Beato Timoteo Giaccardo

Por: José Ma. Díaz Fernández | Fuente: Año Cristiano (2002)

Presbítero (+1948)

Su nombre de bautismo fue José, hijo de Esteban y María Giaccardo, aparceros, nacido el 13 de junio de 1896 en la alquería de Battaglione, perteneciente a Narzole (provincia de Cuneo: y diócesis de Alba), y bautizado el mismo día. ¿Por qué, entonces, el nombre de Timoteo? Lo asumió bastantes años después, al integrarse en la Sociedad de San Pablo, fundada por Don Alberione: pasó a llamarse Timoteo, como el discípulo predilecto del Apóstol, con todas las consecuencias de la entrega absoluta a la evangelización de la sociedad del siglo XX. Cuando nació el hoy Beato Timoteo Giaccardo, Santiago Alberione era un seminarista de doce años, recién ingresado en el Seminario de Alba. Comenzó el siglo XX de rodillas en la catedral, en la vigilia de oración del 31 de diciembre de 1899 al 1 de enero del Empezaba un nuevo siglo con euforia nunca conocida en comienzos de siglos anteriores: manifiestos estrepitosos en la prensa y declaraciones futuristas de lucha e ilimitado optimismo. Alberione había aprendido ya lo suficiente al oír exponer en el Seminario la encíclica Rerum novarum de León XIII. Y ahora, con las ideas claras, sentía el primer impulso a hacer lo que habría hecho San Pablo si hubiera tenido que anunciar el evangelio en nuestros tiempos. Se ordenó de sacerdote, a los veintitrés años, en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, 29 de junio de 1907. En marzo de 1908 fue enviado a Narzole, para ayudar al párroco. Su principal dedicación fueron los niños. Dirá más tarde que, entre todos ellos, le llamó especialmente la atención el pequeño José, de doce años. A la pregunta «¿Alguno de vosotros desearía ser cura?», José respondió afirmativamente. El deseo lo llevaba dentro. Puede decirse que había deseado ser sacerdote desde que fue capaz de desear algo. El 12 de septiembre de 1908 recibe la confirmación (se preparó leyendo la vida de San Estanislao de Kostka), y en octubre entra en el Seminario, coincidiendo con la incorporación de Alberione al centro, como director espiritual. El diálogo continuado entre maestro y discípulo es digno de quedar entre los más altos y ricos en la historia de la dirección espiritual. Se desarrollará de por vida, a lo largo de una serie de acontecimientos y acciones que comprometerán en medida sorprendente a ambos protagonistas. El director espiritual Alberione había centrado la espiritualidad en el «para mí el vivir es Cristo», de San Pablo, y de ella impregnó a José… Con esta seguridad y desde la penumbra de la fe discernía muy bien los caminos de verdad de las veleidades intelectuales del momento. La encíclica Pascendi de San Pío X (8 de septiembre de 1907) suponía una pauta segura para la formación teológica. D. Alberione vivía entre tanto la prolongada y compleja preparación para su obra, afianzándose cada vez más en tres convicciones: recibir la inspiración ante Jesús sacramentado, sometiéndose luego al discernimiento del obispo; no predicar
ni la más sencilla plática sin invocar a la Virgen rezando el rosario; contar con la colaboración de personas virtuosas que suplieran sus deficiencias. Así, atento a su discípulo predilecto,
infundió en él una intensa piedad eucarística y una gran devoción a la Virgen; e intuyó que en Giaccardo iba a tener quien mejor lo complementase. Hay un dato en los primeros pasos de
seminarista que desafía muchas pedagogías resabiadas. Acababa de finalizar el mes de mayo de 1909, vivido con especial fervor mariano, y el seminarista daba cuenta a su director. Éste, irradiando gravedad y con sentimiento intenso, le dice: «José, me parece llegado el momento de ofrecer a la santa Virgen tu voto de pureza. ¿Quieres?». Respondió decidido con un sí. Se trataba de un voto por seis meses, pero fue el comienzo de un voto perpetuo. «Fue el primer voto serio que hice —escribía muchos años más tarde—, y nunca lo quebranté formalmente, ni siquiera durante los períodos más oscuros y difíciles por las tentaciones y los peligros».

