puesto de Dios.

El misterio terrible del Sábado Santo, su abismo de silencio, ha adquirido en nuestro tiempo una realidad aplastante. Ya que esto es el Sábado Santo: día de la ocultación de Dios, día de esa paradoja inaudita que nosotros expresamos en el Credo con las palabras «descendió a los infiernos», descendió dentro del misterio de la muerte.

El Viernes Santo podíamos mirar aún al traspasado. El Sábado Santo está vacío, la pesada piedra del sepulcro nuevo cubre al difunto, todo ha pasado, la fe parece haber sido desenmascarada como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se decía Hijo suyo. Se puede estar tranquilo: los prudentes que antes habían dudado un poco en lo profundo de su ser si tal vez pudiese ser distinto, han tenido en cambio razón.

Sábado Santo: día de la sepultura de Dios; ¿no es éste, de una manera impresionante, nuestro día? ¿No comienza nuestro siglo a ser un gran Sábado Santo, día de la ausencia de Dios, en el que hasta los discípulos tienen un vacío helador en el corazón que se hace cada vez más grande, y por este motivo se disponen, llenos de vergüenza y de angustia, a volver a casa y se encaminan a escondidas y destruidos en su desesperación hacia Emaús, no dándose cuenta en absoluto de que aquel que creían muerto estaba en medio de ellos?

Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado: ¿nos hemos dado cuenta de que esta frase está tomada casi al pie de la letra de la tradición cristiana y que nosotros hemos repetido a menudo en nuestros viae crucis algo parecido sin darnos cuenta de la gravedad tremenda de cuanto decíamos? Nosotros lo hemos matado, recluyéndolo en la concha rancia de nuestros pensamientos habituales, exiliándolo a una forma de piedad sin contenido de realidad y perdida en el giro de las frases devocionales o de las preciosidades arqueológicas; nosotros lo hemos matado a través de la ambigüedad de nuestra vida, que ha extendido un velo de oscuridad también sobre él: en efecto, ¿qué habría podido hacer más problemático en este mundo a Dios, que la problematicidad de la fe y del amor de sus creyentes?

La oscuridad divina de este día, de este siglo que se convierte cada vez en mayor medida en un Sábado Santo, habla a nuestra conciencia. También nosotros tenemos que ver con ella. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador. La muerte de Dios en Jesucristo es al mismo tiempo expresión de su solidaridad radical con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es al mismo tiempo el signo más claro de una esperanza que no tiene límites. Y una cosa más: sólo a través del fracaso del Viernes Santo, sólo a través del silencio de muerte del Sábado Santo los discípulos pudieron ser llevados a la comprensión de lo que era verdaderamente Jesús y de lo que su mensaje significaba en realidad. Dios debía morir por ellos para poder vivir realmente en ellos. La imagen que se habían formado de Dios, en la que habían tratado de encerrarlo, debía ser destruida para que ellos, a través de los escombros de la casa derribada, pudieran ver el cielo, a él mismo, que permanece siempre el infinitamente más grande. Nosotros tenemos necesidad del silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza y el abismo de nuestra nada que se haría cada vez más grande si no estuviese él.

Hay una escena en el Evangelio que anticipa de un modo extraordinario el silencio del Sábado Santo y aparece una vez más, por tanto, como el retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en una barca que, zarandeada por la tempestad, parece naufragar. El profeta Elías se había reído en una ocasión de los sacerdotes de Baal, que invocaban inútilmente a grandes voces a su dios para que hiciera descender fuego sobre el sacrificio, exhortándoles a gritar más fuerte, no fuera que su dios estuviese dormido. ¿Pero no duerme Dios realmente? El escarnio del profeta, ¿no toca finalmente también a los creyentes del Dios de Israel que viajan con él en una barca que parece naufragar? Dios duerme mientras sus cosas parecen naufragar, ¿no es ésta la experiencia de nuestra vida? La Iglesia, la fe, ¿no se asemejan a una pequeña barca que parece naufragar, que lucha inútilmente contra las olas y el viento, mientras Dios está ausente? Los discípulos gritan en la desesperación extrema y sacuden al Señor para despertarlo, pero él se muestra sorprendido y les reprocha su poca fe. ¿Pero acaso es distinto para nosotros?

Cuando la tempestad pase nos daremos cuenta en qué medida nuestra poca fe estaba cargada de insensatez. Y, no obstante, oh Señor, no podemos hacer otra cosa que sacudirte, Dios que estás en silencio y duermes, y gritarte: despierta, ¿no ves que naufragamos? Despierta, no dejes que dure eternamente la oscuridad del Sábado Santo, deja caer un rayo de Pascua también sobre nuestros días, acompáñanos cuando nos dirigimos desesperados hacia Emaús para que nuestro corazón se pueda encender con tu cercanía. Tú que has guiado en lo escondido los caminos de Israel para ser finalmente hombre con los hombres, no nos dejes en la oscuridad, no permitas que tu palabra se pierda en el gran derroche de palabras de estos tiempos. Señor, danos tu ayuda, porque sin ti naufragaremos.

2. La ocultación de Dios a este mundo constituye el verdadero misterio del Sábado Santo, misterio al que se alude ya en las enigmáticas palabras según las cuales Jesús «descendió a los infiernos». Al mismo tiempo, la experiencia de nuestra época nos ha ofrecido una aproximación completamente nueva al Sábado Santo, ya que la ocultación de Dios al mundo que le pertenece y que debería anunciar con mil lenguas su nombre, la experiencia de la impotencia de Dios que es no obstante el Omnipotente, es la experiencia y la miseria de nuestro tiempo.

Pero si bien el Sábado Santo se nos ha aproximado profundamente de esta manera, si bien nosotros comprendemos al Dios del Sábado Santo más que la manifestación potente de Dios en medio de los truenos y los relámpagos, de la que habla el Antiguo Testamento, no obstante, permanece irresoluta la cuestión de saber qué se entiende verdaderamente cuando se dice de manera misteriosa que Jesús «descendió a los infiernos». Digámoslo con toda claridad: nadie está en disposición de explicarlo verdaderamente. Ni queda más claro diciendo que aquí infierno es una mala traducción de la palabra hebrea shêol, que indica sencillamente todo el reino de los muertos, y, por tanto, la fórmula querría decir en origen sólo que Jesús descendió a la profundidad de la muerte, está realmente muerto y ha participado en el abismo de nuestro destino de muerte. Y surge entonces la pregunta: ¿qué es realmente la muerte y qué sucede efectivamente cuando se desciende a las profundidades de la muerte?

Debemos detener aquí nuestra atención ante el hecho de que la muerte ya no es lo mismo después de que Cristo la ha sufrido, después de que él la ha aceptado y penetrado, del mismo modo que la vida, el ser humano ya no es lo mismo después de que en Cristo la naturaleza humana pudo entrar en contacto, y de hecho entró, con el ser propio de Dios. Antes la muerte sólo era muerte, separación de la tierra de los vivos y, si bien con distinta profundidad, algo parecido a «infierno», lado nocturno de la existencia, oscuridad impenetrable. Ahora, sin embargo, la muerte es también vida y cuando nosotros atravesamos la glacial soledad del umbral de la muerte, nos encontramos siempre de nuevo con aquel que es la vida, que ha querido convertirse en el compañero de nuestra soledad última y que, en la soledad mortal de su angustia en el huerto de los Olivos y de su grito en la Cruz «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», se ha hecho partícipe de nuestro abandono.

Si un niño se tuviese que aventurar solo en la noche oscura a través de un bosque, tendría miedo aunque se le demostrara cien veces que no había ningún peligro. Él no tiene miedo de algo determinado, a lo que se le pueda dar un nombre, sino que en la oscuridad experimenta la inseguridad, la condición de huérfano, el carácter siniestro de la existencia en sí. Sólo una voz humana podría consolarlo; sólo la mano de una persona querida podría ahuyentar como un feo sueño la angustia. Se da una angustia —verdadera, que anida en las profundidades de nuestras soledades— que no puede ser superada mediante la razón, sino sólo con la presencia de una persona que nos ama.