También había de repetir: «¡Cuan oportuno y a tiempo fue aquel voto!». Cuatro años después (8 de septiembre de 1913) el obispo encargaba a Alberione la dirección del periódico semanal
La Gaceta de Alba. Fue el punto inicial de su obra. Había obtenido en 1910 el Doctorado en teología en la Universidad de Genova y ahora, muy maduro espiritualmente, comenzaban a
juntársele jóvenes. A finales de 1914 llegaban a seis, en 1915 eran nueve, en 1921, eran noventa. En este año fundaron nueva casa en Moncarretto, a kilómetro y medio de Alba. La guerra mundial (1914-1918) supuso una prueba especialmente dura. Pero, antes de que la contienda terminase, entra en la comunidad el joven Giaccardo, el 4 de junio de 1917. Los años precedentes dispusieron a esta decisión, poniendo todo su empeño en la formación en la humildad y la práctica progresiva de la confesión y la dirección espiritual, siempre teniendo la figura de Alberione como punto de referencia. En su diario íntimo escribe: «La impresión va concentrándose, la prensa católica es la idea reina de mi vida, la señora de mi mente, de mi voluntad y de mi corazón». Su decisión de entrar en la familia de Alberione tropezó con grandes dificultades: suponía no continuar en el Seminario y, según el dictamen inicial del obispo, dejar su condición de clérigo. Al fin, la solución fue la de ayudar a Alberione
durante el verano en la atención de sus jóvenes… Ya no volvió al Seminario: comenzó un nuevo curso con la Sociedad de San Pablo y fue presentado a los jóvenes aspirantes como maestro, nombre con el que ya se le designó siempre en el Instituto, teniéndolo por guía y formador. El 19 de octubre de 1919 recibe la ordenación sacerdotal y el 20 celebra su primera misa en su Narzole natal, asistiendo seguidamente a la madre moribunda. Es el primer sacerdote de la Sociedad de San Pablo. Al emitir el 30 de junio de 1920 los votos perpetuos recibió del fundador el nombre de Timoteo. En enero de 1926 es enviado a Roma para
fundar la primera casa filial. Busca la mayor proximidad posible a la basílica de San Pablo Extramuros, contando con la gran ayuda del entonces abad Beato Ildefonso Schuster, próximo a ser designado cardenal arzobispo de Milán, y logra construir una primera casa-seminario. Aquí permanece dieciséis años en los que se registra un sorprendente desarrollo de la Institución. Muy cerca de esta casa se establecen también las Hijas de San Pablo, fundadas también por Alberione. En 1930 la fundación de Roma puede darse por ultimada. De ella partirán los nuevos fundadores a diversos países y continentes: Nueva York, Buenos Aires, Tokio… Alberione dirá en agosto del mismo año de 1930: «La casa de Roma fue como árbol plantado junto a las corrientes de agua; más aún, fuente de agua para la vida eterna. Agua brotada junto al lugar del martirio de San Pablo». La estancia del Beato Timoteo en Roma se ve interrumpida por dos años en Alba que le ayudaron a superar un estado de gran agotamiento; y a Roma vuelve para pasar en ella el período 1932-1936. Su principal actividad se centró en la atención a todos los clérigos profesos que, por voluntad del fundador, pasaron por Roma en el Año Santo de la Redención de 1933. En 1936 el fundador lo llama de nuevo a Alba para que allá le supla mientras él permanezca en la Urbe para consolidar canónicamente su Institución y abrirle nuevos derroteros. Se movió con eficacia: el 10 de mayo de 1941 Pío XII firmó el decreto de alabanza y la aprobación de las constituciones del Instituto, elevándolo a congregación de derecho pontificio. En 1946 Timoteo es designado superior: «Me toca —escribe— cumplir cada
vez más este segundo ministerio: conservar, interpretar, hacer penetrar, traspasar e inocular el espíritu y las directrices del Primer Maestro». El binomio Alba-Roma resultaba más clarificado
cada día: si la casa de Roma era la mente del Instituto, la de Alba era el corazón. La llenaban unas trescientas personas, ocupadas en un apostolado más o menos de vanguardia. Giaccardo
era el alma que los mantenía fieles, unidos y dinámicos. Capítulo aparte merece la atención de Giaccardo a las congregaciones femeninas fundadas también por Alberione y que forman parte
de la gran familia paulina, especialmente las dos primeras: las Hijas de San Pablo, fundadas en 1915; de ellas brotó en 1924 un grupo con vocación contemplativa, las Pías Discípulas del Divino Maestro, que obtuvo la aprobación diocesana en 1927. El empeño de Giaccardo había sido tanto, que en este momento dijo: «Ya puedo entonar el Nunc dimittis. Dios me ha escuchado y el paraíso me espera. Debo prepararme pronto». Su labor prosiguió todavía muchos años hasta saborear el gozo de la aprobación de Pío XII el 12 de enero de 1948. A Giaccardo sólo le quedaban unos días de vida. La tercera congregación femenina fundada por Alberione fue la de las Hermanas del Buen Pastor, religiosas destinadas a colaborar, en dependencia de los pastores, en todas las obras de la parroquia. Naturalmente, las tres instituciones tienen a Alberione por fundador, pero en su génesis y desarrollo está la acción eficaz y humildísima de su alter ego, el Beato Timoteo. La vuelta definitiva a Roma se produce el 4 de octubre de 1947 para ser Vicario General de la Sociedad de San Pablo. La guerra mundial había terminado y el 486 Año cristiano. 24 de enero momento era importante y muy comprometido, y nadie mejor junto a Alberione que su hijo fidelísimo para renovar energías.
Acusaba un permanente cansancio que era su cruz en los largos desplazamientos y numerosas gestiones. Lo que le sostuvo durante el declinar de su vida física fue la estrecha unión de pensamiento y energías espirituales con el fundador. Justamente el 12 de enero de 1948, en que Pío XII daba el Decretum laudis de aprobación de las Discípulas, celebró con gozo y gran fatiga la, santa misa. El diagnóstico fue clarísimo: leucemia aguda. Fue, plenamente consciente de su gravedad y aceptó plenamente la voluntad del Señor, que inesperadamente cortaba un amplísimo programa de acciones pendientes. Falleció el 24 de enero de 1948. Fue beatificado en Roma el 22 de octubre de 1989 por Juan Pablo II, que reproduce, en la correspondiente carta apostólica, palabras del mismo Alberione: «Todos estamos convencidos de que pasó entre nosotros un santo, virgen de pureza, que mantuvo limpia hasta la muerte la estola bautismal».

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