En efecto, esta angustia no tiene un objeto al que se pueda dar un nombre, es sólo la expresión terrible de nuestra soledad última. ¿Quién no ha tenido la espantosa sensación de esta condición de abandono? ¿Quién no advertiría el milagro santo y consolador que sería en medio de estas dificultades una palabra de afecto? Sin embargo, allá donde se da una soledad tal que no puede llenarse ya por la palabra transformadora del amor, entonces nosotros hablamos de infierno. Y nosotros sabemos que no pocos hombres de nuestro tiempo, aparentemente tan optimista, son de la opinión de que todo encuentro se queda en la superficie, que ningún hombre tiene acceso a la última y verdadera profundidad del otro y que, por tanto, en el fondo último de toda existencia subyace la desesperación, más aún, el infierno. Jean-Paul Sartre expresó esto en la práctica en una obra de teatro y, al mismo tiempo, expuso el núcleo de su doctrina del hombre. Una cosa es cierta: se da una noche en cuya oscuridad y abandono no penetra ninguna palabra que conforte, una puerta que nosotros debemos atravesar en absoluta soledad: la puerta de la muerte. Toda la angustia de este mundo es, en último término, la angustia provocada por esta soledad. Por tal motivo, el término empleado en el Antiguo Testamento para el reino de los muertos era el mismo con que se indicaba el infierno: shêol. La muerte, en efecto, es soledad absoluta. Pero la soledad que ya no puede ser iluminada por el amor, que es tan profunda que el amor ya no puede acceder a ella, es el infierno.

«Descendió a los infiernos»: esta confesión del Sábado Santo significa que Cristo ha atravesado la puerta de la soledad, que ha descendido al fondo inalcanzable e insuperable de nuestra condición de ser abandonado. Sin embargo, esto significa que también en la noche extrema en la que no penetra ninguna palabra, en la que todos nosotros somos como niños despreciados, llorosos, se da una voz que nos llama, una mano que nos toma y nos conduce. La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde el momento en que Él se ha encontrado en ella. El infierno ha sido vencido desde el momento en que el amor ha entrado también en la región de la muerte y la tierra de nadie de la soledad ha sido habitada por él. En lo profundo de sí el hombre no vive de pan, en la autenticidad de su ser vive por el hecho de que es amado y de que se le permite amar. A partir del momento en que en el espacio de la muerte se da la presencia del amor, se da la vida en medio de la muerte: «la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma», reza la Iglesia en la liturgia de difuntos.

Nadie puede medir en última instancia el contenido de estas palabras: «descendió a los infiernos». Pero si alguna vez se nos permite acercarnos a la hora de nuestra soledad última, se nos concederá comprender algo de la gran claridad de este oscuro misterio. En la certeza cargada de esperanza de que en aquella hora de extremo abandono no estaremos solos podemos presagiar ya ahora algo de lo que sucederá. Y en medio de nuestra protesta contra la oscuridad de la muerte de Dios comenzamos a estar agradecidos por la luz que viene a nosotros desde esta oscuridad.

3. En el breviario romano, la liturgia del Triduo Pascual está estructurada con un cuidado particular; la Iglesia, con su oración, quiere transportarnos, por así decir, a la realidad de la pasión del Señor y, más allá de las palabras, al centro espiritual de lo que sucedió. Si se quisiera intentar destacar en pocos trazos la liturgia orante del Sábado Santo, sería necesario hablar sobre todo del efecto de paz profunda que emana de ella. Cristo ha penetrado en la ocultación (Verborgenheit), pero al mismo tiempo, en el corazón de la oscuridad impenetrable, ha penetrado en la seguridad (Geborgenheit), más aún, se ha convertido en la seguridad última. Ya se ha hecho verdadera la audaz palabra del salmista: aunque me quisiera esconder en el infierno, también allí estás tú. Y cuanto más se recorre esta liturgia, más se perciben brillar en ella, como una aurora de la mañana, las primeras luces de la Pascua. Si el Viernes Santo nos pone ante los ojos la figura desfigurada del traspasado, la liturgia del Sábado Santo se refiere más bien a la imagen de la Cruz más apreciada por la Iglesia antigua: a la Cruz rodeada por rayos luminosos, signo a un tiempo de la muerte y de la resurrección.

El Sábado Santo nos remite así a un aspecto de la piedad cristiana que tal vez se ha extraviado en el transcurso de los tiempos. Cuando nosotros miramos a la Cruz en la oración, a menudo vemos en ella solamente un signo de la pasión histórica del Señor en el Gólgota. Sin embargo, el origen de la devoción a la Cruz es distinto: los cristianos rezaban en dirección a Oriente para expresar su esperanza de que Cristo, el sol verdadero, amanecería sobre la historia, para expresar, por tanto, su fe en el retorno del Señor. La Cruz está en un primer momento ligada estrechamente a esta orientación de la oración, se representa, por así decir, como si fuera la enseña que el rey enarbolará a su llegada; en la imagen de la Cruz la avanzadilla del cortejo ya está en medio de aquellos que rezan. Para el cristianismo antiguo, la Cruz es signo sobre todo de la esperanza. No implica tanto una referencia al Señor que ha pasado, cuanto al Señor que está por venir. Cierto, era imposible sustraerse a la necesidad intrínseca de que, con el paso del tiempo, la mirada se dirigiera también hacia lo que sucedió: contra toda fuga en lo espiritual, contra todo desconocimiento de la encarnación de Dios, era necesario defender la prodigalidad conmovedora del amor de Dios que, por amor de su mísera criatura humana, se hizo él mismo un hombre, ¡y qué hombre! Era necesario defender la santa insensatez del amor de Dios que no eligió pronunciar una palabra de poder, sino recorrer la vía de la impotencia para humillar nuestro sueño de poder y vencerlo desde dentro.

Pero ¿no habremos olvidado así un poco demasiado la conexión entre Cruz y esperanza, la unidad entre el Oriente y la dirección de la Cruz, entre pasado y futuro existente en el cristianismo? El espíritu de la esperanza que respira sobre las oraciones del Sábado Santo debería penetrar de nuevo todo nuestro ser cristianos. El cristianismo no es sólo una religión del pasado, sino, en una medida no menor, del futuro; su fe es al mismo tiempo esperanza, ya que Cristo no es sólo el muerto y resucitado, sino también aquel que está por venir.

Oh Señor, ilumina nuestras almas con este misterio de la esperanza para que reconozcamos la luz que irradia tu Cruz; concédenos que como cristianos avancemos tendiendo hacia el futuro, hacia el encuentro con el día de tu venida.

Oración:

Señor Jesucristo, en la oscuridad de la muerte Tú has dado luz, en el abismo de la soledad más profunda habita ya para siempre la protección poderosa de Tu amor; en medio de Tu ocultación podemos ya cantar el aleluya de los salvados. Concédenos la sencillez humilde de la fe, que no se deje desviar cuando Tú nos llames en las horas de oscuridad, de abandono, cuando todo parezca ser problemático: concédenos, en este tiempo en el que se combate en una lucha feroz en torno a Ti, luz suficiente para no perderte; luz suficiente para que podamos darla a cuantos tienen aún necesidad de ella. Haz brillar el misterio de Tu alegría pascual, como aurora de la mañana, en nuestros días; concédenos poder ser verdaderamente hombres pascuales en medio del Sábado Santo de la historia. Concédenos que a través de los días luminosos y oscuros de este tiempo podamos encontrarnos siempre con ánimo alegre en camino hacia Tu gloria futura. Amén.

Texto tomado de:
Ratzinger, J. (2013). La muerte de Cristo. Meditaciones sobre la Semana Santa. Madrid: Ediciones Encuentro. págs. 16-97.


[1] El autor se refiere a Jean Paul F. Richter (1763-1825), que después de cursar sus estudios de teología en Leipzig se dedicó a la literatura, dándose a conocer con el simple nombre de Jean Paul (N. T.).

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